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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (28 page)

BOOK: Los navegantes
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—¿Por qué no dio Magallanes satisfacción a los capitanes españoles y les hizo partícipes de sus planes? —preguntó Ibarrola.

Mesquita fue tajante al respecto:

—Magallanes estaba convencido desde el principio de que lo único que pretendían los capitanes era saber dónde estaba el paso. Una vez conocido esto, le matarían sin piedad.

—Estáis acusado de usar una gran crueldad para con los sublevados, a los que mantuvisteis encadenados durante meses en condiciones infrahumanas. ¿Qué tenéis que decir al respecto?

Álvaro de Mesquita palideció.

—Sólo obedecí órdenes. Magallanes destituyó a Espinosa por ser demasiado blando con ellos. Yo me limité a hacer lo que se me ordenaba.

—Lo cual incluía hacerlos trabajar en agua helada durante diez horas diarias y darles medias raciones...

—Alguien tenía que hacer el trabajo, y escaseaban las provisiones...

—Bien —prosiguió Rodríguez de Fonseca—, ¿pidió Magallanes alguna vez el parecer de los capitanes sobre lo que había que hacer?

El portugués asintió.

—Cuando descubrimos el paso, el capitán general reunió a los oficiales y les preguntó por sus pareceres.

—¿Y qué pensaban ellos?

—La mayoría estaba por no aventurarse en una nueva singladura.

—¿Les hizo caso Magallanes?

—No. El capitán general tenía sus propias ideas.

—¿Estábais dispuesto a seguirle, a pesar de no estar de acuerdo con ellas?

—Sí. Fernando de Magallanes es un buen navegante y sabrá encontrar la ruta a las Molucas.

—¿Aunque con ello arriesgue la vida de toda la dotación?

—Él siempre está dispuesto a arriesgar la suya propia antes que nadie.

—¡Ya! La última pregunta: ¿Consideráis traición lo que Gómes, Guerra, Chinchilla y Angulo hicieron con la
San Antonio
?

—Sí. Dejaron desprovistos a las otras tres naves de muchas de las cosas que les resultarán necesarias para la singladura. La
San Antonio
era la que más provisiones llevaba. Además, han restado cincuenta y cinco hombres a una empresa en la que harán falta todos y cada uno de ellos.

—Gracias, Álvaro de Mesquita. Se os comunicará nuestra decisión.

Mientras tanto, permaneceréis en el barco bajo custodia.

La decisión de los oficiales de la Casa de Contratación tardó en llegar. La decisión no era fácil. Además, hasta la vuelta del resto de la expedición y del propio Magallanes, había muchas cosas que no estaban claras.

—Tenemos que tomar una determinación harto difícil —suspiró Rodríguez de Fonseca—. ¿Cómo saber quién tiene razón? Si es que alguien la tiene...

Juan López de Recalde, uno de los decanos de la Casa, sacudió la cabeza totalmente desprovista de pelo.

—A mí me parece que las dos partes tienen algo de razón y de culpa.

—Efectivamente —dijo Ibarrola acariciándose el mentón—, aunque, en el fondo, quizá la mayor culpa la hayamos tenido nosotros, aquí en la Casa de Contratación. No se puede nombrar a dos jefes en la misma expedición. Tarde o temprano tienen que chocar.

—Y; por lo que parece, la cizaña que sembró el embajador portugués empezó a dar sus frutos a su debido tiempo...

Andrés de Toledo apoyó los codos en la mesa y se pasó el dedo índice por los labios.

—No podemos dar un veredicto final hasta haber escuchado a Magallanes, y todavía pasará algún tiempo antes de que vuelva.

—Si es que vuelve —exclamó Ibarrola.

—Indudablemente, los que se apoderaron de la
San Antonio
y dejaron a sus compañeros escasos de provisiones merecen un castigo —dijo Rodríguez de Fonseca.

—No menos castigo merece Mesquita por su crueldad con unos hombres que se limitaron a cumplir con su deber —replicó Antonio de Bustamante.

Después de un silencio, Rodríguez de Fonseca miró a su alrededor.

—Tened la merced de levantar la mano los que estén por el encarcelamiento de Mesquita y la confiscación de sus bienes hasta la vuelta de la expedición.

Sólo hubo dos votos en contra.

—Escribano —dijo Rodríguez de Fonseca dirigiéndose a un hombre delgado y pálido que se afanaba en tomar nota de todo lo que tenía lugar en la reunión—, servíos levantar acta de lo que se acaba de decidir.

—¿Y sobre los cabecillas de la sublevación?

La pregunta venía del más joven de los presentes, Juan de Alcarria.

—Vuelvo a pedir vuestro voto —dijo gravemente el decano de la Casa de Contratación mirando a su alrededor.

Esta vez sólo una mano no se alzó.

—Bien —exclamó Rodríguez de Fonseca—, tomad nota, señor escribano.

Esteban Gómes, Hierónimo Guerra, Joan de Chinchilla y Francisco de Angulo deberán ingresar en la prisión de Burgos, en espera de un nuevo juicio que tendrá lugar a la vuelta de la expedición.

