Los navegantes (26 page)

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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Los navegantes
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El vitoriano se hallaba en el pequeño camarote que compartía con Juan Sebastián Elcano, enfrascados ambos en la confección de un mapa del estrecho.

Aguja, cuadrante solar y astrolabio yacían descuidadamente sobre papeles que llenaban por completo una pequeña mesa. En un pergamino de gran tamaño aparecía ya dibujada la primera parte del paso: el cabo de las Once Mil Vírgenes, la primera y gran bahía, el angosto canal que conducía a la segunda bahía, otro canal, una tercera bahía, las altas montañas a los lados, la Tierra de Fuego al Sur, punta Arenas al norte, el río de las Sardinas... Todo estaba anotado con exactitud, con los grados de latitud y longitud, anchura, profundidad, los brazos de mar que habían resultado no tener salida... Un documento de primera mano que la Casa de Contratación guardaría como oro en paño, bajo fuerte custodia.

—El capitán general desea veros —le dijo el criado.

—¿A mí? —preguntó el cosmógrafo sorprendido—. ¿De qué se trata?

—No lo sé. Tengo una barca esperando.

—Voy... —se volvió a Elcano—. Continúa tú solo.

—Sentaos, San Martín, sentaos—le saludó el capitán general al verle llegar—. ¿Cómo va la carta del Estrecho de Todos los Santos?

—Elcano está ayudándome. Ya hemos rellenado casi todos los datos que tenemos hasta el momento. Sólo nos queda ya el tramo final.

—Bien, muy bien. Estoy seguro de que será un documento inestimable para las futuras expediciones...

Se detuvo indeciso un momento, durante el cual San Martín le contempló sin poder adivinar lo que deseaba de él. Aunque había sufrido lo indecible durante los meses de cautiverio a causa de aquel hombre, no le guardaba rencor.

—Se dice que también entendéis de astrología.

El cosmógrafo se movió inquieto. ¡Así que eso era! Había practicado en su juventud la futurología por medio del movimiento de los astros, pero eso era algo que la Inquisición consideraba brujería y, teniendo un dominico abordo, era como jugar con fuego.

—Sabéis que eso está prohibido por la Santa Madre Iglesia.

Magallanes paseó nervioso por la habitación.

—Lo sé —dijo—. También sé que es tan culpable el que requiere los servicios de un astrólogo como el astrólogo que los da. Por lo tanto, os aseguro que lo que se diga en esta cámara quedará entre nosotros.

—¿Qué deseáis saber?

—¡Qué ha sido de la
San Antonio
! ¡Dónde está y qué ha pasado a bordo!

—Entiendo —asintió levemente San Martín—. Veré lo que puedo hacer, aunque no os prometo nada.

—¿Cuándo podré tener una respuesta?

—Dejadme cuatro horas. Vendré a veros en cuanto tenga algo.

A media tarde, el esquife de la
Concepción
se acercó de nuevo a la nave capitana. Andrés de San Martín trepó ágilmente por la escala y se acercó al camarote de Magallanes, que le abrió la puerta impaciente.

—¿Y bien?

El cosmógrafo se aseguró de que no había nadie que pudiera oírlos y cerró la puerta tras sí cuidadosamente. Le mostró un papel lleno de dibujos, líneas y números. Unos círculos se superponían a otros.

—Hay una triple conjunción planetaria —dijo a modo de explicación—

entre Júpiter, Urano y Neptuno. Hace tres días tuvo lugar un alineamiento especial de estos tres planetas coincidiendo con la luna llena, lo que indica rebeldía e inquietud social.

»Por lo que puedo adivinar —añadió— ha habido un conflicto de pasiones a bordo de la
San Antonio
. Hay tripulantes que están a favor de vos, pero hay otros muchos más que están en contra.

—¿Y qué creéis que ha pasado?

—Os lo resumiré. Ha habido un motín. El capitán Mesquita ha sido destituido y aprisionado y otra persona se ha hecho cargo del mando.

—¡Gómes! —exclamó irritado Magallanes.

—Seguramente —confirmó San Martín—. El nuevo capitán ha decidido volver a España.

—Pasarán a recoger a Cartagena... —musitó el portugués.

—Veo una intención de parar en el puerto de San Julián —afirmó el cosmógrafo.

El capitán pareció más preocupado que nunca. Las acusaciones que pudieran verter estos dos hombres a su llegada a España le angustiaban. A pesar de contar con la baza inestimable de haber descubierto el paso, era menester llegar al fin de la expedición. La llegada de tres barcos llenos de especias inclinaría indudablemente la balanza a su favor.

—Gracias —dijo pensativo—, me habéis hecho un gran favor. Os estoy muy reconocido.

Cuando se hubo ido el cosmógrafo, por la mente de Magallanes empezaron a rondar negras ideas y muchas recriminaciones. ¿Cómo había sido tan necio que no depuso a Álvaro de Mesquita tras la sublevación de los capitanes?

