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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (24 page)

BOOK: Los navegantes
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—Lo primero que tenemos que decidir —dijo el clérigo acercándose a las llamas— es qué hacer. Si analizamos fríamente la situación, sólo hay dos posibilidades: quedarse o irse. Como no tenemos barco alguno, si decidimos irnos tendrá que ser por tierra hacia el norte, en busca de lugares más cálidos.

—Si nos vamos de este lugar nunca nos encontrará una expedición de rescate —masculló Cartagena.

—Exacto. Por otro lado, también sabemos que más al norte hay tribus caníbales, como vimos en la desembocadura del Solís.

El hidalgo español sintió un escalofrío recorriéndole la espina dorsal.

—No quisiera terminar como lo hizo Solís...

—Entonces... ¿nos quedamos, y que sea lo que Dios quiera? —preguntó Pedro Sánchez de la Reina.

—Nos quedamos.

—Recordemos también los inconvenientes —dijo el cura—. Aparte del obvio, que es luchar contra el frío siete meses al año, tarde o temprano tendremos que vérnoslas con los patagones.

—¡Los patagones! —repitió el veedor sin terminar de entender.

—Sí, los patagones. Acordaos que Magallanes se llevó a dos de ellos por la fuerza, aparte de intentar robarles también a alguna de sus mujeres.

—¡Vendrán a vengarse! —exclamó mecánicamente Cartagena.

—Me temo que sí. Quizá tengamos que pagar justos por pecadores.

—¡Dios mío! ¿Qué haremos?

—Mucho me temo que poco podemos hacer sobre eso. Lo que sí podemos hacer, y mucho, es organizar nuestra vida aquí.

—¡Organizar nuestra vida aquí! —repitió el hidalgo como si el significado de las palabras costara abrirse paso en su mente.

—¡Sí! —dijo el clérigo—, ya sabéis... planear nuestras necesidades y proveer por ellas.

—Queréis decir, cazar y todo eso...

Pedro Sánchez de la Reina asintió.

—Entre otras cosas, como puede ser ir a por leña y agua...—y derribar esos horribles cadalsos —murmuró Cartagena con un escalofrío.

—Y derribar los cadalsos —repitió el sacerdote—. Daremos cristiana sepultura a los restos de Gaspar de Quesada y Luis de Mendoza. Luego usaremos la madera de los patíbulos como leña.

Las cuatro naves fondearon en la bahía de Santa Cruz el 26 de agosto, en espera de que finalizara el invierno. Mientras tanto, la dotación se dedicó a recuperar la artillería y el cargamento de la
Santiago
; cazar focas y curtir sus pieles, así como aves marinas cuyas carnes ahumaron. También pescaron abundantes y enormes peces de dos pies y medio de largo, que conservaron en barriles de sal. Repostaron agua y leña y dieron los últimos retoques a los cascos y aparejos.

Faltaba ya poco tiempo para iniciar una vez más la navegación, pero había una persona que no estaba satisfecha con el rumbo de los acontecimientos.

El portugués Esteban Gómes, que seguía considerando que Magallanes le había usurpado el mando de la expedición, reunió en secreto a los oficiales. Una idea había estado rondando por su cabeza en los últimos meses y consideró que había llegado la ocasión de exponerla.

—Como sabéis —empezó mirando a su alrededor—, hemos llegado a un punto del viaje en el que puede ser un suicidio colectivo seguir adelante. El paso no se ha descubierto, y lo más probable es que no exista. Los primeros síntomas de enfermedades se han empezado a manifestar en algunos tripulantes. Yo propongo modificar la ruta del viaje. Queremos ir a las Molucas, pues bien, vayamos a las Molucas pero por el este en lugar de por el oeste, sin dejar los 50

grados de latitud sur; con esto podremos alcanzar las ansiadas islas de las especias sin tropezar con barco portugués alguno.

Durante unos instantes nadie rompió el silencio. La propuesta tenía sus pros y sus contras.

—Recogeríamos a Cartagena en el camino de vuelta y seguiríamos el viaje bajo su mando —siguió diciendo Gomes.

Las miradas de unos y de otros evidenciaban lo encontrado de sus pensamientos. Evidentemente, el verse bajo las órdenes del veedor de la expedición no atraía a la mayoría de ellos. Después de los acontecimientos pasados, Cartagena estaba lejos de gozar del prestigio que un capitán necesitaba para llevar a cabo una aventura semejante. Además, ¿quién les garantizaba su integridad? Quizás el noble castellano vengase la ofensa recibida poniéndoles a todos en el cepo, o acaso incluso condenándolos a muerte.

Espinosa fue el primero en hablar:

—Creo que el riesgo es mayor haciendo ahora lo que decís que esperando a ver cómo se desarrollan los acontecimientos. Al fin y al cabo, si no encontramos el paso pronto, no habrá otro remedio que tomar alguna determinación.

—Creo que Espinosa tiene razón —intervino Elcano—. Primero tenemos que ver si verdaderamente hay algún paso. En caso contrario, podemos sugerirle a Magallanes ir por el este al mismo sitio.