—¿No creéis que los bienes de Magallanes deberían ser embargados, al igual que los de Mesquita? —propuso Juan de Alcarria.

El decano de la Casa movió la cabeza negativamente

—¿Embargar los bienes del capitán general de la Armada elegido por el mismo rey?

—Un capitán general que se atrevió a abandonar a su suerte a un hidalgo español que tenía la misma categoría que él en el mando y que, según parece, no cumplió lo que le ordenó su majestad.

Rodríguez de Fonseca se rascó la barba preocupado.

—Someteremos a estrecha vigilancia a su familia.

CAPÍTULO XV

EL MAR DEL SUR

Las tres naves no tardaron en encontrar una corriente de aire polar que soplaba hacia el norte, con lo que los barcos ganaron velocidad y pronto el clima fue tornándose más benigno. En el paralelo 47 grados sur, dieron vista a un promontorio que se adentraba en el mar al que denominaron Tres Montes.

El navegar seguía tedioso, con una monotonía que llegaba a deprimir. Las cartas de navegación que llevaba Magallanes indicaban que la costa occidental del Nuevo Mundo se unía con la oriental asiática a unos 35 grados de latitud sur. Era, pues, necesario continuar rumbo norte hasta dar con tales tierras. Se avanzaba, sin embargo, sin vislumbrarse la menor señal de ellas.

Magallanes varió el rumbo al noroeste sin que por ello cambiasen las condiciones de navegación, que hacían que los hombres se volvieran irritables y muchas discusiones degeneraran en disputas. Espinosa puso sobre aviso a Magallanes.

—Las pendencias son cada vez más frecuentes, capitán. Creo que los hombres necesitan un poco de acción.

El portugués fijó los ojos en un mar intensamente azulado que reflejaba unos cegadores rayos de sol.

—¿A qué os referís, Espinosa?

—He estado pensando que Andrés de Bristol podría enseñarles a usar los cañones. Eso les mantendría ocupados parte del día. Y además, nos puede venir bien en cualquier momento.

Magallanes asintió.

—Efectivamente, aunque por otro lado el ejercicio hará que se consuman más víveres y sobre todo más agua.

—Quizá, pero...

—Tenéis razón, Espinosa. Haremos que los hombres aprendan el manejo de los cañones y practiquen el asalto a otras naves. Vos os encargaréis de esto último.

A partir de ese día, el jefe de los bombarderos, el único inglés que iba en la expedición, se convirtió en el hombre más ocupado de la dotación. Durante toda la mañana se dedicó a enseñar a unos hombres apáticos el manejo de cañones y lombardas; primero en una nave y luego en las otras. Por la tarde, era Espinosa el que se encargaba de dividir a los marineros en grupos, unos de atacantes y otros de defensores. Sin embargo, los hombres, hastiados, con el ánimo decaído, cumplían las órdenes de forma indolente.

Magallanes lo contemplaba todo impávido, atento a la más pequeña insignificancia, y firme en su puesto. El capitán general llevaba la misma durísima vida de la dotación, no se permitía ni el menor descanso, ni el menor lujo.

En la
Concepción
, Juan Sebastián Elcano se reunía a menudo con Andrés San Martín y el cirujano Hernando de Bustamante en el castillo de popa al anochecer, bajo las mismas estrellas de siempre, frías y calladas. Bustamante era el que peor lo soportaba.

—¡Es terrible! —gruñó—. ¡Es un martirio cruel, una monotonía en un silencio de muerte! Este mar maldito es como un espejo azul, invariable, siempre el mismo cielo candente, sin una nube, el aire mudo; siempre la misma anchura, la misma redondez del horizonte. Siempre la misma nada azul inmensa en unos barcos insignificantes, los únicos objetos que se mueven en medio de la horrible inmovilidad. Siempre la misma luz cegadora de un sol implacable para ver las mismas velas, el mismo mástil, la misma cubierta, la misma áncora, los mismos cañones. Siempre el mismo olor a podrido de lo que se corrompe en las entrañas de los barcos. Siempre, mañana y tarde, los mismos encuentros, las mismas caras que día tras día van languideciendo en una callada desesperación.

Juan Sebastián Elcano sonrió levemente ante la perorata del cirujano.

—Está visto que no sois marino.

—Evidentemente, no —suspiró el viejo emeritense—. Esta será, sin duda, la primera y última vez que me embarque. Pero no me digáis que disfrutáis con esta calma tan horrible.

—Desde luego, este mar no se parece en nada a lo que estamos acostumbrados; ni una ola, ni una ave. Por no haber, no hay ni siquiera peces.

—Eso es lo que me preocupa —exclamó Elcano apoyándose en la borda y escudriñando el oscuro mar debajo—. Tenemos las redes echadas de barredera y todos los anzuelos disponibles cebados, y, sin embargo, apenas hemos pescado nada desde hace un mes.