Le había ordenado que estuviera siempre atento, pero le constaba que en la
San Antonio
reinaba el mayor abandono, la vigilancia era pésima. Esto debería haber sido suficiente para ponerle sobre aviso de lo que pudiera pasar en la nave de Mesquita. Por otra parte, ahora se arrepentía de haber puesto a Gómes en una nave que inspiraba tan poca confianza. Ambos descuidos suponían una falta total de dotes de mando.

No obstante, ya era demasiado tarde para reaccionar. Lo que tenía que hacer ahora era proceder con la cordura que no tuvo antes. Ante todo, había que mantener el secreto de la huida de la
San Antonio
. Era preferible que la gente no supiera la verdad, incluso aunque cundiera el temor entre los marineros supersticiosos de que la pérdida de la nave se debía a causas sobrenaturales. Tenía que acallar esos rumores, pero sin recurrir a medidas demasiado rigurosas que pudieran enfurecer los ánimos en vez de calmarlos... Por su cabeza no dejaba de rondar lo que acaecería una vez en España a la llegada de la
San Antonio
.

Indudablemente, lo primero que le achacarían sería su despotismo y su desprecio por la opinión de sus subordinados. Tenía que actuar de forma que esto no fuera tan palpable. Un escrito de sus oficiales dando sus opiniones podría servir.

El capitán general se sentó a la mesa, cogió papel y pluma para escribir una nota a todos sus marinos, empezando por la
Victoria
.

Yo, Fernando de Magallanes, caballero de la Orden de

Santiago y capitán general de esta armada que S. M. envía al descubrimiento de la especiría. Hago saber a vos,

Duarte de Barbosa, capitán de la nao
Victoria
, y a los pilotos, maestres y contramaestres de ella, por cuanto soy hombre que nunca deseché el parecer y consejo de ninguno de entre vosotros; antes bien, todas mis cosas son platicadas y comunicadas generalmente con todos. Por todo lo cual, os ruego y encomiendo que, todo aquello que sentís que conviene a nuestra jornada, así de ir delante como

de volvernos, me deis vuestros pareceres por escrito, cada uno de por sí declarando las razones y el porqué debemos ir adelante o volvernos, no teniendo temor

a cosa por decir la verdad; con las cuales razones y

pareceres daré el mío, y determinación para tomar

conclusión en lo que hemos de hacer.

Hecho en el canal de Todos los Santos, enfrente del

río del Isleo, en cuarta feria, veintiuno de noviembre en cincuenta y tres grados de mil quinientos y veinte años.

Las respuestas de sus oficiales fueron tan ambiguas como confusas. Unos dudaban que pudieran llegar a las Molucas por el océano Pacífico, otros aconsejaban seguir adelante hasta mediados de enero, para luego virar en redondo y volver a España. Sólo había una cosa en común en todas las respuestas: las tripulaciones estaban medio exhaustas y los barcos en mal estado; los pilotos aconsejaban no navegar de noche por mares desconocidos.

Magallanes guardó cuidadosamente las cartas en un pequeño cofre. Todas las opiniones de sus oficiales le importaban muy poco, lo único que le interesaba era demostrar que siempre consultaba con sus subordinados, en contra de lo que pudieran decir en España Gómes y los suyos.

La voz del vigía rompió el silencio de la mañana:

—¡Se acerca una piragua!

Ante este extraordinario anuncio, la dotación completa se agolpó sobre la barandilla de babor, aunque todavía no se divisaba nada. La piragua navegaba por medio del canal sin haberse apercibido todavía de su presencia, oculta por un recodo del canal.

—Media docena de hombres bogan en ella completamente desnudos

—informó el vigía—. Del interior de la canoa sale una columna de humo.

Magallanes pensó que iban en busca de aquellas abundantísimas sardinas.

En su deseo de interrogar a aquellas gentes, mandó a Espinosa con varios hombres armados en un bote.

—Ocultaos en la orilla del canal y dejad pasad a los salvajes, así podréis cortarles la retirada si es preciso. Trataremos de ofrecerles algunos regalos si su intención es amistosa; si ofrecen resistencia, les haremos prisioneros por la fuerza.

Ignorando todavía la presencia de las naos, los aborígenes seguían avanzando, cuando, de pronto, al doblar un recodo del canal, aparecieron a su vista las naos enormes, amenazadoras. Los nativos dejaron de remar estupefactos.

¿Cómo era posible que existieran casas flotantes tan grandes, con palos tan largos y cordajes tan complicadísimos? Y los hombres blancos, ¿quiénes eran? Con unas ropas tan raras y unas barbas negras que les tapaban casi toda la cara... Cuando todavía no habían salido de su asombro, vieron que se les acercaba el bote de Espinosa. Llenos de pavor se arrodillaron, apoyando las manos en el fondo de la piragua al tiempo que hacían una reverencia tan profunda que sus frentes tocaban en él. Sin duda se trataba de dioses...

