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Authors: Curtis Garland

Tags: #Intriga, #Terror

Los niños diabólicos (2 page)

BOOK: Los niños diabólicos
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—¿El señor Skeggs? —indagó curiosa Vera, saboreando aquel sabroso caldo de ave que lograba reconfortar su aterido estómago.

—Sí, el oficial del juzgado de Nottingham. Es un buen hombre, pero debe cumplir con su obligación. Llegó aquí esta misma tarde con la orden judicial de embargo. Debemos abandonar esto en veinticuatro horas. Al señor Steele le afectó mucho eso. Subió a su despacho, se encerró allí, pensamos todos que a meditar y acabar aceptando la decisión inapelable del juez comarcal. Cuando vimos que tardaba, acudimos a ver si le ocurría algo. No respondió. Entonces, Eric… Eric es el criado que la atendió, nuestro mayordomo, jardinero y mozo de tareas diversas, todo en una pieza… Entonces, como le decía, Eric pensó en salir a la fachada y caminar por la cornisa hasta la ventana del señor Steele, que estaba entreabierta. Le halló dentro, sentado a su mesa…, sin vida.

—¿Suicidio?

—No parece. No había tabletas ni veneno alguno por allí cerca. Tampoco huellas de violencia física. Simplemente, el corazón se le había parado. Un colapso, supongo. Pobre señor Steele…

—¿Dónde está ahora su… su cadáver? —preguntó aprensiva la joven, dejando la taza medio vacía sobre la mesa de rústica madera de la cocina.

—En la capilla, claro. Con los niños.

—¿Los niños?

—Sí. Nuestros pupilos —el rostro de la señora Dates se dulcificó—. Pobrecillos… Están muy afectados. Querían mucho al señor Steele…

—¿Qué será de ellos ahora?

—Lo inevitable —la mujer meneó la cabeza, sirviendo una rodaja de carne asada con zanahorias, guisantes y patatas doradas, en un plato. Iba a servir otra, cuando la mano de Vera, rápida, la interrumpió, rechazando más comida—. Serán enviados a diversos centros oficiales del país, donde el trato será mucho más duro y distante, donde ya no tendrán las atenciones y comodidades que disfrutaban aquí. Cosas de la vida, señorita Munro. No podemos hacer nada por evitarlo.

—Sí, comprendo —probó la carne y movió la cabeza—. Excelente, señora Oates. Es usted una magnífica cocinera. Eso también van a echarlo de menos los niños, estoy segura.

—Gracias. Sí, supongo que tiene razón. Les gustaban mis guisos, pobrecillos…

—Y antes de venir yo, ¿quién impartía las lecciones aquí? —se interesó Vera, entre bocado y bocado, regado con una taza de té caliente.

—El propio señor Steele, ayudado por otra maestra, la señorita Swift.

—¿Ya no está ella aquí?

—No, ya no —la señora Oates carraspeó, removiendo un poco los leños del hogar, antes de añadir—: Pobrecilla. La enterramos en Nottingham hace ya quince días. Por eso puso el señor Steele aquel anuncio en el
Times
.

Vera sintió que perdía de repente el poco apetito que tenía. Apartó el plato y fijó sus azules pupilas en la señora Oates.

—Aquí parece que se muere todo el mundo —comentó algo seca.

La señora Oates pareció repentinamente confusa, vuelta de espaldas a ella, como si los leños que ardían en la chimenea necesitaran de más movimiento. Afirmó con la cabeza, al incorporarse.

—Sí, tenemos una mala época últimamente —admitió—. Tal vez los fríos de este invierno… Aquí el clima es bastante crudo.

Vera no dijo nada. Apuró el té, pensativa, sus celestes ojos fijos en las crepitantes llamas. De repente preguntó:

—¿Puedo ir a la capilla a ver al señor Steele?

Estuvo segura de que la señora Oates pegaba un leve respingo y la miraba algo inquieta. Pudo ser una simple impresión suya, porque la mujer sonrió de inmediato, afirmando con energía.

