—Dios mío, ¿tan mal están las cosas?
—Muy mal, señorita. Lo único que puedo hacer, dadas las tristes circunstancias, es esperar a mañana, hasta que el señor Steele sea inhumado. Luego dispondré el cierre del orfanato y el envío de los niños a Leicester. También tengo que ocuparme de otro aspecto poco agradable del asunto: ya sabrá, sir Clifford…
—¿Sir Clifford? —repitió Vera—. Ni idea, señor Skeggs.
—Oh, ¿no se lo han contado? —el funcionario judicial se frotó el mentón, indeciso—. Bueno, es un caso muy especial y difícil, la verdad. El viejo inquilino de Prowse Manor… ¿Sabía que Prowse Manor es precisamente esta propiedad?
—No, no lo sabía. Es un nombre muy de otra época, del siglo pasado…
—Victoriano por completo. Igual que sir Clifford, su antiguo dueño. Y que todos los Prowse, de los que él es el último miembro vivo… si es que se le puede llamar «vivo» al estado en que ahora se encuentra ese desdichado.
—Señor Skegg, le aseguro que no entiendo una sola palabra de todo eso —confesó con franqueza la joven maestra, mirando perpleja a su interlocutor.
—Es fácil, señorita —terció el niño Norman con su voz calmosa, singularmente madura para su edad—. Sir Clifford Prowse vive arriba, en la buhardilla del orfanato. Nunca sale de allí, salvo raras excepciones. Una mujer cuida de él. Tampoco mucho, salvo lo imprescindible. Cuando vendió su casa al señor Steele, hace de eso cuarenta años, dispuso en su escritura que estarían obligados a permitir su residencia en esta casa en forma vitalicia.
—Así es, señorita —corroboró Skeggs—. Y lo peor es que sir Clifford está medio ciego y sordomudo.
—Dios mío… Pobre hombre, ¿qué va a ser de él ahora cuando cierren la casa por orden judicial?
—No es asunto mío. El juez Sewell no se ve obligado por esa escritura a nada, y lo más probable es que sir Clifford tenga que buscarse otro alojamiento cuando le echemos de aquí, al cerrar el edificio y precintar sus puertas, como establece la ley.
—Sir Clifford no puede salir de la casa. Nadie le echará nunca de ella.
Vera giró la cabeza, sorprendida. Era Norman otra vez quien se expresaba así, con su rara firmeza de adulto, tan en contraste con su angelical faz de niño rubio.
Skeggs volvió a carraspear, meneó la cabeza y regresó a su banco de la capilla para sentarse en él, murmurando mientras se encogía de hombros:
—Niños… ¿Quién les meterá a ellos donde no les importa?
La joven maestra no dijo nada. Se limitó a echar otra mirada al cadáver, persignarse, y caminar luego hasta el pie del altar, donde oró un momento ante el Cristo colgado del viejo muro de piedra desnuda. Luego se incorporó, preguntando débilmente:
—¿Será mañana el entierro?
—Sí, señorita —dijo Skeggs—. A las doce del mediodía, según ha decidido la señora Oates. Después volveré a Nottingham para pedir instrucciones al juez. Esta noche me quedaré aquí, por si acaso. El tiempo amenaza nieve, y aquí las nevadas suelen ser copiosas durante esta época del año. No quiero que me sorprenda por el camino. Sólo he traído una bicicleta para cubrir la distancia, y el regreso me costaría al menos tres o cuatro horas, en plena noche. Yo puedo dormir en cualquier sitio. Un sofá de la casa será suficiente para mí.
Vera Munro asintió, dirigiéndose a la salida de la capilla. Antes se volvió hacia los once niños que formaban aquel silencioso e impresionante corro en torno al difunto, y preguntó:
—¿Vais a quedaros aquí todavía?
—Sí, señorita —respondió Norman—. Más tarde iremos a casa. La señora Oates nos autorizó a estar con el señor Steele el tiempo que quisiéramos…
—Sí, comprendo —murmuró ella, abandonando la vieja iglesia de piedra.
