Los navegantes (106 page)

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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Los navegantes
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Dentro del fuerte, las trece lombardas apuntaban directamente al centro de la bahía, mientras las balas y los barriles de pólvora se amontonaban en desorden a su lado. Una docena de cuerpos sin vida eran mudos testigos de la inútil defensa del lugar. El capitán se volvió a sus hombres señalando las embarcaciones de los luzanos.

—¡Volved los cañones contra ellos! ¡Fuego a discreción!

El resultado de los disparos fue el abandono inmediato de las hostilidades por parte de los atacantes. Cogidos entre dos fuegos, todas las embarcaciones que asediaban la flota castellana se dieron a la fuga perseguidas por el fuego de las lombardas.

Poco después, la
San Juan
y la fragata se acercaron lentamente hasta el fuerte para atracar a corta distancia de sus muros, mientras los paraos de sus aliados cogían prisioneros a docenas de luzanos que flotaban en las aguas aferrados a restos de embarcaciones.

Goiti subió a los baluartes del fuerte conquistado.

—Te felicito, Andrés —dijo dirigiéndose al capitán Ibarra—. Tú y tus hombres habéis hecho un trabajo magnífico. ¿Cuántas bajas habéis tenido?

La sonrisa que se extendía por los labios del capitán de infantería Andrés de Ibarra indicaba que era un hombre feliz.

—Cuatro hombres heridos, pero ninguno de gravedad.

—¡Magnífico! ¡Enhorabuena a todos!

La jornada resultó, por el contrario, desastrosa para las huestes de Solimán. Se registraron más de cien muertos y ochenta prisioneros.

Al día siguiente, Goiti recibió una embajada del rajá Acha congratulándose por la victoria y reiterándole una vez más su amistad. Le aseguraba que podía contar con él en todo momento. Era evidente que el anciano monarca quería estar aliado de los ganadores y no quería disgustos en su vejez.

Esa misma tarde Andrés de Ibarra tenía una noticia curiosa para él.

—¿Sabéis, capitán, que hemos encontrado una fundición de cañones no muy lejos de aquí?

Goiti miró sorprendido a Ibarra.

—¡Una fundición de cañones! ¡Y pensábamos que estas gentes eran salvajes...! ¿Qué clase de cañones?

—Los mismos que hay en el fuerte. Son piezas de diecisiete pies de largo, bastante parecidas a las culebrinas.

—Interesante —declaró Goiti—, veremos qué hacemos con esa fundición si decidimos retirarnos.

—¿Pensáis retiraros?

Goiti se encogió de hombros.

—Bueno, yo creo que la demostración de fuerza está ya realizada. Mucho más no podemos hacer en una isla tan grande con un número de soldados tan escaso. De todas formas, antes de tomar una decisión nos reuniremos todos, incluyendo los jefes de nuestros aliados, y escucharé lo que unos y otros tengan que decir. Por otro lado, voy a enviar la fragata a Cebú para informar a Legazpi.

Los expedicionarios se establecieron en el puerto de Cavite y realizaron algunos reconocimientos por los alrededores. Goiti envió a un destacamento de soldados al palacio de Solimán, pero éste había desaparecido.

En junio de 1570, el capitán general Miguel López de Legazpi era un hombre satisfecho. Tenía dos importantes razones para serlo. En primer lugar, el 23 de junio llegaba a la isla de Agutaya el capitán Juan de la Isla al mando de una escuadra de tres navíos procedentes de México. En segundo lugar, porque la fragata enviada por Goiti le informó del éxito de la operación en Manila.

El capitán De la Isla traía los tan ansiados despachos reales que resolvían de manera definitiva la incorporación del archipiélago a la Corona de Castilla, además del título para Legazpi de adelantado de las islas de los Ladrones.

Los pliegos llevados por el capitán De la Isla autorizaban también a Legazpi el reparto de encomiendas de los indígenas sometidos entre los jefes que le hubieran servido mejor, de acuerdo con la benigna legislación establecida para esta materia en los virreinatos de Nueva España. Legazpi contempló pensativo el pliego de las encomiendas, él personalmente no era partidario de esa legislación.

La encomienda era una institución de origen feudal que había sido trasplantada por los primeros colonos en Nueva España y Perú. Los colonizadores eran recompensados por su contribución a la conquista con «repartimientos» de indios que quedaban sujetos a prestaciones laborales. Los indígenas encomendados debían entregar al colono «encomendero» una parte sustancial de sus cosechas y de sus productos de elaboración doméstica, en especie o en forma de tributos. La contrapartida teórica de su condición semilibre era un salario estimado justo, el alimento y el adoctrinamiento en la fe cristiana. En algunas provincias del Río de la Plata había prosperado sobre todo la encomienda de servicios personales, fuente de abusos aún peores. Las Leyes de Indias de 1512 y las Leyes Nuevas de 1542 habían tendido a recortar la institución y a poner en tela de juicio su misma existencia, ante los estragos causados por su aplicación en las Antillas y los ataques en contra de los dominicos, pero las sublevaciones de algunos colonos en Nueva España y Perú habían permitido su continuidad.