—Claro, claro —dijo—. Dígale a Eric que la lleve. Tiene que salir de la casa e ir atrás, al cementerio.

—¿El cementerio? —repitió Vera, perpleja—. ¿Hay un cementerio aquí mismo?

—Más bien puede decirse que lo hubo en tiempos. Esta casa es muy vieja. En la época victoriana vivió aquí una familia muy rica. Sus miembros y su servicio eran sepultados ahí atrás. Ahora, sólo quien así lo desea es enterrado en el viejo cementerio. El señor Steele, por ejemplo, irá a parar ahí. Estaba escrito en su última voluntad, señorita Munro.

—Entiendo —sin saber la causa, la joven sentía un cierto desasosiego. A su mente acudió el recuerdo de unas extrañas palabras de su taxista, alusivas a la casona del orfanato: «Yo me guardaría muy mucho de comparar
eso
con el cielo».

¿Qué era entonces? ¿El infierno? ¿Acaso el vitral del vestíbulo tenía alguna alusión concreta al mundo que le rodeaba? Era una idea absurda, pensó Vera, que como muchacha moderna, de cultura y buena educación, estaba siempre inclinada a rechazar ideas supersticiosas. En 1925 ya no se podía pensar como en las postrimerías del siglo pasado, por poner un ejemplo.

Aun así, cuando se incorporó y fue en busca de Eric, el mayordomo de negras ropas, para ir a la capilla, sentía dentro de sí una rara aprensión, como la sensación íntima de que algo en el lugar donde se hallaban distaba mucho de ser normal.

—¿A la capilla? —Eric la miró algo perplejo, al oír sus deseos. Luego asintió—: Claro, si es su gusto, señorita Munro…

—Sí, Eric, lo es —afirmó ella rotunda.

La condujo hacia la parte posterior de la casa, donde se abría un corredor que iba a terminar ante una pesada puerta metálica, no muy grande, que él abrió con llave, dando dos vueltas a la misma. Salieron al exterior, oscuro como boca de lobo. Se había levantado un aire frío, seco y cortante; las nubes formaban un palio espeso encima del paraje, y el clima presagiaba la proximidad de la nieve. Contra aquel cierzo helado, caminaron entre abrojos y matorrales ásperos que rozaban sus piernas. Los ojos de Vera descubrieron ante ella una verja medio abatida, de herrumbrosos barrotes, y la tierra ondulada e irregular de un viejo cementerio medio abandonado, en el que aún eran visibles lápidas y cruces, losas e inscripciones. Como fondo de tan lúgubre panorama, una pequeña edificación de piedra, tal vez con cien años o más de antigüedad, se erguía sobre una elevación del terreno, rodeada por varios cipreses que el aire mecía con chasquidos tétricos.

—Es ahí —dijo Eric, cubierto con una bufanda de lana su estirado rostro—. Si no le importa, prefiero no entrar. No me gustan esas cosas, señorita.

—Comprendo. Entraré yo sola, no se preocupe. Para regresar, ¿debo llamar en la puerta trasera?

—Sí, por favor. Encontrará un timbre eléctrico en el quicio. Púlselo tres veces. Le abriré de inmediato. Esta noche no pienso acostarme siquiera.

Ella le dio las gracias y le vio alejarse hacia la casa, cruzando por entre las lápidas con indiferencia. Era como un espectro en la noche, tan largo y tan enlutado, pensó Vera mientras caminaba el último trecho cuidando de no pisar losa sepulcral alguna.

Llegó a la puerta ojival de la pequeña capilla, más bien semejante a una abadía diminuta o a una pequeña iglesia. Estaba sólo entreabierta. Dentro no se oía nada. Empujó la puerta, que emitió un largo chirrido. Entró en el recinto.

Vio las luces de las velas, el túmulo funerario con un cuerpo humano rígido, tendido sobre los negros paños del mismo, ante el altar donde se veía la cruz de vieja madera carcomida.

Y vio a los niños.

