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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Los Oceanos de Venus (17 page)

BOOK: Los Oceanos de Venus
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—No puedo creerlo —murmuró el doctor Morris.

—Entonces, presentaré otra prueba. Cuando estábamos en el océano, una voz mental, supuestamente la de una V-rana, se comunicó con nosotros. Intentó obligarnos a ceder cierta información y luego a suicidarnos.

—¿Y bien?

—La voz llegó por medio de una V-rana, pero no se originó en ella. Se originó en un ser humano.

Lou Evans pegó un bote en su asiento y miró incrédulamente a Lucky.

—Ni Lou se lo cree —sonrió el joven consejero—, pero es verdad. La voz utilizó conceptos tales como «máquinas de brillante metal», en vez de «barcos». Debíamos pensar que las V-ranas no estaban familiarizadas con ciertos conceptos, y la voz tenía que convencernos de que oíamos expresiones indirectas que significasen lo mismo. Pero la voz se superó. Recuerdo lo que oí. Y recuerdo que la voz dijo: «Para los de tu raza, la vida terminaría como la extinción de una llama. Se apagaría, y la vida no ardería más.»

—¿Y bien? —repitió Morris con sequedad.

—¿Aún no lo entienden? ¿Cómo pudo una V-rana usar una expresión como «la extinción de una llama» o «la vida no ardería más»? Si la voz fingía ser la de una V-rana, ignorante del concepto «barco», por ejemplo, ¿cómo podía conocer el del fuego?

Todos captaron la idea, pero Lucky continuó con animación.

—La atmósfera de Venus se compone de nitrógeno y anhídrido carbónico. No tiene oxígeno. Eso lo sabemos todos. Nada puede arder en la atmósfera venusiana. No puede haber llamas. En un millón de años, las V-ranas no pueden haber visto un solo fuego, ni saber qué es. Incluso admitiendo que algunas hayan podido ver fuego en el interior de las ciudades, no pueden comprender su naturaleza, del mismo modo que no comprenden la de un barco. Tal como yo lo veo, las ideas que recibimos no se originaron en una V-rana sino en un hombre que utilizó a las V-ranas sólo como el conducto para transmitir desde su mente a las nuestras.

—Pero ¿cómo pudo lograrlo? —preguntó Turner.

—No lo sé —confesó Lucky—. Ojalá lo supiera. Ciertamente, se trata de un cerebro muy inteligente. Para encontrar ese medio, un individuo ha de estar muy bien enterado del funcionamiento de un sistema nervioso y de los fenómenos eléctricos asociados al mismo. —Lucky miró a Morris con frialdad—. Se necesitaría, por ejemplo, un individuo especializado en biofísica.

Y todos los ojos se concentraron en el consejero de Venus, de cuyo redondo rostro huía toda la sangre hasta el punto de que su enorme bigote apenas resultó visible contra su pálida tez.

16 - ¡EL ENEMIGO!

—¿Está tratando de... ? —tartamudeó Morris, y la ronquera le impidió continuar.

—No se trata de ninguna declaración ni acusación definitiva —se apresuró a calmarle Lucky. Me he limitado a hacer una sugerencia.

Morris miró indefenso a su alrededor, paseando la mirada de un rostro a otro, viendo cómo los cuatro pares de ojos estaban obstinadamente fijos en él.

—¡Esto es una locura! —gritó ahogadamente—. ¡Una locura! Yo fui el primero en informar del caso... en decir lo que... lo que pasaba en Venus. Miren el informe original enviado al Consejo de la Tierra. Mi firma está allí. ¿Habría advertido al Consejo de ser yo... yo...? ¿Y el motivo? ¿Eh? ¿El motivo?

El consejero Evans parecía inquieto. Por la ojeada rápida que dirigió en dirección a Turner, Bigman adivinó que una acusación tal contra un consejero delante de un extraño no era de su agrado.