—Pues desde mañana nos espera una nueva reducción en las raciones, además de que el vino ya se ha agotado.

—Si no encontramos pronto tierra —gruñó el cirujano—, la tripulación se va a diezmar.

—¿A qué se debe esa enfermedad que está atacando a muchos marineros?

—preguntó San Martín.

—No tengo ni idea —declaró Bustamante—, pero es evidente que tiene mucho que ver con la dieta, o más bien, con la falta de algún elemento necesario para la vida.

—Yo había oído hablar de esta enfermedad, creo que los portugueses la llaman escorbuto, pero nunca la había visto —dijo Elcano—. Sólo se produce en los viajes largos.

—Lo curioso es —musitó el viejo cirujano— que la marinería es la que más la sufre.

—Pues todos comemos lo mismo —replicó San Martín.

—No del todo —terció Elcano—, los oficiales tenemos derecho a un diente de ajo diario, cosa de la que no disfruta la tripulación.

El emeritense asintió.

—Los ajos tienen propiedades medicinales conocidas desde hace miles de años; bien pudiera ser eso lo que nos salva de momento de ese terrible mal.

Como había dicho San Martín, los víveres se vieron reducidos todavía más al día siguiente, además de que el vino se había terminado, y ésa era una privación que lindaba en lo insoportable para un marinero. En la mesa de los capitanes todavía se disponía de higos, pasas y ajos, pero la tripulación se tenía que conformar con galleta, carne ahumada correosa de aves marinas y algo de pescado salado. El agua, caliente y corrompida, apenas servía para mitigar un poco la sed terrible que les atormentaba día y noche.

Los hombres se demacraban más y más según pasaban los días. En los barcos, ya sólo había esqueletos vivientes que apenas podían moverse.

El 24 de enero de 1521, a los dos meses de navegar en aquel mar Pacífico, el vigía de la cofa de la Trinidad gritó con voz quebrada por la emoción.

—¡Tierra! ¡Tierra...!

De repente pareció como si todos los dolores, sufrimientos y angustias pasados hubieran desaparecido como por arte de magia. ¡El Moluco, por fin! ¡Las riquezas! ¡Las especias! Se volvieron a repetir las escenas de júbilo que tuvieron lugar al descubrir el paso.

Sin embargo, según se iban acercando a tierra, pudieron comprobar que se trataba sólo de un pequeño islote. De todas formas, en tierra se podría encontrar caza, agua, leña...

Después de algún tiempo, el sondero de la
Trinidad
encontró un bajo. Se echaron las anclas, se aferraron las velas, y pronto el bote de la nave capitana saltaba los rompientes y llegaba a la costa.

Los marineros desembarcaron entre gritos de júbilo, saltos, bailes y abrazos. Pero su alegría duró poco. La isla era un atolón redondo constituido por el cráter de un antiguo volcán, en cuyo centro había una laguna de un agua verdosa, salada.

Magallanes mandó a todos los hombres disponibles a explorar la recién bautizada isla de San Pablo. En el atolón no había otra cosa más que aves marinas, que parecían desconocer al hombre, pues no huían de los marineros cuando éstos se aproximaban para atraparlas. Aunque no había animales terrestres, abundaban, sin embargo, los nidos, cuyos huevos presentaban un manjar delicioso para aquellos hombres famélicos. Tampoco hallaron agua potable, ni leña.

Durante cuatro días, la tripulación se dedicó a la captura de toda clase de aves, así como a la pesca de tiburones. La carne de estos escualos; aunque casi incomestible, fue salada lo mismo que la de los volátiles.

Durante el cuarto día se empezaron a reunir negras nubes en el cielo azul.

—¡Extended todas las velas de repuesto! —ordenó Magallanes—.

Recogeremos toda el agua que podamos.

El pequeño aprovisionamiento vino a reforzar la dieta alimenticia y dio ciertos bríos a los marineros. Mitigadas un tanto sus privaciones, las naves siguieron su rumbo hacia el nor-noroeste con brisa de popa.

Una semana más tarde se perfiló ante ellos otra nueva isla. Como la anterior, era un atolón deshabitado, con mucha vegetación y abundantísimas aves.

Sin embargo, lo que más alegró el corazón de los marineros fueron las palmeras, donde se apretaban grandes racimos de cocos.

—Buscaremos un fondo para anclar —exclamó Magallanes—. La
Concepción
y la
Victoria
navegarán rodeando la isla por el este y nosotros iremos por el oeste. El que encuentre fondo disparará un cañonazo.

No hubo ningún cañonazo a lo largo del día; las tres naves surcaron lentamente la costa acercándose lo más posible a los peligrosos arrecifes, pero, para desesperación de todos, las punzantes rocas de coral parecían brotar de los abismos como si se tratase de profundos acantilados.

En la
Concepción
, Juan Sebastián Elcano se hallaba asomado en la proa escudriñando las aguas junto con el sondeador. Cerca de ellos, Andrés San Martín usaba la aguja y el astrolabio para tomar nota de la longitud y latitud del atolón.

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