Y corrió presurosa a través de los montículos y los brezos, cruzando el cementerio en unos instantes, mientras gruesos copos blancos se desprendían lentamente del negro cielo. Había empezado a nevar, como temía el secretario del juzgado.
Llamó a la puerta metálica. Tras una breve espera, Eric la abrió. Penetró tiritando en la casa, y el criado cerró de inmediato, contemplando los copos que habían cuajado fácilmente en los hombros y el cabello cárdeno de la joven.
—Ya tenemos la nieve aquí —murmuró—. Mala cosa. Va a ser una nevada fuerte, estoy seguro. ¿Ya vio a los niños?
—Sí. Y al señor Skeggs. Esos chicos parecen muy afectados. ¿Siempre son así?
—Así… ¿cómo? —se interesó Eric, parándose y mirando fijamente a la joven.
—Bueno, tan serios, tan adultos en su comportamiento… tan fríos, diría yo.
—Son niños muy bien educados. Eran las normas del señor Steele. Sí, parecen a veces auténticos adultos. Sobre todo Norman.
—Norman… Sí, ese chico rubio. Me ha logrado impresionar.
—Impresiona a todo el mundo —rio Eric—. Incluso a mí, señorita Munro.
—También me hablaron de sir Clifford.
Eric se paró de nuevo. Asintió, pensativo. Parecía no gustarle el tema.
—Oh, sí, sir Clifford… —miró significativamente hacia arriba, al techo artesonado—. Siempre en su buhardilla, rodeado de sus libros misteriosos. Y con esa mujer tan singular que le cuida… A veces llega uno a olvidarlos, no piensa que existan, que vivan bajo este mismo techo.
—¿Libros misteriosos ha dicho?
—Yo así los califico. El señor Steele se reía de eso. Pero lo cierto es que sir Clifford siempre gustó de los temas ocultos. Sus libros son de magia, brujería, satanismo y todas esas cosas. Claro que ahora apenas puede ni siquiera verlos. Está casi ciego. Su lazarillo, la señorita Beswick, cuida de él y le leía las obras, hasta que quedó sordo.
—También me han dicho que no puede hablar…
—Cierto. Eso fue lo primero en ocurrirle. Una vieja herida de bala en el cuello provocó al parecer una parálisis de sus cuerdas vocales. Sucedió cuando hacía la guerra colonial, en tiempos de la reina Victoria. Luego esa parálisis se extendió también a sus oídos, a causa de no sé qué degeneración neurovegetativa. Y así, ahora es como un mueble o poco menos. No habla, no oye y apenas ve. Pero sigue lleno de vida a sus ochenta años cumplidos.
—¿Y ella, esa mujer que cuida de sir Clifford? ¿Cómo es? Hay que tener mucha capacidad de aguante, mucha tolerancia para una tarea así…
—Esa mujer la tiene, se lo aseguro. Resulta extraño, siendo tan joven, tan bella y exótica… pero posee una voluntad de hierro y una resignación rayana en lo inhumano. Nunca la oí quejarse, lamentarse de nada, censurar al viejo Prowse, decir que estaba harta o algo así. Es como si viviera fascinada, embrujada por ese anciano, y fuese feliz a su lado, sirviéndole de criada, secretaria, lazarillo, todo en una pieza.
—Con el embargo judicial, tendrán que abandonar la casa…
—Por supuesto, ya han sido avisados previamente de ello. Sir Clifford no pudo decir nada, pero ella se entiende con él no sé de qué maldito modo, y el viejo aristócrata escribió una nota breve al señor Steele cuando supo lo que se avecinaba. ¿Sabe lo que decía esa misiva? Simplemente tenía sólo siete palabras: «Nadie me moverá de aquí hasta morir».
—Un viejo obstinado —rio Vera con ironía—. ¿Cómo espera evitarlo?
—No lo sé. Él nunca dice nada. Y Doris Beswick, su ayudante, tampoco.