—Sí. —murmuró Evans, no obstante—, esto explicaría los esfuerzos del doctor Morris por desacreditarme. Yo era un extranjero y podía dar con la verdad. En realidad, ya había adivinado la mitad.

—¡Niego haber hecho jamás tal infamia! —proclamó Morris, jadeando—. Esto es una conspiración contra mí, y me propongo llevar este caso ante el Tribunal Supremo del Consejo de la Tierra, del sistema solar, de la galaxia... ¡De todas las galaxias!

Morris estaba sofocado, respirando afanosamente, como propenso a un ataque.

—¿Quiere decir que desea un juicio en el Consejo? —preguntó Lucky, muy dueño de sí—. ¿Desea presentar su caso delante de una asamblea del Comité Central del Consejo?

Naturalmente, Lucky se refería al procedimiento ordenado para el procesamiento de los consejeros acusados de alta traición contra el Consejo y la Confederación Solar. En toda la historia del Consejo, jamás se había procesado a ningún consejero.

Al oír esto, los escasos restos de dominio que conservaba aún, Morris se desvanecieron. Rugiendo, se puso de pie y se abalanzó ciegamente contra Lucky.

Lucky saltó de lado, por encima del brazo de su butaca y, al mismo tiempo, le hizo una seña a Bigman.

Era la señal que el marciano aguardaba. Rápidamente se dispuso a seguir las instrucciones que Lucky le había dado, por escrito, a bordo del submarino mientras cruzaban la escotilla de Afrodita.

Se oyó el disparo de un desintegrador. Fue un sonido poco intenso, pero sus radiaciones ionizantes propagaron en el aire el acre olor a ozono.

La estancia se aquietó al momento. Durante un instante nadie se movió. Morris, con la cabeza contra la silla volcada, no intentó incorporarse. Bigman continuó de pie, como una estatua, con el desintegrador aún apoyado contra su cadera, como si se hubiese congelado en el acto de disparar.

Y el objetivo del disparo yacía destrozado en mil pedazos en el suelo.

Lou Evans fue el primero en recuperar el aliento, aunque sólo acertó a lanzar una exclamación:

—¡Qué diablos espaciales...!

—¿Qué ha hecho usted? —susurró Lyman Turner.

Morris, jadeando por el esfuerzo anterior, no habló, pero dirigió su mirada a Bigman.

—Buen disparo, Bigman —alabó Lucky.

El marciano sonrió.

La computadora de Turner yacía en el suelo, rota en mil pedazos y, en su mayor parte, desintegrada.

—¡Mi computadora! —gimió el ingeniero—. ¡Idiota! ¿Qué ha hecho?

—Sólo lo que debía, Turner —afirmó Lucky, con severidad—. Y ahora, quieto todo el mundo.

El joven se volvió hacia Morris, para ayudarle a incorporarse.

—Le presento todas mis excusas, doctor Morris —manifestó Lucky—, pero tenía que asegurarme que la atención de Turner seguía una falsa dirección. Y me atreví a utilizarle a usted para tal propósito.

—Quiere decir que no sospechaba de mí, ni... ni... —gruñó Morris.

—Ni por un segundo —sonrió Lucky—. Nunca sospeché de usted.

Morris se sentó con el rostro demudado y echando chispas por los ojos.

—Bien, si tiene la bondad de explicarlo todo...

—Antes de convocar esta conferencia —empezó Lucky— no me atreví ni una sola vez a comunicarle a nadie que sospechaba que detrás de las V-ranas se hallaba un hombre. Ni siquiera lo insinué en mi mensaje a la Tierra. Me parecía obvio que, de pregonarlo, el verdadero enemigo se sentiría acorralado y adoptaría medidas desesperadas, tales como inundar las ciudades, para tener la posibilidad de una extorsión suspendida sobre nuestras cabezas. Mientras él ignorase que yo no sospechaba ya de las V-ranas como nuestras auténticas enemigas, creí que nos daría tiempo para maquinar algún plan y vencerle, impidiendo entretanto que me matase, o matase a alguno de mis amigos.