Ellos también se volvieron a mirarla a ella.

Capítulo II

Los niños.

Era la primera vez que los veía. Y estuvo segura de que nunca olvidaría este momento.

Eran once. Rodeaban el túmulo en silencio, respetuosamente quietos, con sus manos cruzadas ante sí, la cabeza inclinada. Había también un hombre arrodillado en un banco, ante el altar, como rezando. Pero Vera no le prestó demasiada atención. Sólo le interesaban los niños. Aquellos niños.

Les estudió uno por uno mientras caminaba por entre los bancos de madera de la capilla católica, en dirección al túmulo. Niños y niñas mezclados. El orfanato no había duda de que era mixto. Le atrajeron especialmente la atención tres de ellos.

Estaban situados a la cabeza del túmulo, junto al rostro del difunto. Dos eran intensamente rubios, un niño y una niña. Su cabello, a la luz de las velas que rodeaban el cadáver, parecía oro puro, más claro aún en la niña, como un halo plateado. El tercero era muy moreno, de cabellos negrísimos, de tez oscura como un mestizo. No sabía por qué, eran los tres que más le intrigaron. Quizá porque el moreno parecía tan vulgar como poco corriente los otros dos.

Al oír las pisadas de sus tacones en las losas de la capilla el hombre reclinado giró la cabeza y se incorporó. Caminó hacia ella. Era un individuo grueso, de cabello ralo, rostro rubicundo y ropas holgadas y rugosas, nada elegantes. Resopló, deteniéndose ante ella:

—Buenas noches, señorita. Supongo que es la nueva maestra que esperaban.

—Sí, lo soy —dijo ella, dirigiéndole una vaga mirada de indiferencia.

—Yo soy Archibald Skeggs, secretario del juzgado de Nottingham —explicó con un resoplido más, tendiéndole la mano—. Lamento que llegue en tan mal momento.

—Yo también, señor Skeggs —sonrió tristemente la joven, estrechando aquella mano fofa y sudorosa—. Parece que su visita trajo problemas al orfanato…

—Es incomprensible, créame. Yo no pretendía causar este caos. El señor Steele sabía que la orden de embargo estaba al caer. No debió tomárselo tan a la tremenda. Estos chicos, por los que tanto se preocupó en vida, seguirán teniendo un hogar, una educación… El Gobierno se ocupará de ello, y su situación será mucho más segura.

—Pero quizá menos agradable —comentó ella fríamente—. Ellos parecían estar a gusto aquí. Ahora ya no será lo mismo.

—Créame, yo no tengo culpa alguna —Skeggs se enjugó la transpiración del rostro con un pañuelo, añadiendo luego—: El señor juez dispuso las diligencias. Los acreedores presionaban. No había otra salida. El señor Steele nunca debió dilapidar toda su fortuna en este establecimiento. Fue una locura de la que ya le advertimos cuando aún era tiempo. No nos hizo caso y prefirió seguir adelante hasta el final.

Vera no dijo nada. Dejó allí al funcionario judicial, que parecía sentirse tan culpable como si hubiera asesinado con su propia mano al difunto, y se aproximó al cadáver hasta estar junto al túmulo. El hecho de que el cuerpo sobre los negros paños, con las manos cruzadas sobre el pecho, vestido con un traje negro impecable, un rosario entre los dedos, y el féretro alguno, daba un aire todavía más macabro a la escena. Los zapatos de charol brillaban absurdamente, con sus afiladas punteras señalando a la bóveda de la capilla.

Se detuvo justamente al lado de los niños rubios. El moreno se apartó, tímido, dejándole un hueco. Los niños la miraban fijamente. Todos ellos. Pero en especial el niño y la niña rubios. Los ojos de él eran de un verde turbio. Los de ella, muy azules.

Les sonrió. Ellos no se inmutaron. Sus rostros angelicales eran fríos e inmutables, como máscaras. Había algo de estremecedor en su dolor mudo y rígido.