—Es curioso. Los niños parecen tan seguros de eso como el propio sir Clifford…
—Sí, ya lo sé. Dicen que todo seguirá igual en Prowse Manor. Es absurdo, pero ¿qué se les puede decir a unos críos?
—No estoy tan segura de que, pese a su edad, sean tan crios —comentó Vera, pensativa—. ¿Norman es el mayor de todos ellos?
—Sí. Sólo tiene once años. Marco, el chico moreno, tiene diez, lo mismo que Karin, la chica del pelo rubio claro. Los demás oscilan entre nueve y ocho años…
—Y Norman es el que manda en todos ellos, al parecer.
—¿Lo notó? —Eric la miró, ceñudo—. Ese chico tiene autoridad, algo raro…
—Sí, estamos de acuerdo. Tiene algo raro. Pero también todos los demás. Y me pregunto qué será… Buenas noches, Eric. Voy a retirarme a descansar. Supongo que mañana va a ser un día muy agitado en este orfanato…
Vera Munro no sabía bien lo acertada que estaba al preveer algo así.
El primer suceso trágico y desconcertante de aquella pesadilla recién iniciada tuvo lugar esa misma madrugada, bastante antes de que la luz del día asomara por el horizonte, para alumbrar una campiña totalmente cubierta por una espesa nevada caída abrumadoramente durante horas enteras.
Vera Munro despertó al oír el grito y el estrépito de vidrios. Estaba profundamente dormida, a causa de su cansancio. Pero aun así, apenas salió de su sueño, supo de modo instintivo que algo malo ocurría en Prowse Manor, la vieja casona victoriana de Nottingham, convertida en este siglo en un orfanato privado, obra de un desinteresado benefactor de niños sin padres.
Saltó del lecho, sintiendo palpitar con fuerza su corazón. El frío matinal casi heló su piel y caló hasta sus huesos, antes de ponerse precipitadamente su bata de lana y correr a la puerta para averiguar la causa de aquel alarido y de aquel estruendo de vidrios rotos que la había arrancado de su sopor. Miró su reloj, un bonito aunque poco costoso colgante para su pecho, comprobando que eran ya las cinco y veinte minutos de la mañana.
No podía saber lo que estaba sucediendo en la casa, pero el grito, evidentemente, había sido agudo y prolongado, con una nota desgarradora que presagiaba algo malo, algo siniestro. Luego, el ruido de rotura de cristales no había sido sino un elemento más para sentirse con una preocupación que rayaba con el miedo.
Abrió decididamente la puerta de su habitación, asomando al corredor, alumbrado débilmente por una pequeña lámpara eléctrica situada al fondo del mismo, y protegida con una pantalla de seda rosa, con flecos. En alguna parte del edificio, sonaron pasos precipitados y puertas que se abrían. Brilló la luz en el vestíbulo y se decidió a avanzar hasta el hueco de la escalera, asomando al mismo.
Descubrió a Eric y a la señora Oates, inclinados sobre algo que yacía al pie mismo de la escalera. Una gran lámpara de pie de bronce, con pantalla de vidrio rojo, estaba volcada en el suelo, junto a la alfombra, no lejos de donde yacía aquel bulto oscuro. Los vidrios de la lámpara yacían hechos añicos, lo mismo que la propia bombilla.
Pero eso no era importante ahora. Vera se fijó en el cuerpo inmóvil, boca abajo sobre la alfombra, justamente caído en el último peldaño de la gran escalera.
—Dios mío, ¿qué sucede? —preguntó la joven en voz alta, realmente asustada.
