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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (104 page)

BOOK: Los navegantes
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Los cosmógrafos que estudiaron sus cartas de navegación alabaron la exactitud y meticulosidad de sus observaciones meteorológicas, y su minucioso estudio acerca del régimen de vientos predominante en el Pacífico. Su paciente trabajo fue considerado por los expertos una obra excelente, fruto de la más paciente atención.

El recibimiento de la ciudad de México al agustino adquirió el profundo sentimiento del homenaje de los hombres a quien ha conseguido alguna conquista trascendental en provecho de la humanidad. La magnificente rumbosidad de los festejos virreinales ensalzó, con un derroche de recursos, la gloria del guipuzcoano. Conquistadores y nativos se fundieron todos en un frenesí de entusiasmo. Los arúspices del imperio azteca habían, según las viejas leyendas, predicho que unos semidioses llegarían un día por Oriente navegando en casas gigantescas. Ahora, otro mar misterioso, del cual no se regresaba nunca, estaba igualmente dominado por ellos. Ninguna empresa se resistía a su obstinación.

Hubo, no obstante la euforia, alguna voz disidente dentro de la Real Audiencia de México que argüía que no era Urdaneta el primero que había vuelto de las Filipinas, puesto que el capitán Alonso de Arellano había efectuado la vuelta mucho antes con el patache
San Lucas
. Sin embargo, este hecho no empañó la gloria de Urdaneta, puesto que Arellano no había aportado datos de la ruta que había seguido ni sus mapas indicaban en modo alguno el derrotero que debían seguir los futuros navegantes. Era incluso dudoso que hubiera alcanzado las islas Filipinas, pues sus anotaciones estaban llenas de inexactitudes.

Los padres Urdaneta y Aguirre, una vez tomado el merecido descanso en el convento de San Agustín de la ciudad de México, se dispusieron a emprender viaje a España.

La Real Audiencia, deseosa de informar a Felipe II del trascendental acontecimiento, organizó en seguida a Urdaneta el viaje a Madrid. Nadie mejor que el propio triunfador podía dar al rey detalles sobre la gloriosa jornada.

Los dos agustinos llegaron a la capital de España el 2 de mayo de 1566.

Les acompañaba el hijo mayor de Legazpi, Melchor, en demanda de socorros que compensaran a su familia de los enormes dispendios llevados a cabo por su padre de su fortuna particular para los aprestos de la armada.

El rey les recibió en audiencia especial en su palacio del Pardo, acompañado de sus consejeros Ruy Gómez y Francisco de Eraso. Ante los visitantes se sentaba un hombre de unos cuarenta años, de barba bien cuidada, vestido de negro.

Sin arredrarse por la magnificencia de la ocasión, y por segunda vez en su vida, Urdaneta se veía delante de un monarca español, esta vez el hijo de aquel Carlos I ante quien hincó la rodilla en Valladolid recién regresado de las Molucas.

Felipe II, sin duda bien asesorado por sus consejeros, recordó al agustino este hecho.

—Debo decir que sois un hombre notable, fray Andrés de Urdaneta. Estoy al corriente de vuestras hazañas en las Molucas cuando erais mozo y disteis cuenta a mi padre de ellas. Y ahora volvéis habiendo conseguido una proeza aún mayor.

—No fue difícil —sonrió Urdaneta—, pues teníamos a Dios de nuestro lado.

—Tengo entendido que las observaciones que hicisteis en vuestro período en las Molucas os ayudaron a trazar la ruta de vuelta.

—Así es, majestad. La experiencia de casi ocho años en aquellas aguas fue una ayuda inestimable. Los vientos soplan siempre del este, por lo que había que encontrar una ruta alternativa. Y ésta se consigue subiendo veinte grados al norte.

—Sencillo, pero a nadie se le hubiera ocurrido.

—A partir de ahora la ruta queda ya abierta. Entregué todas mis cartas y derroteros a la Real Audiencia de México. Ellos, a su vez, me han entregado despachos para su majestad. También he traído un informe de don Miguel López de Legazpi, cuyo hijo Melchor ha tenido a bien acompañarme, firmado por todos los expedicionarios en Cebú.

Felipe II volvió la cabeza para mirar al hijo del conquistador y le sonrió.

—Debéis estar orgulloso de vuestro padre, está llevando a cabo un servicio inestimable a la Corona.

—Lo estoy, majestad. Mi padre tiene en gran estima y alto honor la empresa en la que se embarcó. Tanto es así que vendió toda su hacienda y patrimonio para que la expedición se pudiera llevar a cabo.

—Lo sé, lo sé y será recompensado.

Urdaneta no pudo evitar pensar que si esa recompensa tardaba en llegar tanto como la de Elcano o incluso la suya propia de los tiempos de las Molucas, ni los biznietos de Legazpi la disfrutarían. Las guerras de Flandes e Italia, junto con los dispendios caprichosos del rey, no dejaban muchos maravedíes para pagar servicios prestados por los súbditos de la Corona. Cautelosamente, el rey huyó del terreno resbaladizo de las finanzas y se volvió a Urdaneta.

