—Qué diablos, yo también —admitió él, ceñudo—. Eric era un hombre fuerte. Ahora es sólo un cadáver sin gota de sangre en sus venas. Lo mismo puede sucedemos a nosotros. Confío en que, al menos, estamos más en guardia que el pobre Eric…
Empujó levemente la puerta, sin poder evitar un leve chirrido de bisagras, pero ya antes había producido ese mismo ruido a impulsos de una ráfaga de aire helado, y Ken pensó que quien estuviera dentro imaginaría que sólo se trataba de algo parecido.
Esperaron unos segundos, en tensa calma, conteniendo el aliento. Luego Ken se inclinó, asomando la cabeza por la rendija de la puerta. Miró al interior.
Se quedó sobrecogido. No era para menos.
Sobre el túmulo funerario no había tampoco ahora cuerpo alguno. Sin embargo, en torno a él oraban en silencio once criaturas de aspecto angelical, reunidos en una ceremonia tan macabra como inquietante. De los labios infantiles brotaba un apagado murmullo, algo parecido a una oración. Pero eso no era lo peor de todo.
Tenían sus ropas impecables salpicadas de sangre. A sus pies reposaba ahora un perro ensangrentado, y Norman, el muchacho rubio y angelical, sujetaba en su mano un cuchillo sangrante de grandes dimensiones, tal vez uno de los cuchillos de cocina de la señora Oates.
Puso una mano en la boca de Vera rápidamente, para que cuando ella viese aquella escena escalofriante no lanzase un grito de terror. Fue muy oportuno, porque notó la contracción de las cuerdas vocales de la joven y la convulsión de sus labios, enormes, dilatadamente fijos en él, con una expresión de pavor infinito.
—Calma —susurró—. No grite, Vera. Creo que esos niños acaban de cometer un acto horrible en la propia casa de Dios. Un sacrificio digno de tiempos arcaicos y oscuros, acaso un culto a Satán, no sé. Pero tal vez no sea la única sangre que han derramado hoy. Pudieron asesinar a Eric, clavándole el cuchillo uno por uno, durante aquel cuarto de hora de recreo…
En ese momento los niños dejaron de orar. Se encaminaron a la salida, en silenciosa procesión. Ken se apartó con rapidez, llevando consigo a Vera, para ocultarse tras uno de los pilares de vieja piedra del edificio.
Salieron los niños del interior de la capilla, donde aún ardían los velones destinados a alumbrar el cuerpo desaparecido de Steele. Ellos dos contenían el aliento, esperando a que los niños se alejasen sobre la nieve, en lento y silencioso regreso a la casa. Resultaba sorprendente la facilidad con que sus cuerpecitos se movían sobre la nieve, hundiendo sólo sus pies en ella.
Cuando estuvieron lo suficientemente lejos, Ken y ella penetraron en la cripta vacía. Un horror infinito asaltó a ambos al contemplar el altar. ¡El crucifijo de Cristo, tallado en la vetusta madera carcomida, yacía ahora
boca abajo
!
—Satanismo —jadeó Wilcox, muy pálido—. Es eso, Vera. Esos niños están endemoniados por algo o alguien… El diablo va con ellos.
Caminó decidido hacia el altar. Tomó el crucifijo para situarlo en posición correcta, con respetuosa firmeza.
En ese momento Vera chilló asustada, Ken dirigió hacia ella una mirada rápida, sobresaltada. La vio retroceder hacia él, con movimientos convulsos.
Norman, el rubio Norman, estaba en la puerta de la iglesia, mirándola fijamente. Por las comisuras de los labios del niño corrían dos hilillos de sangre seca. Ken comprendió la horrible verdad. ¡Habían bebido sangre del perro sacrificado junto al túmulo funerario de Howard Steele!
—Norman —gimió Vera, dominando su terror—. Norman, querido, ¿qué significa todo este horror?
El niño no respondió. Con aquella ausencia total de emociones que daba a su rostro el aspecto de una benigna carátula angélica, y a sus ojos todo el frío de la muerte, se movió hacia ella.