Aunque la reunión no le había pasado desapercibida a Magallanes, y pronto tuvo noticia de lo que se había tratado, no tomó acción alguna y dejó que los acontecimientos siguieran su curso.

Antes de abandonar el río de Santa Cruz, Magallanes ordenó desembarcar a todos los tripulantes y armar una tienda de campaña para que en ella se confesaran y, tras una solemne misa oficiada por el padre Valderrama, todos comulgaron. Poco después, la voz de Magallanes tronó por encima del silbido del viento y el chapotear de las naves:

—¡Largad trapo! ¡Levad anclas!

Era el 18 de octubre de 1520. En la
Trinidad
se lanzaron las gavias con destreza y se cazaron las escotas; la nave empezó a ganar velocidad con su proa apuntando al sur, seguida de la
Concepción
a un cable de distancia por sotavento.

El fuerte viento contrario hacía que el avanzar resultara penoso. La flotilla exploró dos bocas que resultaron pertenecer a un río con la consiguiente desilusión acostumbrada que, por repetida, ni siquiera decepcionaba.

El navegar monótono y tedioso continuó, hasta que al tercer día, el 21, se presentó ante su vista un cabo. Como de costumbre, lo denominaron con la festividad del día, que era la de las Once Mil Vírgenes. Al doblar su punta, los navegantes se encontraron con una amplísima bahía de oscuras y tranquilas aguas.

Al fondo de la costa, formada por altos acantilados, se destacaban unas cimas cubiertas de nieve. Aquel paisaje, iluminado por un sol sin fuerza, semiapagado, tenía, de puro severo, algo de siniestro. Magallanes se dispuso a reconocerla al igual que las anteriores. Sin embargo, dudaba, pues a simple vista parecía que se trataba de una bahía cerrada y el viento, que soplaba bonancible, resultaba favorable para navegar hacia el sur. Además, dada su anchura, el reconocimiento detenido del lugar les exigiría varios días. Los capitanes y pilotos solicitaron una reunión en la
Trinidad
en la que Barbosa, Mesquita y Serrao se manifestaron abiertamente en contra de tal reconocimiento, pese a ser partidarios incondicionales de Magallanes, más todavía, Gómes, que quería emprender la ruta del este a toda costa.

—Con unas montañas tan altas y escarpadas es imposible que haya un paso aquí —expuso Mesquita.

—Parece más bien un fiordo noruego o una ría gallega —declaró Barbosa.

—Creo que ya hemos perdido bastante tiempo en búsquedas y sondeos —

dijo por su parte Serrao.

—¡Vayamos a las Molucas por el este! —exclamó Gómes.

—Exploraremos cada uno de los recodos de la bahía —dijo firmemente Magallanes—. Mañana por la mañana, con la primera luz, Mesquita al mando de la
Concepción
y Serrao en la
San Antonio
os adentraréis todo lo que podáis y haréis un reconocimiento a fondo. Os daremos un plazo de cinco días. Mientras tanto, Barbosa en la
Victoria
y yo en la
Trinidad
costearemos la bahía.

Según se iba acercando la noche, un viento fuerte empezó a soplar del este levantando una fuerte marejada que hacía bambolearse a los buques anclados en la bahía. Esa noche Magallanes tuvo una visita inesperada. Maestre Pedro, a quien habían obligado a embarcarse por la fuerza en las islas Canarias, llamó a su puerta. Sorprendido, al capitán general le invitó a pasar.

—Bien, maestre Pedro, ¿a qué debo vuestra visita?

El piloto portugués, que había permanecido invisible hasta entonces, daba síntomas de encontrarse incómodo. Evidentemente, le había costado dar aquel paso.

—Teníais razón —dijo por fin.

—¿En qué? —preguntó Magallanes.

—Yo estuve aquí hace ya casi veinte años.

—¿Estuvisteis en esta bahía?

El piloto dudó un momento, pero por fin asintió.

—Sí. Era ésta, sin duda. Una terrible tempestad que duró dos semanas nos arrastró a estas latitudes, sin que supiéramos dónde estábamos. Perdimos todos los instrumentos de navegación y no pudimos tomar la latitud ni mucho menos la longitud.

El corazón de Magallanes parecía que se le iba a salir del pecho.

—¿Encontrasteis el paso?

—Mientras estuvimos reparando las averías del barco, unos marineros descubrieron un paso muy angosto de agua salada que indudablemente daba al otro mar.

—¡Al Mar del Sur! —exclamó Magallanes.

—Sí, al Mar del Sur —repitió el piloto.

—¿No os internasteis en él?

—No. Es más, nos prohibieron bajo pena de muerte y confiscación de nuestros bienes el mencionarlo jamás. Vos sabéis perfectamente que a Portugal no le interesaba en absoluto que se pudiera ir a las Indias por el oeste. Además, como digo, no teníamos instrumentos para saber dónde estábamos.

—Así que el mapamundi de Martín Behaim, tan celosamente guardado en la tesorería del rey de Portugal, estaba en lo cierto.