El virrey de Nueva España daba asimismo a Legazpi ciertas instrucciones de orden táctico. En previsión de un posible ataque portugués, indicaba, Legazpi debería regresar a Cebú; no debía en modo alguno desamparar esta isla, debía evitar su pérdida, pues tomada por los portugueses y utilizada por ellos como base de operaciones podía servirles luego para expulsar a los españoles de todo el archipiélago. Por otro lado estaba la conquista de Luzón. Lo que había realizado Goiti era un paso de gigante, pero era evidente que para llevar a cabo la conquista definitiva eran necesarios un número mayor de hombres y un plan más madurado.

Con esto en mente, envió órdenes a Goiti para que se retirara.

CAPÍTULO LI

FUNDACIÓN DE MANILA

Legazpi regresó a Cebú y, cumpliendo lo ordenado por el virrey de Nueva España, fundó la villa del Santísimo Nombre de Jesús, a cuyo mando civil y militar dejó al tesorero de su majestad Guido de Labezares.

Durante los meses siguientes ambos hombres adoptaron todas las precauciones de rigor ante cualquier ataque.

Por fin, a principios de 1571 Legazpi consideró que el espíritu del mandato del virrey estaba satisfactoriamente cumplido y que ninguna razón aconsejaba retardar la conquista de Luzón. Los meses siguientes fueron de gran actividad; se convino pactos y alianzas con los aliados de las islas de Cebú, Mindoro y Batanga. Legazpi planeaba llevar consigo trescientos soldados bien pertrechados y adiestrados, mientras que los aliados pasarían de mil quinientos.

Para llevar a semejante número de hombres hasta Luzón necesitaba una verdadera flota de embarcaciones y crear una logística para avituallar a tal ejército.

Durante los meses de enero, febrero y marzo, hasta el más mínimo detalle fue estudiado y sopesado por la junta de oficiales que había formado Legazpi.

Para finales de marzo ya estaba todo preparado. Docenas de embarcaciones de todos los tamaños y orígenes se mecían suavemente en las olas del puerto del Santísimo Nombre de Jesús; cientos de soldados limpiaban sus mosquetones y abrillantaban sus corazas. La impaciencia se apoderaba ya de los hombres que iban a participar en una empresa que no podían dejar de comparar con el desembarco de Hernán Cortés en México o la conquista de Perú por Pizarro.

Todos sentían que estaban a punto de escribir una nueva página en el libro de la historia.

Por fin, a mediados de abril de 1571 la escuadra partió rumbo a Manila; su ruta apenas difirió de la seguida por el capitán Goiti con anterioridad.

Sólo un pequeño incidente rompió la monotonía del viaje hasta Mindoro.

—Hay un junco chino en dificultades, capitán —anunció Juan de la Isla al capitán general—. Parece desarbolado después de alguna tormenta. Está a punto de hundirse. ¿Qué hacemos?

Legazpi levantó la vista como sorprendido por la pregunta.

—Ayudarles, por supuesto.

—Debo recordaros que los chinos atacaron a Goiti en su anterior viaje.

—Eso poco tiene que ver. Es nuestro deber de cristianos ayudar al que lo necesite. Enviad inmediatamente a los hombres necesarios para reparar su barco y que puedan llegar a tierra.

Ante la enorme sorpresa de los chinos, petrificados por la presencia de semejante flota, dos esquifes se acercaron a ellos no con soldados con ánimo de esclavizarles, sino con varios carpinteros para ayudarles a salir del paso.

Solventado el incidente, la escuadra prosiguió su camino hasta Mindoro, donde se unieron a la escuadra varios paraos más.

La llegada de la formidable escuadra a la bahía de Manila fue saludada por grandes llamaradas.

—¡Han incendiado la ciudad! —exclamó Legazpi—. ¡Por los clavos de Cristo! ¿Por qué?

Goiti contemplaba las llamas detrás de él.

—Están atemorizados —dijo—. Creen que venimos a esclavizarlos.

—Debemos enviar emisarios a los rajaes para informarles de nuestras intenciones pacíficas.

—Mi viejo amigo Acha es incondicional nuestro —comentó Goiti—, si es que todavía vive... En cuanto a Solimán, creo que no se entregará fácilmente. Ahí tendremos un hueso duro de roer.

Las profecías de Goiti, sin embargo, no se cumplieron. A la vista de un ejército tan impresionante, Solimán decidió seguir los pasos de su tío y se sometió incondicionalmente a Legazpi.

El capitán general recibió a Solimán en la nave capitana, a la que hizo engalanar para la ocasión, y ofreció al raja grandes regalos para convencerle de su buena fe. Al mismo tiempo, le aseguró que daba al olvido las pasadas luchas con el capitán Goiti.