Lucky paseó los ojos por los reunidos. Todos guardaron silencio.

—En estos momentos podía ya hablar libremente del caso porque sabía que el interesado estaría presente. Sin embargo, no me atreví a emprender ninguna acción contra él por miedo a que pudiera colocarnos bajo control, a pesar de la presencia del petróleo, y por temor a que sus acciones fuesen drásticas, al tenernos dominados. Tenía que distraer completamente su atención para que, al menos por unos segundos, estuviese demasiado absorto en las actividades superficiales del grupo para detectar, por medio de las V-ranas, las poderosas emociones que podían surgir de la mente de Bigman y la mía. Naturalmente, en este edificio no había ninguna V-rana, pero podía utilizar las de otras zonas de esta ciudad, tal como hizo con las que poblaban la superficie del océano a muchos kilómetros de Afrodita.

El doctor Morris asintió pensativamente.

—Para distraerle, pues, le acusé a usted, doctor Morris. No podía advertirle por anticipado de mis intenciones porque necesitaba que sus reacciones fuesen auténticas..., y confieso que lo fueron de un modo admirable. Su ataque contra mí fue el colofón anhelado.

Morris sacó un pañuelo de un bolsillo de la manga para secarse la frente.

—Tal vez obró usted con demasiada impetuosidad, mi joven amigo —murmuró el consejero de Venus—, aunque lo comprendo. Entonces, Turner es el enemigo.

—Exacto.

Turner estaba de rodillas, tratando de reunir los fragmentos fundidos y retorcidos de su computadora. De pronto, levantó la vista con intenso odio.

—¡Han destruido mi computadora!

—Dudo que fuese una computadora —replicó Lucky—. Era una compañera demasiado inseparable. Usted declaró que la utilizaba para calcular la resistencia de las barreras internas de la ciudad contra la amenaza de la inundación. Y la trajo aquí, supuestamente, para que le ayudase si en esta conferencia eran necesarios nuevos cálculos, con respecto al fortalecimiento de la resistencia de las divisorias de transita.

Lucky hizo otra pausa y continuó con una calma amenazadora en su voz:

—Pero yo le visité a usted en su apartamento a la mañana siguiente de la amenaza de inundación. Sólo pensaba formularle unas preguntas que no necesitaban cálculo alguno, y usted lo sabía. Pero nos recibió con la computadora a su lado. No pudo dejarla en la otra habitación. Tenía que estar junto a usted, a sus pies. ¿Por qué?

—¡Era obra mía! —rugió Turner—. La amaba. Siempre la llevaba conmigo.

—Estimo que pesaba unos diez kilos. Un poco pesada, aun para tanto cariño. ¿No sería posible que ese aparato fuese el instrumento de que se valía para estar en contacto con las V-ranas constantemente?

—¿Cómo intenta demostrarlo? —objetó Turner—. Usted mismo dijo que yo era una víctima. Todos los presentes lo oyeron.

—Sí —asintió Lucky—, el hombre que, pese a su inexperiencia, se parapetó con tanta pericia en la escotilla de la cúpula, obtuvo de usted su información. Pero ¿le fue esta información robada de su mente o la proporcionó usted con toda libertad?

—Permita que formule la pregunta directamente, Lucky —intervino Morris, indignado—. ¿Es usted, sí o no, el responsable de esa epidemia de control mental, Turner?

—¡Claro que no! —gritó el interrogado—. ¡No pueden hacerme nada sólo por las habladurías de un tonto que piensa poder mantener sus sospechas sólo por ser miembro del Consejo!

—Dígame, Turner —volvió Lucky a la carga—, ¿recuerda la noche en que un hombre estuvo sentado en una escotilla con una palanca en la mano? ¿Se acuerda bien?

—Muy bien.