—Sí

—Bien —dijo Magallanes levantándose y poniendo una mano sobre el hombro del maestre—, os agradezco lo que acabáis de hacer. Esto quedará en secreto entre nosotros dos. Nadie sabrá jamás que esta conversación ha tenido lugar.

—Gracias —dijo el piloto dirigiéndose hacia la puerta.

Las dos naves exploradoras comenzaron a internarse, con gran descontento de sus hombres, por una ría más, y las otras dos comenzaron su inspección costeando la enorme bahía. El viento de la noche anterior se había convertido en un fuerte huracán con vientos rolando este, y las olas se levantaban tan altas y violentas que la
San Antonio
y la
Concepción
tenían que emplearse a fondo para impedir ser violentamente arrojadas contra los altos acantilados.

Mientras tanto, la
Trinidad
y la
Victoria
, tras ímprobos esfuerzos, habían conseguido guarecerse al amparo del cabo de las Once Mil Vírgenes, pero el viento era tan violento que las anclas garreaban y Magallanes decidió largar lona y salir al mar abierto, donde pronto perdieron de vista a la
Victoria
.

Por la mente del capitán general cruzaban un sinfín de encontrados pensamientos. ¡EI triunfo estaba tan cerca y, sin embargo, tan lejos! Todo hacía prever que las naos exploradoras se habían estrellado contra los acantilados, y que también la
Victoria
se había perdido. ¡La destrucción de toda la armada parecía segura! ¡La muerte de tan crecido número de hombres...! Y, ¿cómo seguir hasta las Molucas con un solo barco? ¡Qué regreso tan triste! ¡Vencido, culpable del desastre, fracasado! Sus hombres le acusarían de haber desoído las peticiones de los capitanes españoles, cuyas exigencias eran fundadas. Y él, lejos de oír sus peticiones les había castigado severísimamente, incluso con la muerte. Mejor sería que el mar tragara también a la
Trinidad
antes de volver deshonrado. ¡Si al menos si pudiera encontrar el paso...!

Al segundo día, la borrasca comenzó a amainar, y cuando se hizo la luz del día, el vigía anunció que en el horizonte se divisaba la
Victoria
. Para alivio del capitán general, antes de la puesta del sol ambas naves fondeaban de nuevo en la bahía de las Vírgenes, y durante los dos días siguientes se dedicaron a buscar los restos de las otras dos naos, que daban por estrelladas en las rocas.

—¡Capitán, capitán! —la voz del joven grumete rompió el silencio que envolvía abrumadoramente a ambos barcos—. Veo humo. Un penacho de humo se eleva tres grados a babor.

Todas las miradas se dirigieron hacia donde señalaba el vigía.

Efectivamente, una columna de humo se elevaba entre las montañas. Aquello significaba que, por lo menos, había algún superviviente. Había que recogerlos cuanto antes.

La
San Antonio
y la
Concepción
se habían adentrado en lo que ellos consideraban una ría cuando estalló la tormenta con un viento fuerte del este que no les permitía maniobrar para dar la vuelta. A ambos lados se levantaban amenazadores altos acantilados. No conseguían imponerse al huracán que les zarandeaba a su placer. La amenaza de estrellarse contra las riberas rocosas era continua. Cuando ya desesperaban de poder salir de aquel infierno y se daban por perdidos, muy cerca del fondo del embudo una fuerte corriente les empujó hacia un angosto canal. Era una boca minúscula. En ese estrecho canal se adentraron y siguieron su avance, siempre con el inminente peligro de chocar contra las rocas.

Por fin llegaron a otra bahía, al fondo de la cual había otro estrecho que a su vez conducía a otra bahía mucho más ancha que las anteriores.

Tanto Serrao como Mesquita mandaron hacer varias pruebas de agua, para ver si la salinidad decrecía conforme se alejaban del océano. Un marinero echó un cubo al agua y se lo acercó a Serrao.

—¡Está salada! —exclamó éste alborozado—. ¡Tan salada como en pleno mar!

En la otra nave Mesquita había ordenado hacer lo propio con idéntico resultado. Ambos capitanes se hicieron señas locos de alegría.

—¡No es un río! —gritó Mesquita.

—¡No lo es! —respondió Serrao—. La corriente ascendente es parecida a la descendente. Esto prueba que la corriente en bajamar no está reforzada por el caudal de un río.

No había duda. La corriente en el estrecho no era una corriente fluvial.

¡Tenía forzosamente que haber un paso que comunicara los dos océanos! ¡El Mar del Sur! ¡El paso había sido encontrado!

Debían regresar para informar a Magallanes.

Los tripulantes no cabían en sí de gozo. Se produjo una terrible barahúnda durante la cual las dos naves se convirtieron en una especie de manicomio. Unos saltaban, otros palmoteaban, éstos caían de rodillas dando gracias al Altísimo, aquéllos se abrazaban efusivos, riendo y llorando de alegría, mientras los grumetes se perseguían alborozados trepando ágilmente por las jarcias.

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