—Debes morir —dijo—. Los dos debéis morir. Así está dispuesto…
Ken tragó saliva. No sentía miedo ante varios hombres violentos, nunca lo había sentido, ante maleantes armados en Marsella, ante unos indígenas belicosos en el Pacífico, ante unos orientales peligrosos en Hong Kong. Pero ésta era distinta.
Era un niño el que avanzaba hacia ellos con la muerte en su rostro y en sus palabras. Un niño bello, dulce y suave. Un monstruo de rara belleza infantil…
—¡Atrás! —bramó de repente Ken, sintiendo un soplo de inspiración o una simple intuición—. ¡Atrás, en nombre de Dios, maldito seas!
Y enarbolando el gran crucifijo que estaba intentando poner correctamente lo alzó ante Norman, muy en alto, sujeto por sus dos fuertes manos.
Los velones crepitantes, que despedían hedor caliente a cera derretida, se agitaron, tal vez por el aire removido por la cruz. En el muro de vieja piedra de la capilla, bailoteó la enorme sombra del crucifijo, proyectando su forma sobre el rostro hermético del niño…
El resultado fue sorprendentemente eficaz, incluso para el propio Wilcox. Apenas contempló la cruz y ésta proyectó su sombra sobre él, Norman chilló, cubriéndose el rostro con ambas manos, exhaló luego un quejido y dio media vuelta, echando a correr. Sus alaridos eran patéticos, mientras se perdía a través de la blanca nieve.
Siguió un profundo silencio. Ken bajó el crucifijo, lentamente, con un resoplido. Lo depositó en el altar, persignándose ante él, sobrecogido. Vera cayó de rodillas, con un sollozo, y oró en voz baja. Ken tragó saliva, apoyándose en el muro. Al pasar su mano por el rostro, notó que su sudor empapaba la piel con una fría película.
—Vamos, Vera —musitó—. Volvamos a la casa. Ahora sabemos algo más. Ahora sabemos que las leyendas de vampiros son reales… y que el Mal está presente aquí en su peor y más horrible forma… aunque también la más inconcreta.
La tomó por ambas manos, echando a andar a través de la desierta iglesia, camino de la salida. Vera temblaba, rotos por vez primera sus nervios, hecho trizas su reconocido valor. El regreso a casa fue lento, casi patético.
—Ken, ¿y si nos esperan allí, para atacarnos? —jadeó, ya cerca de la sombría casona que erguía su mole sobre la noche negra, ya apenas surcada por leves copos de nieve, quizá los últimos de tan gran nevada.
—No lo creo —susurró Ken—. Ahora sé el arma necesaria para mantenerlos a raya.
—Pero… pero Eric murió junto a una cruz, recuerde —dijo ella.
—Lo sé. Y es algo que no entiendo bien. Quizá recibió las cuchilladas en otro lugar y se arrastró allí hasta morir, presintiendo que en una cruz estaba su posible salvación… De todos modos, no podemos quedarnos fuera de la casa ahora. Hay que afrontar lo que sea. De una vez por todas, y arrastrando todas las consecuencias, amiga mía…
Y protector, tierno, conmovido por el miedo que hacía temblar aún aquel frágil cuerpo de mujer, se inclinó y besó sus cabellos, su frente, su mejilla…
Ella alzó la cabeza, estremecida. La miró de muy cerca. Y puso los labios entreabiertos ante él.
—Vera… —susurró Ken, inclinándose a besar aquella boca.
—Ken… —gimió la joven, entornando los ojos.
Se besaron cálida, intensamente. El frío de la noche dejó de recorrer sus venas. La sangre hirvió en ellas pese al clima ambiente. Después, Ken Wilcox, armado de más valor aún, tiró de ella con energía regresando a la casa.
Contra lo que temían, la puerta trasera estaba sólo entornada, y no necesitaban dar la vuelta al edificio para penetrar en él. Pasaron al interior. Fueron con rapidez a la biblioteca y al comedor. No vieron a los niños por parte alguna. Luego se dirigieron a la cocina. Se quedaron atónitos.