—Y ahora, fray Andrés, decidme algo sobre las Filipinas. Contadme cómo es la vida allí, cómo son los nativos de Cebú.

—La vida en Cebú —explicó Urdaneta— es muy simple. Bastante parecida a la de las Molucas. La mayoría de los nativos van casi desnudos y viven en chozas. No así el rajá o reyezuelo, Tupas, que posee una mansión sobre una colina, en la que habitan unas doscientas concubinas.

»Legazpi ha levantado un fuerte en la playa y se lleva muy bien con los nativos, después de vencer los primeros recelos. Trata de seguir vuestras instrucciones al pie de la letra usando la benevolencia siempre que puede; y, ciertamente, así consigue más cosas que con la fuerza de las armas.

—Me alegra oírlo —respondió el rey.

—Las islas Filipinas no producen tantas especias como las de las Molucas, pero sí abunda la canela. Por lo demás, los nativos viven de la pesca y la agricultura; cultivan, sobre todo, arroz y mijo.

—¿Cuántos clérigos han quedado allí?

—Tres. Pero la Real Audiencia dijo que enviaría a algún otro en el próximo viaje. Estaban preparando una nave llamada
San Jerónimo
.

—Contadme algo sobre el viaje de vuelta. ¿Cuánto tiempo estuvisteis navegando?

—Unos cuatro meses.

—Apareció la terrible «peste negra».

—Sí, la mayoría de los tripulantes sufría de ella en alguna medida, pero casi todos se repusieron.

—¿Y vos?

Urdaneta negó con la cabeza, al tiempo que señalaba hacia su compañero.

—Ni el padre Aguirre ni yo padecimos la enfermedad. Tuvimos suerte.

El rey asintió pensativo, y por fin hizo la pregunta que más le preocupaba.

—¿Habéis tenido algún problema con los portugueses?

—No, pero es cuestión de tiempo antes de que se presenten a reclamar lo que consideran suyo.

—¿Reclamar lo que consideran suyo?

Urdaneta no se arredró ante el fruncimiento de cejas del rey.

—Sí, en el empeño efectuado por el padre de su majestad, Carlos I, al rey de Portugal en el año 1529, las Filipinas quedaban tácitamente incluidas en el tratado. Además, según mis cálculos, todas esas islas caen dentro de la demarcación que el papa Alejandro VI concedió a los portugueses para su evangelización.

El rey fingió un asombro que estaba lejos de sentir. Recordaba perfectamente las opiniones del agustino al respecto y cómo habían conseguido engañarle dando instrucciones a Legazpi para que abriera los pliegos de la derrota una vez en alta mar.

—Me sorprendéis, fray Andrés. Según los cosmógrafos de la Corte, las islas Filipinas nos pertenecen.

—Pues están equivocados.

El rey se volvió hacia Ruy Gómez.

—¿Qué opináis vos, maese Gómez?

—Como bien habéis dicho, majestad, los cosmógrafos de la Corte son los que más saben del asunto y ellos coinciden en que las islas son de la Corona de Castilla.

—Si lo deseáis —terció Francisco de Eraso—, los cosmógrafos podrían redactar un documento en el que dictaminen en la cuestión de conciencia planteada por fray Andrés.

—Me parece perfecto —indicó Felipe II—. Quizá dentro de quince días podríamos reunirnos otra vez para hablar sobre el tema. Para entonces ya habremos leído los informes de Miguel López de Legazpi y de la Real Audiencia y tendremos el dictamen de los expertos sobre el tema que os preocupa. Durante ese tiempo será un placer para nosotros contar con vuestra presencia en la Corte.

Un mes más tarde, los cosmógrafos, aunque dando en el fondo la razón a Urdaneta, redactaron un documento ambiguo en el que al final se declaraban sin competencias para la resolución de la cuestión desde el punto de vista jurídico.

Era evidente que aquellos técnicos deseaban abrir un pasadizo legal a los deseos de Felipe II.

Durante este tiempo Urdaneta y Aguirre estuvieron acudiendo a la corte a diario desde el convento de San Felipe el Real de Madrid, y saciaron la curiosidad de nobles, príncipes y princesas.

Antes de despedirlos, Felipe II prometió a los frailes agustinos que tendría en cuenta sus servicios y les otorgaría la consiguiente merced. No obstante, poco después el Consejo de Indias fijó la exigua cantidad de tres reales diarios para cada uno de los viajeros como ayuda para pagar los gastos de comida y habitación mientras estuvieran en Madrid. Nada quedó, pues, que pudiera contabilizarse a nivel de generosidad regia.

—Los padres Andrés de Urdaneta y Andrés de Aguirre regresaron a Nueva España el 13 de junio de 1567, y desembarcaron en el Puerto de San Juan de Ulúa a mediados de agosto del mismo año.

El glorioso navegante añoraba ya la quietud y serenidad del retiro en su pequeña celda de la capital azteca. Las horas tormentosas habían dejado su alma deseosa de paz y sosiego. Contaba a la sazón con cincuenta y nueve años y las penalidades y sufrimientos pasados habían dejado huella en su salud. La energía que tanto le había caracterizado había dejado paso a una calma sedentaria. Su vida entre el murmullo de rezos monacales parecía un contrasentido con su anterior vida de infatigable aventurero.