El mayordomo y el ama de llaves alzaron sus cabezas. Estaban muy pálidos, sobrecogidos. Fue ella quien atinó antes a hablar, con voz quebrada, que resonó huecamente en el amplio vestíbulo:
—Ha sido horrible, señorita Munro. Se trata del señor Skeggs… Está… está
muerto
…
Con un escalofrío, Vera se encogió dentro de su amplia bata, y comenzó a bajar los escalones. Se detuvo junto a los sirvientes de la casa, tratando de ver lo sucedido. Inclinose sobre el caído. El rollizo funcionario judicial yacía, ciertamente, en postura nada alentadora. Tenía la cabeza torcida a un lado, como si se hubiera roto el cuello. Un breve examen la hizo comprender, aun sin ser experta en medicina, que era cadáver. Tenía una fractura cervical que le ladeaba la cabeza, un hilo de sangre corría por la comisura de su boca crispada, los ojos estaban abiertos y vidriosos, con una expresión de horror, y ni el pulso ni los latidos del corazón aparecían por parte alguna.
—¿Cómo pudo ocurrir? —susurró la joven.
—No sé —Eric se encogió de hombros, aturdido—. Debió caer por la escalera. Parece lo más lógico. Entonces tal vez lanzó ese grito…
—Fue un grito atroz —comentó la señora Oates—. Jamás noté tanto terror en nadie.
—Tiene razón —afirmó Vera, sombría—. Fue como si supiera, al caer, que aquello terminaba con su vida.
—Y ahora ¿qué vamos a hacer? —gimió Eric—. Era el encargado de las diligencias judiciales…
—Supongo que no hay otra cosa que hacer que llamar a Nottingham y notificar lo ocurrido —señaló Vera—. Enviarán una ambulancia, un médico, tal vez a algún policía, y el juez se hará cargo de este asunto…
—Eso no va a ser sencillo, señorita Munro —señaló la señora Oates gravemente.
—¿No? ¿Por qué? —se interesó Vera, sorprendida.
—Mire afuera, por favor. Yo acababa de hacerlo cuando sonó el grito.
Sin entender bien, la joven fue hasta uno de los ventanales del vestíbulo. Alzó el pesado cortinaje que lo cubría, y miró a través de la vidriera, protegida del exterior por un enrejado.
Se quedó asombrada. La nieve cubría hasta media altura de la puerta en aquel punto. Todo cuanto rodeaba la casa era un blanco manto, alto y espeso. No se veían sendero ni arbustos. Y la nieve caía insistente, densa, continua.
—¿Estamos aislados? —preguntó en un hilo de voz.
—Así es —afirmó Eric—. Ocurre muchas veces cuando caen nevadas así. Ya me lo temí anoche, al comenzar a nevar. El único camino desde aquí a Nottingham se hace impracticable por completo, se pierde bajo la nieve, a causa de su bajo nivel respecto a esta colina. Las cunetas son verdaderos barrancos donde es fácil precipitarse para no salir nunca. Tal vez cese de nevar cuando sea de día y puedan venir a hacerse cargo de todo. Por ahora eso es imposible, dado el estado del terreno.
—Pues estamos arreglados —musitó la joven, contrariada—. No me gusta permanecer aquí encerrada con un cadáver.
—Dos, señorita —rectificó suavemente la señora Oates—. Tampoco podremos sepultar al señor Steele. El cementerio está en la hondonada, usted lo ha visto. Será imposible abrir una fosa si sigue nevando así.
Vera se estremeció. Empezaba a sentirse incómoda en aquel lugar y con aquel cerco blanco en el exterior. Tuvo una idea para aliviar aquella angustia claustrofóbica que empezaba a dominarla.
—El teléfono —dijo—. Podríamos llamar para informar de todo esto, cuando menos.
—Eso, —asintió Eric prestamente—. Venga conmigo, señorita. Si quiere usted hablar con el contable Barnes…
—Será lo mejor. Tal vez puedan llegar hasta aquí, después de todo.
Eric la condujo a la salita destinada a lectura, con sus muros repletos de estanterías con libros. Un teléfono aparecía adosado al muro, no lejos de una cabeza de tigre de Bengala y una panoplia con un par de sables curvos cruzados.
—El señor Steele no gustaba de la caza —explicó Eric—. Es un trofeo de sir Clifford. De sus tiempos de militar en la India. Los sables son de los cipayos rebeldes. Recuerdos de la guerra colonial.