Los once niños calentaban sus ateridas manos ante las llamas del hogar. La señora Oates cocinaba apaciblemente, no lejos de ellos, bien ajena a todo. Norman estaba entre los pequeños, como si nada hubiera sucedido. Ken dio unos pasos hacia ellos.
—Norman —llamó, seco.
El pequeño giró la cabeza. Incluso sonrió, apacible.
—¿Qué, señor? —preguntó.
—Norman, ¿qué sucedió en la capilla? —preguntó el escritor, haciendo que la señora Oates se volviera, para mirarle sorprendida.
—¿En la capilla? No sé —el niño se encogió de hombros—. Yo no he estado en la capilla.
—Mientes. Estuviste allí ahora mismo. Con todos los demás.
—Pues no me acuerdo, señor. Estuvimos jugando por ahí, no en la capilla.
—Sabes que estás mintiendo. Os ví allí. Tú volviste. Y yo te hice salir de ella, bien lo sabes. Dime, ¿qué hicisteis con el perro?
—¿Perro? ¿Qué perro, señor? —los azules ojos infantiles reflejaron absoluta perplejidad.
—Mira tus ropas. Tu rostro. Hay sangre en todo ello. Incluso en tus labios y en los de tus amigos…
—Nos debimos caer. Sí, nos caímos varias veces —sonrió—. Sangré por la nariz, ahora me acuerdo. Sí, fue eso, señor…
Le miraba largamente, con aire ingenuo, dulce. Parecía imposible que pudiera mentir tan cínicamente un niño de tan angelical aspecto. Ken resopló:
—Muy bien. Veamos esto, —avanzó a largas zancadas, tomó dos leños de los que la señora Oates utilizaba para la chimenea, y los cruzó, plantándolos ante el rostro de Norman. Su sombra en cruz se proyectó sobre las mejillas sonrosadas y el rubio cabello.
El niño ni se inmutó. Sonrió, mirando la improvisada cruz.
—¿Sí, señor? —preguntó, sin entender en apariencia.
Ken lanzó una imprecación. Se volvió, cambiando una mirada perpleja con Vera. Entonces vio a alguien en pie en el corredor, ante la puerta de la cocina, mirando la escena en silencio.
Aún tenía en sus manos Ken Wilcox la improvisada cruz hecha con los dos leños. Doris Beswick era la persona erguida en el pasillo, mirando fijamente a los niños.
En ese momento, al ver la cruz de madera ante sí un alarido horrible escapó de su garganta, su rostro bronceado y sensual se convulsionó en una mueca de pavor, y retrocedió con los negros ojos desorbitados, cubriendo su faz con ambas manos extendidas.
Luego, echó a correr, pasillo adelante, perdiéndose en las penumbras de la casa.
—¡Doris Beswick! —rugió Ken Wilcox—. ¡Ella también está endemoniada!
Y se lanzó a la carrera en pos de la misteriosa compañera de sir Clifford.
Fue una alocada persecución escaleras arriba. Ken imaginó que terminaría en la buhardilla de sir Clifford. Se equivocó.
Doris pasó de largo por el desván, sin penetrar en las estancias destinadas a ella y a sir Clifford Prowse, para desviarse hacia la izquierda y abrir una puertecilla de gruesa madera claveteada, que conducía directamente a los tejados de la mansión.
Wilcox no abandonó por eso la persecución, aunque de inmediato comprobó que el lugar era sumamente peligroso. Tejado de pizarra, muy empinado, totalmente cubierto por la helada nieve, y como únicos salientes las chimeneas y unas barandillas bordeando algunas de las zonas del tejado.
Doris se volvió, mirándole angustiada. Al descubrir en manos de Wilcox los dos maderos cruzados, siguió a la carrera, con otro grito despavorido. Ken la llamó:
—¡Doris, vuelva! ¡Vuelva y no haga locuras! ¡Le prometo no amenazarla con la cruz, si usted se decide a bajar conmigo y contarme lo que sucede aquí! ¡Doris, no siga, esto es muy peligroso!