En cuanto al rajá Acha, Legazpi tuvo la deferencia de acudir a su palacio en vista de su mal estado de salud y avanzada edad. Curiosamente, en los contactos que se establecieron entre los dos hombres hubo una chispa de simpatía mutua que fue creciendo a medida que ambos se conocieron más a fondo.

—Su excelencia me informa —dijo el traductor— de que le gustaría saber más sobre vuestra religión y los motivos que os impulsan a perdonar siempre a vuestros enemigos. Dice que no hay nada en el Corán sobre eso.

Legazpi vio en esto una magnífica ocasión para iniciar la evangelización de las islas.

—Decidle que le enviaré a un hombre santo que le instruirá sobre las bondades de nuestra religión —dijo.

En las semanas que siguieron al desembarco de las tropas expedicionarias, la consolidación de éstas en Luzón fue un hecho. Apenas hubo conatos de rebeldía de algunos pueblos, de los que el mismo Goiti se encargó de dar cuenta con decisión.

El siguiente paso era la fundación de la nueva Manila. El proyecto era como la niña de sus ojos. Había puesto todo su entusiasmo en él, y la quema de la ciudad facilitaba sus propósitos. Por enésima vez extendió los planos de la nueva ciudad que le había traído de España el capitán Juan de la Isla. Los planos habían sido encargados por el mismísimo Felipe II a su arquitecto Juan de Herrera, el mismo que estaba construyendo El Escorial.

Por fin, la primera piedra se colocó con toda solemnidad el 24 de junio de 1571. Levantó acta el escribano real, y Legazpi nombró las autoridades del cabildo. Se señaló el trazado de la ciudad, una vez adaptados al terreno los planos de Herrera. Los trabajos se llevaron a cabo a buen ritmo, y a los pocos meses Manila comenzaba a tomar forma.

La llegada a finales de agosto de 1571 de los navíos
San Juan
y
Espíritu Santo
, procedentes de Nueva España, al mando de Juan López de Aguirre, contribuyó a acelerar el ritmo de crecimiento de la ciudad. Los barcos traían uno de los más importantes avituallamientos recibidos por Legazpi.

En los barcos venían también doscientos soldados y seis misioneros; éstos, sin duda, en respuesta a la carta que Legazpi había escrito a Felipe II: Item que Vuestra Majestad sea servido de proveer y mandar que vengan religiosos y sacerdotes de buena vida y

ejemplo que entiendan en esta viña del Señor en la

conversión de estos naturales que son muchos y que los que vinieren procuren aprender la lengua de estas tierras porque con esto podrán hacer muy gran fruto.

En el barco venía también el sobrino de Legazpi, Diego de Legazpi, con su familia y con varios hermanos del maestre de campo Goiti.

El capitán general estableció su residencia y su cuartel general de manera definitiva en la ciudad recién fundada, y encomendó la pacificación de la gran isla de Luzón al maestre de campo, capitán Goiti, y a su nieto Juan Salcedo. Era ya cuestión de tiempo antes de que todo el archipiélago cayera en manos de los castellanos.

Mientras tanto, Legazpi soñaba con la conquista de China. En una de sus cartas al rey insistía: «Si su majestad pretende que sus ministros se extiendan a la parte norte y costa de China, es necesario que aquí se pueble y haga escala».

En septiembre de ese mismo año, los castellanos, y en particular Legazpi, sufrieron una gran pérdida. El anciano rajá Acha, su amigo y colaborador, murió tras una breve enfermedad. Sin embargo, antes de morir envió a por Legazpi, con quien había establecido una gran amistad. Por medio del intérprete se dirigió a él expresando su preocupación.

—Os ruego, capitán, que gobernéis la isla con rectitud y justicia. No consintáis que mi pueblo se esclavice. Ellos han nacido para ser libres y así lo han sido durante miles de años. Me temo que muchos de los castellanos que vengan detrás vuestro no sean todo lo rectos que debieran.

Legazpi asintió lentamente sin poder evitar el pensar en las encomiendas.

En realidad, él mismo no había querido hacer ningún uso de la atribución, y había prohibido terminantemente a los suyos tomar ni llevar esclavos por la paga del tributo.

—Os prometo —dijo— no permitir, mientras viva, la toma de esclavos. Aun después, haré prometer a mi sucesor que tampoco lo permita.

Acha, respirando trabajosamente, asintió.

—Sé que lo haréis. Sois un buen hombre.

Guardó silencio unos segundos como si el paso trascendental que iba a dar pesara sobre su conciencia.

—Sabéis —dijo por fin— que el padre Aguirre ha estado instruyéndome sobre vuestra religión estos últimos meses.

—Lo sé —asintió Legazpi.

El anciano enfermo pareció concentrar todas sus fuerzas en la mirada que dirigió al conquistador castellano.

—Quiero que le digáis que venga a bautizarme antes de morir.

Legazpi cerró los ojos mientras sentía una emoción indescriptible invadiendo todo su ser. ¡Por fin comenzaba a dar fruto la semilla que habían plantado con tanta paciencia y esmero! ¡La evangelización era ya una realidad!

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