A principios de 1568 Urdaneta cayó enfermo. Su hígado y riñones se resentían, al cabo de los años, de las privaciones pasadas, de los largos meses alimentándose de comida agusanada y agua putrefacta. Desde su estrecho y duro camastro, Urdaneta veía pasar por su memoria infinidad de recuerdos: los felices y lejanos días de su infancia en su Guipúzcoa natal con sus brumosos amaneceres, su inmortal maestro Juan Sebastián Elcano, la grandiosa severidad de los paisajes patagónicos, sus aventureros años juveniles en las maravillosas islas de las Molucas, Maluka, la mujer que tanto había amado, su hijita Maika, que Dios se había llevado en plena juventud, sus luchas con los indios en las selvas guatemaltecas, su amigo Legazpi, el conquistador, el viaje de vuelta, la recepción entusiasta de los habitantes de Nueva España, el viaje a la Corte. Todo era ya recuerdo.

Un último viento de popa soplaba ya recio sobre las flácidas velas del navegante. Urdaneta emprendió su última singladura el 3 de junio de 1568 con una sonrisa en sus labios.

CAPÍTULO L

LUZÓN

Una vez resuelto el peligroso conflicto con los portugueses, Legazpi vio ya mucho más claro el horizonte. Comprendió que por fin había llegado el momento de proceder a la conquista total del archipiélago filipino, paso previo al asalto del continente chino.

El plan que venía preparando con sus colaboradores desde hacía meses pudo, por fin, ser llevado a la práctica. En junio de 1569, Legazpi dejó Cebú guarnecido con un fuerte destacamento y se dirigió a la bien abastecida isla de Panay, situada al oeste de la de Negros. Era esencial contar con sólidas bases en Panay y Masbate antes de tomar la isla de Mindoro, punto de la mayor importancia estratégica para la conquista de Luzón, su objetivo más importante antes de planear el desembarco en China.

Los habitantes de Panay, que estaban muchísimo más adelantados que los cebuanos, en general, recibieron amistosamente a Legazpi. Sólo en puntos aislados, algunas tribus opusieron escasa resistencia, que fue fácilmente aplastada por los capitanes Juan de Salcedo y Luis de Haya.

Poco después, Legazpi envió al capitán Ibarra a tomar posesión de la isla de Masbate. Una vez estas islas estuvieron bajo el control castellano, Legazpi puso en práctica la segunda parte de su plan.

Esta vez, el que llevaría el peso de la expedición sería el maestre de campo Goiti.

—Ahora te toca a ti, Martín —dijo Legazpi señalando el mapa sobre la mesa—. Como habíamos planeado, quiero que hagas un reconocimiento completo de la isla de Luzón. Es la de mayor importancia de todo el archipiélago.

—Dicen que es la principal en hermosura, riqueza y grandeza —comentó el joven bilbaíno.

—Sí, se la considera la reina entre todas las Filipinas. Una vez la hayamos conquistado, las demás caerán como fruta madura. Esto nos abrirá el camino hacia tierra firme. El continente chino estará a nuestro alcance.

Goiti asintió.

—Ya están preparados los arcabuceros, un centenar de ellos, la veintena de marinos para tripular las naves también están asignados, y ahora sólo nos falta el medio millar de guerreros que nos prometió nuestro amigo Tupas.

—Muy bien. Vas a estar al mando de toda una armada, Martín —sonrió—, unas diecisiete embarcaciones en total.

El joven no se mostró impresionado por la responsabilidad de estar al frente de semejante ejército.

—Pronto estaré de vuelta con el objetivo cumplido —se limitó a decir.

La flamante armada mandada por Goiti compuesta por la
San Juan
, una fragata y quince paraos zarpó de Mindoro rumbo a Luzón.

—¡Se acercan dos juncos!

Goiti levantó la cabeza hacia la cofa de la
San Juan
.

—¿Chinos?

—Eso parece —gritó el vigía—. Juraría que son juncos chinos. Y vienen a toda vela directamente hacia nosotros.

—¿Puedes ver si van armados?

La respuesta tardó un momento en llegar.

—Hay mucho movimiento en las dos cubiertas. Parece que se preparan para el combate.

—Está bien —gritó Goiti—. ¡Zafarrancho de combate!, ¡todo el mundo a sus puestos!

Mientras se sacaban los cañones por los portones y se subían las balas y la pólvora, los juncos se fueron acercando. Eran dos juncos chinos enormes, mayores que la
San Juan
. Tres negras bocas de cañón asomaban por las bordas de cada uno y sus servidores preparaban ya las mechas y la pólvora.

No hubo conversaciones previas entre los contendientes. Evidentemente, los chinos creían equivocadamente tener superioridad sobre la
San Juan
y la fragata, al tiempo que despreciaban los quince paraos, que no tenían cañones. El error de cálculo de los chinos tuvo fatales consecuencias para ellos, pues la potencia de las lombardas castellanas era muy superior a las suyas.

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