Ella no le hacía caso. Corría sobre la nieve, con rara habilidad y equilibrio, como un simio o un nativo en una isla tropical podría hacerlo entre los árboles. El exotismo de la joven resultaba ahora más acentuado a causa de su felina elasticidad. Pero la nieve era traicionera y se desprendía en bloques helados en algunos puntos, al pisar ella. Cuidadosamente, Ken se movió en pos de Doris Beswick, confiando en no precipitarse abajo en cualquier momento.
—Doris, ya basta —insistió—. No puede escapar de mí, admítalo. Sé que ocurre algo horrible aquí. Algo siniestro y maléfico, de lo que muchos son víctimas. Los niños en primer lugar. Luego lo olvidan, no saben lo que ha sucedido. Una fuerza superior, diabólica, les controla. Doris, no cometa más locuras, venga acá… Vea, ya tiro los leños que tanto la asustan…
Y los arrojó al vacío, ostensiblemente. Doris giró la cabeza, advirtiéndolo. Entonces pareció recapacitar, cambiar de idea. Se detuvo. Ken pensó que acudiría a él.
—Vamos —invitó, alargando los brazos—. Yo la ayudaré, muchacha…
Doris Beswick vaciló. Luego, avanzó hacia él, respirando hondo. Fue como si, de repente un muro invisible, una fuerza que él era incapaz de ver o percibir, se interpusiera entre ambos.
Doris paró en seco, miró al vacío, con ojos desorbitados por el terror, y chilló, agitando las manos:
—¡No, no! ¡No, por caridad, no!…
Sus pies resbalaron esta vez sobre la pendiente de las tejas cubiertas de hielo. Ken trató de ir hacia ella, a la desesperada, aun con riesgo de su vida. No pudo hacer nada por evitarlo. Doris trató de sujetarse a una humeante chimenea.
No lo logró. Sus manos se cerraron en el vacío, resbaló por el tejado, hacia el borde sin barandilla…
Su cuerpo se zambulló en la negra noche con un terrible grito de agonía y angustia. Ken la vio desaparecer allá abajo, percibió el sordo impacto del cuerpo contra la nieve helada, desde tan considerable altura. Se inclinó sobre el borde del tejado, sujetándose a una chimenea para no caer tras de ella.
Doris Beswick yacía al pie de la fachada, inmóvil sobre la nieve, un reguero rojo escapaba de su cabeza…
—Dios te haya perdonado si hiciste algo malo en tu vida —susurró Ken, sobrecogido, volviendo atrás lentamente y mirando en torno, a aquellas tinieblas medio diluidas por el resplandor de la nieve, en donde algo intangible y maligno flotaba casi perceptiblemente. Ese «algo» que detuvo a Doris, que la arrojó al vacío…
Ken se persignó de nuevo, confiando en que ese signo le guardase del mismo mal. Pudo llegar sano y salvo a la puertecilla del desván. Entró en la casa, con paso inseguro, demudado. Al mirarle Vera Munro, comprendió la horrible verdad.
—¿Doris? —musitó.
—Sí —afirmó Ken—. Cayó del tejado. Creo que se mató en el acto. Está fuera. Ya iré a recogerla. Ahora voy a telefonear a la policía. Ya es hora de hacerlo sin perder más tiempo…
—¿Telefonear? —se asombró Vera—. Pero si… si no funciona el teléfono…
—Funciona —dijo sordamente Ken—. Yo lo reparé esta tarde. Venía de eso cuando me preguntaste qué hacía con mis manos sucias… Y llamé a Nottingham sin saberlo nadie. Quedaron en venir en cuanto fuera posible. Ahora les apremiaré, a la vista de los acontecimientos. Hay que terminar con esto cuanto antes, Vera. Deben saber lo que sucede aquí, antes de que sea demasiado tarde.