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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Los Oceanos de Venus (5 page)

BOOK: Los Oceanos de Venus
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—Los habitantes de Sirio, estoy seguro.

—Tal vez —admitió Lucky. Los habitantes de los planetas del sistema de Sirio habían sido, desde hace muchos siglos, los enemigos mortales de la Tierra. Sí, era fácil acusarles a ellos—. Tal vez. Lou se pasó a ellos y accedió a conseguirles datos que les permitiese crear conflictos en el interior de las factorías de hongos. Al principio, pequeños problemas, que darían paso a otros mayores.

—Sí, ésta es mi teoría. ¿Puede usted ofrecer otra?

—Veamos. ¿No podría el consejero Evans estar bajo dominio mental?

—No es probable, Lucky. Actualmente, tenemos ya muchos casos en nuestros archivos. Ninguno de los que han padecido este dominio ha perdido el sentido durante más de media hora, y todos han presentado indicios de la psicosonda de períodos de amnesia total. Para hacer lo que hizo, Evans habría debido estar al menos dos días sometido al dominio mental, y además no dio señales de amnesia.

—¿Lo examinaron?

—Ciertamente. Cuando encontramos a un hombre con material secreto en su poder, atrapado en el acto, hay que adoptar severas medidas. Aunque fuese cien veces consejero. Sí, fue examinado y yo, en persona, lo sometí a prueba. Cuando quebrantó el sondeo para enviar un mensaje con su propio equipo, intervinimos su teleondímetro para asegurarnos de que no volvería a repetir tal cosa... o al menos, sin que nosotros interceptásemos los mensajes emitidos o captados. El mensaje que le envió a usted fue el último. Y terminarnos el juego con él. Ahora está encerrado. Y yo estoy preparando mi informe para el Centro, cosa que debí hacer mucho antes. Por esto, solicito que destituyan a Evans del departamento y sea procesado por corrupción, o quizá por alta traición.

—Antes de enviar el informe... —sugirió Lucky.

—¿Sí?

—Permita que hable con Evans.

Morris se puso en pie, sonriendo con ironía.

—¿Eso desea? Muy bien. Le llevaré a su lado. Está en este mismo edificio. En realidad, me gustaría escuchar su defensa.

Descendieron por una rampa, y los guardias se ponían firmes y saludaban.

Bigman los miró con extrañeza.

—¿Es esto acaso una prisión?

—Una especie de cárcel en estos pisos —afirmó Morris—. En Venus construimos los edificios para diversos propósitos a la vez.

Penetraron en un cubículo y, de repente, sin previo aviso, Bigman prorrumpió en una sonora carcajada.

—¿Qué te pasa, amigo? —preguntó Lucky, sin lograr reprimir una sonrisa.

—Poca cosa... nada. Es que resulta todo muy gracioso —jadeó el pequeño marciano, con lágrimas en los ojos— Sí, estás muy gracioso con el labio superior desnudo, después de tantos bigotazos como acabo de ver... Pareces deforme. Es como si alguien hubiese cogido una electropodadera y te hubiese cortado el bigote que deberías lucir.

Morris sonrió ante estas palabras y se pasó el dorso de su velluda mano por el bigote, conscientemente orgulloso de aquel adorno capilar.

—Sí, es gracioso —Lucky ensanchó su sonrisa— Y yo pensaba exactamente lo mismo de ti, Bigman.

—Aguardaremos aquí —les advirtió Morris—. Ahora vendrá Evans.

Su índice se apartó de un botón de la pared.

Lucky examinó la estancia. Era mucho más pequeña que el salón de Morris, y también más impersonal. Los únicos muebles eran unas butacas y un sofá tapizados, una mesita en el centro del cuarto y otras dos más altas cerca de las falsas ventanas. Detrás de cada una de éstas había un paisaje marino hábilmente pintado. Una de las mesas sostenía un acuario; en la otra se hallaban dos platos con guisantes secos uno y una sustancia negra y grasienta el otro.

La mirada de Bigman siguió automáticamente la de Lucky por el aposento.

—Oye, Lucky —preguntó de pronto—, ¿qué es esto? —casi corrió hacia el acuario y se inclinó para mirar en su interior—. Mira esto, ¿qué es?

—Una de las V-ranas domésticas que la gente tiene aquí —aclaró Morris— Este es un, buen ejemplar. ¿No habían visto ninguno?

—No —respondió Lucky.

Fue hacia el acuario, que medía medio metro cuadrado por uno de profundidad. El agua estaba medio llena de algas plumosas.

—No muerde, ¿verdad? —inquirió Bigman, agitando el agua con un dedo índice e inclinándose más.

La cabeza de Lucky se juntó a la de su amigo. La V-rana les miró con solemnidad. Era un bicho pequeño, de unos —veinte centímetros de longitud, con una cabeza triangular en la que abultaban dos ojos negros. Se apoyaba en seis pies membranosos muy cerca del cuerpo. Cada pie tenía tres dedos largos delante y otro detrás. Su piel era verdosa, como la de una rana terrestre, y mostraba unas aletas rizadas que vibraban rápidamente, ondulando a lo largo de la línea central de su dorso. En vez de boca tenía un pico fuerte, curvado, como el de los loros.