Espinosa no demostró miramiento alguno por tal adoración. Recogió todos los cuchillos de pedernal que llevaban en la cintura y remolcó la piragua hasta la
Trinidad
.

Entre los nativos había cuatro mujeres, a las que Magallanes regaló peines de metal, al que parecía el jefe, un espejo y una campanilla a cada hombre.

Ellos eran corpulentos y bien formados, de piel cobriza, tenían las caras pintadas con círculos rojos y blancos y las piernas cubiertas de listas rojas. Los hombres iban totalmente desnudos, mientras las mujeres sujetaban a la cintura pieles de foca. Despedían todos un olor insoportable por ir embadurnados de aceite de pescado para protegerse del frío.

—Traed unos peces asados —ordenó Magallanes.

Apenas hubieron aparecido dos marineros con lo pedido, los salvajes los engulleron vorazmente, aunque, a juzgar por sus gestos, nunca los habían probado condimentados de tal manera. Indudablemente, los preferían crudos. Por medio de la mímica dedujeron los navegantes que sus alimentos se basaban en moluscos, aves marinas y alguna caza menor. Dedujeron que en las tierras del otro lado del canal, es decir, en Patagonia, habitaban unos hombres feroces, vestidos de pieles, y que estos nativos nunca osaban pasar a ese lado del canal atemorizados por la belicosidad de sus habitantes.

A la llegada de la noche, después de tan abundante comida, los nativos se quedaron dormidos en el castillo de popa sobre la dura y empapada cubierta.

Aprovechando esto, Magallanes mandó izar la piragua con todos sus remos, cuchillos e instrumentos de pesca en el castillo de proa.

Ante el desconcierto de todos, cuando las primeras luces del alba iluminaron la cubierta, no había rastro de los aborígenes. Tanto la guardia de abordo de la
Trinidad
como la de los otros barcos aseguraron que no habían visto ni oído nada. Magallanes decidió no castigarlos, pero, temeroso de que los fugados preparasen un ataque en gran escala, reforzó la vigilancia y dictó órdenes terminantes y amenazó con fuertes castigos a los que se durmieran.

Como todavía les quedaban dos días para terminar de salar y ahumar el pescado, Espinosa y Carballo saltaron a tierra con unos hombres para emprender una cacería. Aunque encontraron abundantes huellas de guanacos, se tuvieron que contentar con algunas aves parecidas a la avutarda.

Por fin, el día 23 de noviembre, Magallanes anunció su decisión de proseguir el viaje. Una vez más, reunió a toda la dotación en la
Trinidad
.

—Después de consultar con todos los oficiales —declaró desde lo alto del castillo de popa—, he decidido continuar el viaje. Navegaremos por el Mar del Sur con el mismo éxito con el que hemos llegado hasta este estrecho. La Divina Providencia nos llevará a las Molucas, donde nos esperan la fama y las riquezas.

»Mañana por la mañana, el padre Valderrama oficiará la Santa Misa y después de una confesión general todos comulgaremos para estar en gracia de Dios en esta nueva singladura.

A la mañana siguiente, los tres buques levaron anclas y la pequeña flota enfiló el estrecho sin detenerse, pues no había sitio seguro de fondeo. La costa, sin embargo, empezaba a hacerse más acogedora. La tripulación vio por primera vez unos peces «voladores», de cuyo «vuelo» Pigafetta tomó cumplida nota.

Es curiosa la caza de algunos peces —escribió en su diario—, que al verse perseguidos salen del agua, despliegan las aletas natatorias, que son lo bastante largas como para servirles de alas, y vuelan a distancia de un tiro de ballesta volviendo en seguida a caer en el agua, en tanto las aves, guiadas por la sombra, los persiguen, y en el momento que se zambullen de nuevo en el mar, los atrapan y engullen.

El día 28 llegaron a un promontorio que avanzaba su mole sobre un mar inmenso.

El agua era de un azul intenso y se veía apenas agitada por alguna blanca ola... ¡El Mar del Sur!

La dotación al completo se asomó a cubierta para contemplar el mar que bañaba no sólo las islas de la especiería, sino también Cipango, China y cientos de países que les brindaban sus riquezas ignoradas. Magallanes, en lo alto del castillo de popa, contemplaba con ojos enrojecidos el mar que le ofrecía los tesoros que podría llevar al rey de España. Demostraría a todos los que le tacharon de loco y visionario que era en realidad un genio. En su mente daba gracias a Dios por haberle protegido y guiado con su bondad.

Llamó al contramaestre Francisco Albo.

—Haced señas a las otras dos naves para que se pongan a nuestra altura

—después se volvió al Padre Valderrama, quien contemplaba ensimismado el increíble espectáculo junto a Pigafetta—. Os ruego, padre, que bendigáis la escuadra y este mar desconocido.

—Muy bien —respondió el dominico—. Me pondré los sagrados ornamentos.

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