Los navegantes (107 page)

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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Los navegantes
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—Vendré yo mismo con él para ser testigo de vuestro bautizo. Os aseguro que será un día de gozo en el cielo. Y cuando os llegue el momento de dejar este mundo, la misma Virgen María bajará a recibiros.

CAPÍTULO LII

LA PACIFICACIÓN DE GOITI

Tanto Goiti como Salcedo eligieron cuidadosamente a cien soldados cada uno, todos ellos hombres curtidos en batalla, armados con espada, puñal y arcabuces con abundante pólvora y municiones.

—Llevaos también un par de culebrinas cada uno —les indicó Legazpi—, no son pesadas y las pueden transportar los nativos.

—Nos pueden venir bien, aunque no será fácil acarrearlas —dijo Goiti pensativo.

—¿Con cuántos aliados podremos contar, capitán? —preguntó Juan de Salcedo a su abuelo.

Éste no mostró extrañeza al verse tratado de «capitán» por su nieto, siempre lo hacía cuando estaban tratando asuntos oficiales.

—Nos han prometido casi un millar. Podéis contar con medio centenar cada uno.

Los tres hombres contemplaron el mapa de Luzón que Legazpi había extendido sobre la mesa. Enrollados había otros dos mapas, confeccionados sobre pergamino, resistente a los avatares de una prolongada lucha en la selva.

—¡Es grande! —murmuró Goiti.

—Lo es. Más grande que Andalucía —replicó Legazpi—. Exactamente la quinta parte de España.

—Nos llevará algún tiempo someter a todos y cada uno de los poblados —

dijo Salcedo acariciándose el labio inferior—. Debe de haber cientos...

—Efectivamente —replicó Legazpi—. Y es absolutamente necesario que todos acepten el vasallaje de Castilla. No tengo que insistir en que vuestra tarea es la más importante que habéis llevado a cabo en vuestra vida. De vosotros depende que la Corona se asiente en las Filipinas. Una vez caiga Luzón, las demás islas no opondrán resistencia.

—¿Y después? —preguntó Goiti.

El capitán general dejó que su mirada se perdiera en el horizonte.

—Jesús nos dio un mandato. «Id y esparcid la Buena Nueva por el mundo».

Y eso debemos hacer, propagar los evangelios, mostrar a los infieles el verdadero camino. Seguiremos avanzando hacia el norte.

—¿Hacia China?

—Hacia China.

El capitán Goiti, con la ayuda de varios nativos, señaló en el mapa todos los poblados alrededor de Manila. Él se encargaría del sometimiento de estas poblaciones y se aseguraría de que ningún peligro amenazara la capital. El resto de la isla le correspondía al joven Salcedo. Como la mayoría de los poblados se levantaban en la costa, la expedición la haría principalmente a bordo de una fragata acompañada de varios paraos.

Goiti no encontró oposición a su avance en los primeros días. Ante su sorpresa, los habitantes de la isla poseían ideas bastante adelantadas de ingeniería militar, sus poblados se hallaban bien defendidos con baluartes y obras parecidas, aunque en ningún momento pusieron a prueba la capacidad atacante de los castellanos.

Sin embargo, la segunda semana la cosa cambió totalmente. En un poblado llamado Golo los habitantes se habían encerrado en una especie de fuerte y habían atrancado todos los portalones de acceso. Desde lo alto de unas rústicas empalizadas, cientos de nativos vociferantes se disponían a defender sus casas.

El sargento Martínez era un hombre de aspecto fiero, con barba ligeramente pelirroja y muy descuidada.

—Capitán —dijo señalando el poblado—, parece que tenemos problemas.

—Acompáñame con veinte hombres —ordenó Goiti—. Daremos la vuelta al poblado para examinar sus defensas.

El joven capitán dedicó una gran parte del día a estudiar los puntos débiles de las defensas, mientras el resto de las tropas descansaba y preparaba las armas. El poblado era grande. Calculó que tendría un perímetro de unas tres millas. Estaba construido en una pequeña colina que habían limpiado previamente de árboles y arbustos. Un pequeño riachuelo atravesaba el poblado, proporcionando agua a sus habitantes. Fuera del recinto amurallado había una serie de casas, la mayoría granjas, que estaban ahora abandonadas. Incluso las cabras y gallinas habían sido metidas a toda prisa dentro de las empalizadas. Las defensas habían sido construidas con troncos de unos tres metros de longitud y eran indudablemente muy efectivas para lo que estaban construidas, para un asalto de atacantes provistos de lanzas y flechas. Sin embargo, no serían un serio obstáculo para sus dos culebrinas.

—Atacaremos mañana por la mañana a primera hora —indicó Goiti a Martínez—. Haz que coloquen una culebrina en aquel promontorio y la otra en la puerta principal.

—¿Rodeamos la ciudad para que no escape nadie?