—¿Recuerda haberme dicho que sí se abrían las escotillas, las barreras internas de transita no resistirían y que Afrodita quedaría completamente anegada? Usted pareció muy asustado. Al borde del pánico.

—Sí, lo estaba. Y aún lo estoy. Es una idea para asustar a cualquiera —añadió, curvando el labio inferior—. A cualquiera que no sea el valiente Lucky Starr, claro.

Lucky ignoró el sarcasmo.

—¿Me dio usted esta información a fin de aumentar un poco la confusión reinante, para asegurarse de que todos estábamos lo bastante desconcertados como para darle tiempo a sacar a Lou Evans de la ciudad y poder ordenar su muerte en pleno océano? Era difícil manejar a Evans, y sabía demasiadas cosas referente a las V-ranas. Tal vez pretendiera asustarme también a mí para que me marchase de Afrodita y de Venus.

—Todo esto es ridículo —se burló Turner—. Las barreras internas son inadecuadas. Pregúntele a Morris. El ya ha estudiado mis cifras.

—Temo que en esto Turner tiene razón —asintió Morris a pesar suyo.

—No importa —rechazó Lucky—. Consideremos que esto ya está solucionado. Existía un peligro real, y el pánico de Turner estaba justificado... Bien, usted está casado, Turner.

—¿Y qué? —inquirió el ingeniero, mirando a Lucky con cierta confusión.

—Su esposa es muy bonita y bastante más joven que usted. Y apenas llevan un año de matrimonio.

—¿Qué pretende demostrar con esto?

—Que usted probablemente experimenta por ella un gran afecto. Inmediatamente después de la boda, usted alquiló un lujoso apartamento para complacerla; le permitió decorarlo a su gusto, aunque fuese muy distinto del suyo propio. Bien, en este caso, jamás se olvidaría de la seguridad de su esposa, ¿verdad?

—No entiendo. ¿De qué está hablando?

—Creo que ya lo sabe. Aquella vez que hablé con su esposa, ella me contó que durmió toda la noche que duró el alboroto en la ciudad. Y pareció defraudada por haberse perdido el espectáculo. También alabó mucho el apartamento en que ustedes viven. Añadió que incluso poseían «cámaras». Por desgracia, entonces esto no significó nada para mí, de lo contrarío ya habría adivinado la verdad. Fue sólo más adelante, en el fondo del océano, que Lou Evans mencionó casualmente las cámaras, explicando lo que eran. «Cámara» es una palabra que se emplea en Venus para designar los refugios especiales construidos para resistir el ímpetu del océano si alguna vez penetrase en la cúpula de una ciudad. Y ahora, ¿sabe ya de qué hablo?

Turner no respondió.

—Si en aquella ocasión estaba usted tan asustado ante la inminente catástrofe que amenazaba a la ciudad —prosiguió Lucky—, ¿por qué no pensó en su esposa? Usted habló de salvar a la gente, de huir de la ciudad. ¿No se le ocurrió nunca pensar en la salvación de su mujer? En los sótanos de su edificio había «cámaras». Dos minutos para bajar y ella habría estado a salvo. Sólo tenía que llamarla, advertirla del peligro y todo solucionado. Pero, sin embargo, no lo hizo. Y la dejó dormir.

Turner musitó una frase incoherente.

—No diga que lo olvidó —objetó Lucky, como un trallazo—. Esto es totalmente increíble. Podría haber olvidado cualquier cosa, pero no la salvación de su esposa. Permítame que sugiera otra explicación. Usted no estaba inquieto por su esposa porque sabía que no corría un peligro real. Y sabía que no corría un peligro real porque la escotilla de la cúpula no se abriría. —La voz de Lucky se endureció por la cólera—. Usted sabía que la escotilla no se abriría porque usted se hallaba dominando mentalmente al individuo que asía la palanca. Fue el cariño que siente por su esposa lo que le traicionó. Usted no quiso molestarla en su sueño sólo para que su perfidia resultase más plausible.

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