—Lo siento, muchachos —dijo ella—. Soy Vera Munro, vuestra nueva maestra. Es decir, iba a serlo.

El niño rubio la miraba con una fijeza inquietante. No movió un músculo de cu carita pálida y suave. Pero respondió, tras un silencio:

—No se preocupe. Lo será.

Vera parpadeó, sin entender. La niña, en cambio, pronunció otras palabras, sin mover tampoco el rostro:

—No me gusta, Norman. Ella no me gusta. No la quiero.

—Calla —cortó el niño rubio—. Será nuestra maestra. A mí sí me gusta. Es todo.

Siguió un profundo silencio. Cortante, irreal. El aire olía a cera caliente, a muerte, a frío y a soledad. El niño moreno se pegó a ella. Sonrió, tirándole suavemente de su chaqueta. Vera le miró dulcemente.

—A mí también me gusta —dijo con voz demasiado grave para un niño de su edad—. La quiero como maestra.

Otro silencio. Vera no sabía qué decir. Hizo un ademán hacia el difunto.

—De veras me gustaría —habló—. Pero muerto el señor Steele y embargado el orfanato, mucho me temo que eso no sea posible.

Los niños la miraban. Siempre estaban mirándola. Eran caritas inocentes, querubines angelicales, tras llamas amarillas de velones funerarios. Una extraña corte para un cadáver sin féretro. Todo aquello parecía formar parte de un sueño, de un imposible.

—Sí, nos gusta —añadió otro—. La señorita nos gusta, ¿verdad?

Hubo diez asentimientos de cabeza. Vera se sintió casi emocionada. Pero la niña cortó esa cordialidad con un cuchillo de hielo en su voz suave y aguda:

—A mí no me gusta. No la quiero.

Norman la miró con una frialdad desusada. Era como la mirada de alguien lleno de autoridad, severo y casi tiránico.

—Hablas demasiado, Karin —dijo—. Los demás han decidido. Se queda. Será nuestra maestra.

Era asombroso. Hablaban como si de ellos dependieran las cosas, como si el juez, la muerte del dueño del orfanato y todo lo demás no tuvieran importancia alguna. Casi estuvo tentada de pensar que la voluntad de aquellos niños podía hacerse realidad con sólo desearlo ellos, lo cual era en resumidas cuentas un puro disparate.

—Sois muy buenos chicos —suspiró, conmovida de veras—. Daría algo porque vuestros deseos fuesen realidad, pero…

No quiso añadir más. No valía la pena. ¿Por qué amargarles más, explicándoles que lo que los hombres deciden los niños jamás pueden rectificarlo?

—Ellos no lo entienden —dijo Skeggs moviendo la cabeza—. Para su mente, el desahucio es un juego de niños. Resultará difícil explicárselo…

El rubio Norman giró la cabeza hacia el que hablaba. Le miró con su rara especial fijeza. Vera se dijo que sus ojos parecían fríos trozos de hielo en ese momento.

—Lo entendemos perfectamente, señor —recitó con su voz infantil, singularmente fría—. No somos necios ni ciegos.

—Bueno, parece que me equivoqué —carraspeó el oficial del juzgado, con aire confuso—. Estos chicos sí saben lo que pasa. Pero les cuesta aceptarlo como es.

—Resulta natural. Debían sentirse muy bien aquí. Y querían al señor Steele —contempló el rostro rasurado, sereno, del difunto; sus largas patillas bien recortadas, su frente amplia, bajo un pelo ondulado y canoso. Opinó que en vida debió ser un caballero distinguido e incluso atractivo—. Dígame, señor Skeggs, ¿qué piensa hacer?

—No me quedan muchas opciones. Tengo una orden del juez Sewell. Es un hombre muy severo. Debo hacer que se cumpla. Exige el cierre de este orfanato y el envío de los niños al Centro de Caridad Social de Leicester, que dirige el reverendo Hodges. Después, los acreedores se repartirán los bienes escasos que pueda haber dejado el señor Steele, aparte de la propiedad ya hipotecada de esta mansión.

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