—Tendamos un puente de plata al enemigo que huye. No tengo intención de tomar prisioneros. Recuerda las instrucciones de Legazpi. Debemos atraer a los nativos hacia nosotros sin recurrir a la fuerza más que en caso necesario.

El sargento se encogió de hombros un tanto desilusionado.

—Como ordenéis.

Apenas había empezado el sol a filtrar unos débiles rayos por entre el verde follaje, cuando ya estaban todos los soldados y aliados en sus puestos de combate. Por su parte, los defensores permanecían en silencio. La algarabía del día anterior había dado paso a un temor creciente a la vista de las culebrinas.

Todos sabían lo que eso significaba.

Antes de ordenar que abrieran fuego, Goiti llamó a uno de los nativos de la isla.

—Acércate a la empalizada y diles que se rindan. Respetaremos sus vidas y sus haciendas.

El nativo asintió e hizo como le había ordenado Goiti. Sin embargo, la respuesta consistió en una lluvia de flechas y jabalinas acompañada de gritos y amenazas.

—Bien —dijo Goiti—, lo siento por ellos. ¡Abrid fuego a discreción!

Los artilleros aplicaron la mecha a la pólvora casi al unísono y un prolongado trueno provocó que un millón de aves multicolores llenaran súbitamente los cielos con vuelos zigzagueantes. Parecía imposible que no se entrechocaran entre sí en un caos tan impresionante.

Las dos bolas de hierro disparadas desde apenas cien pasos de distancia produjeron daños enormes en las defensas. La puerta principal había resistido, pero un enorme agujero en su centro indicaba que no podría aguantar muchos disparos como aquél. Por su parte, la otra culebrina había abierto una brecha en la empalizada que los defensores trataban inútilmente de cubrir.

Una segunda bala fue introducida en la boca de las culebrinas por uno de los artilleros, mientras otro vertía la pólvora en la recámara. Nuevamente, el disparo de las culebrinas, esta vez con una diferencia de varios segundos, produjo el largo retumbar de un prolongado trueno. Una vez más, las aves llenaron los cielos con sus enérgicas protestas.

El portalón principal fue arrancado de sus goznes y presentaba el aspecto grotesco de un muñón retorcido. En la empalizada, la brecha se agrandó todavía más.

Al tercer disparo el portalón se vino abajo con un enorme estruendo, mientras que el boquete ocasionado en la empalizada permitía el paso de varios hombres a la vez.

Goiti consideró que no merecía la pena malgastar la pólvora, que podría hacerles falta más adelante.

—Alto el fuego —ordenó—. ¡Arcabuceros, preparen las armas!

Los soldados hincaron sus horquillas en el suelo, apoyaron en ellas sus arcabuces y los cebaron con pólvora y bala. Esta operación, que el sargento Martínez había hecho ensayar a los soldados miles de veces en los entrenamientos, llevaba minuto y medio a los más rápidos.

—¡Fuego a discreción! —ordenó.

Durante varios minutos se sucedieron los disparos de cien arcabuces, creando un traqueteo interminable que produjo un pánico indescriptible entre los defensores. El valor que habían mostrado antes de la batalla se había desvanecido por completo. Ahora el aire estaba atronado por los gritos de dolor de los heridos y los aullidos de pánico de los que buscaban su salvación en la huida.

—Ordena el alto el fuego, sargento Martínez

—¡Alto el fuego! —rugió la potente voz del sargento por encima del tronar de las armas de fuego.

Goiti se dirigió al jefe de sus aliados nativos.

—Es vuestro turno —dijo—. ¡Adelante!

Dando alaridos, los quinientos indígenas se lanzaron en tromba tratando de ser los primeros en llegar a los huecos abiertos en la empalizada.

Una hora más tarde todo había terminado. Los defensores contaron cincuenta muertos y más de cien prisioneros. Curiosamente, no había ni mujeres ni niños en el poblado. Todos parecían haber huido la noche anterior.

Los aliados tenían seis muertos y varios heridos. Entre los soldados de Goiti sólo había que lamentar las quemaduras sufridas por un soldado al estallarle la pólvora en la cara antes de tiempo.

Goiti mandó que llevaran ante él a los más ancianos para interrogarles.

Descubrió que el cabecilla del poblado, un tal Tondo, había huido en plena lucha.

Él era el responsable de toda la resistencia y, lo que era peor, parecía tener intenciones de seguir resistiendo y levantar a otros poblados para unirse contra los castellanos. El joven capitán decidió seguir la política que tan buenos frutos había dado a Legazpi.

—Os voy a dar a todos la libertad —dijo dirigiéndose a los prisioneros—.

Los castellanos no queremos esclavos, sólo deseamos que juréis lealtad a nuestro rey, quien, de aquí en adelante, será también el vuestro, Felipe II de Castilla.

Decid a todos que no atacaremos los poblados que acaten la autoridad de su majestad. A los que no lo hagan, los arrasaremos hasta la última casa.

Naturalmente, todos los indígenas juraron obediencia y fidelidad al rey castellano, contentos de haber salido tan bien librados.

Durante los días siguientes, un poblado tras otro se doblegaron a los castellanos, pero en ellos apenas había hombres en edad de luchar. La inmensa mayoría eran mujeres, niños y ancianos.

—Si me permitís la observación, capitán, me parece que se está preparando una gorda.

Goiti se volvió hacia su sargento.

—Lo dices por la ausencia de hombres, ¿no?

El fiero sargento asintió vigorosamente.

—Es curioso que en los poblados apenas haya hombres en edad de luchar.

En mi opinión, se están concentrando en algún lugar para darnos una sorpresa.

—La misma idea se me había ocurrido a mí. Habrá que extremar la vigilancia.

Las sospechas de los dos hombres se verían pronto confirmadas. El cacique Tondo había conseguido reunir a varios cientos de nativos armados con lanzas y flechas envenenadas y estaba esperando el momento de atacar. Después de comprobar por amarga experiencia la potencia y eficacia de las armas de los castellanos, sabía que no podría oponérseles en lucha abierta, por lo que decidió recurrir al ataque nocturno.

Sin embargo, la sensación de un ataque inminente por parte de los nativos era cada vez más palpable en el campamento de los expedicionarios. Sin poder conciliar el sueño, el capitán Goiti contemplaba pensativo la multitud de estrellas que parpadeaban lejanas entre el follaje de los enormes árboles. A pesar de haber doblado la guardia, se encontraba inquieto y desasosegado. Sabía que los nativos les seguían, agazapados en la selva, y que aprovecharían cualquier descuido para caer sobre ellos, y ¡qué mejor momento que la noche, cuando todos estaban dormidos!

Se levantó para comprobar que todos los centinelas estaban en sus puestos. La oscuridad era absoluta bajo el tupido ramaje. El silencio era sepulcral... Sin embargo, algo raro ocurría; ese silencio... En la selva nunca había silencio, ni siquiera durante la noche. Escuchó atentamente, no se oía ni el chirrido de los grillos ni el canto quejumbroso de los búhos.

Despertó al sargento Martínez.

—Algo raro ocurre —dijo—, hay un silencio sepulcral en toda la selva.

Martínez se incorporó rápidamente.

—Despertaré a todo el mundo. Pronto todos los expedicionarios estaban de pie preparando las armas. Los aliados también habían notado que algo anormal ocurría y hablaban entre ellos asustados. Goiti se acercó sigilosamente a su jefe.

—¿Qué puede ser este silencio? —preguntó quedamente.

—Tierra moverse —respondió el nativo.

Antes de que Goiti tuviera tiempo de asimilar las palabras del indígena, toda la selva empezó a temblar violentamente como si una mano gigantesca la estuviera agitando. Ramas y árboles secos caían con gran estrépito alrededor del campamento.

—¡Un terremoto!

Durante un largo minuto en el que el mundo entero temblaba a su alrededor, los soldados castellanos contemplaron con pavor el increíble y aterrador espectáculo de un terremoto en la selva. Mientras unos imploraban protección a la virgen, otros hacían votos y promesas a todos los santos, la mayoría desgranaba jaculatorias con unos labios resecos por el terror.

De repente, el terremoto cesó, y todo volvió a la normalidad. Como si nada hubiera ocurrido, los grillos volvieron a sus incesantes chirridos, mientras las aves nocturnas seguían insistiendo en sus llamadas de apareamiento.

—¡Sargento Martínez —llamó Goiti—, compruebe si ha habido bajas!

Al poco rato, el sargento volvió al lado del capitán.

—Seis heridos. Uno de ellos bastante grave, le ha aplastado un tronco.

—¿Y entre los nativos?

—Ninguno. Parece que están acostumbrados a estos movimientos de tierra y saben cómo protegerse.

—Bien, iré a ver a los heridos.

Como había dicho el sargento, uno de los soldados yacía en el suelo atendido por varios compañeros. Respiraba afanosamente mientras un hilito de sangre resbalaba por la comisura de sus labios.

—Tranquilo, Antonio —dijo Goiti—, pronto te repondrás.

Sin embargo, era evidente que alguna de las costillas fracturadas había perforado el pulmón. El soldado Antonio no pasaría de aquella noche.

Afortunadamente, los demás heridos sufrían simples magulladuras sin importancia.

Pero la noche no había hecho más que empezar para los castellanos.

Tondo decidió aprovechar aquella oportunidad para atacar a los desprevenidos soldados. Como sombras, los nativos avanzaron lentamente hasta llegar a pocos pasos de los centinelas. Después, a una orden de Tondo, se lanzaron en tromba contra el campamento dando aullidos infernales.

—¡A las armas! ¡Nos atacan!

Los centinelas, provistos de peto y casco, pudieron defenderse de la primera avalancha, mientras disparaban apresuradamente sus arcabuces. Sin tiempo para recargar, sacaron sus espadas para protegerse de las lanzas y alfanjes que blandían los atacantes.

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