Mientras Lucky y Bigman la contemplaban, la V-rana empezó a ascender en el agua. Sus pies continuaron apoyados en el suelo del acuario, pero sus patas se extendieron como zancos altísimos, al enderezarse, sus innumerables articulaciones. Dejó de elevarse cuando su cabeza estaba a punto de aflorar a la superficie del agua.

Morris, que estaba con ellos, contemplando afectuosamente al animal, murmuró:

—No le gusta salir del agua. Hay demasiado oxígeno en el aire. Les gusta el oxígeno, pero con moderación. Son unos seres blandos y amables.

Bigman estaba entusiasmado. Prácticamente, en Marte no existía ningún animal nativo, por lo que los seres vivos de esta clase eran una novedad para él.

—¿Dónde viven? —quiso saber.

Morris metió un dedo en el agua y acarició la cabeza de la rana venusiana. Esta se lo permitió, cerrando los ojos con movimientos espasmódicos, lo que podía significar el deleite que experimentaba ante aquella caricia.

—Se reúnen en gran cantidad en los bosques de algas —explicó Morris—. Y se mueven como formando una selva. Sus largos dedos pueden sostener tallos de algas, y con sus picos desgarran las espesuras más densas. Probablemente podrían hacer un profundo corte en el dedo de un hombre, pero, que se sepa, jamás ha intentado morder ninguna. El hotel dispone de una colección muy completa grupos familiares, en exposición. ¿No la han visitado?

—No tuvimos tiempo de nada —respondió Lucky.

Bigman se acercó a la otra mesa, cogió un guisante, lo mojó en la grasa negra y lo sostuvo tentadoramente ante la rana. Esta sacó la cabeza del agua y con el pico le quitó el guisante al marciano, que rió encantado.

—¿Han visto? —exclamó.

Morris sonrió amorosamente como ante la travesura de un niño.

—¡La muy bribona! Come eso todo el día. Miren como lo engulle.

La V-rana estaba masticando. Por un costado del pico se escurrió una gotita negra, y al momento el animal plegó sus patas y se agachó en el agua. Abrió el pico y atrapó la gota negra.

—¿Qué sustancia es ésa? —se interesó Lucky.

—Guisantes empapados en grasa vegetal. La grasa es una exquisitez para ellas. Difícilmente pueden encontrar hidrocarburos puros en su ambiente natural. Y les gusta tanto que no me extrañaría que se dejasen atrapar para conseguirla por este sistema.

—¿Cómo las capturan?

—Cuando los pesqueros recogen las algas, siempre hay V-ranas en la pesca. Y otros animales.

—Eh, Lucky, me gustaría pescar una y... —empezó a decir Bigman.

Se vio interrumpido por la entrada de dos guardias. Entre ambos iba un joven rubio y esbelto.

Lucky se puso en pie.

—¡Lou Lou, viejo amigo! —exclamó, extendiendo la mano muy sonriente.

Por un momento pareció como si el otro quisiera contestar. Por sus pupilas cruzó un destello gozoso.

El destello se extinguió rápidamente. Sus brazos continuaron caídos a los costados.

—Hola, Starr —articuló lentamente.

Lucky retiró la mano con extrañeza.

—No nos habíamos visto desde que nos licenciamos —dijo.

Una pausa. ¿Qué más se le puede decir a un viejo amigo?

El rubio consejero no parecía darse cuenta de lo incongruente de la situación.

Han ocurrido algunos cambios desde entonces —murmuró, aludiendo con un gesto a los guardias y sonriendo con humor macabro—. ¿Por qué has venido? —añadió, apretando los labios espasmódicamente—. —¿Por qué no me hiciste caso? Te lo ordené.

—No puedo cruzarme de brazos cuando un amigo está en un aprieto, Lou.

—Hay que esperar a que le pidan ayuda a uno, Lucky.

—Creo que estamos perdiendo el tiempo —intervino Morris—. Usted, Lucky, piensa en él como consejero. Yo afirmo que es un renegado.

El grueso venusiano pronunció la palabra por entre sus apretados dientes como un trallazo. Evans enrojeció, pero no dijo nada.

—Necesito una prueba hasta el último átomo —le reconvino Lucky—, antes de admitir este insulto en relación con el consejero Evans.

Subrayó la palabra «consejero».

Lucky tomó asiento. Durante un largo instante contempló a su amigo y éste desvió la mirada.

—Doctor Morris —prosiguió Lucky—, ordene que se retiren los guardias. Yo me hago responsable de la seguridad de Evans.

Morris enarcó as cejas, pero al cabo de un segundo hizo un gesto a los guardias.

—Si no te molesta, Bigman —continuó Lucky—, pasa al cuarto contiguo, ¿quieres?

Bigman asintió y salió.

—Lou, estamos los tres solos —manifestó Lucky tras una breve pausa—. Tú, el doctor Morris y yo, nada más. Tres miembros del Consejo de Ciencias. Bien, empecemos por el principio. ¿Te llevaste datos secretos relativos a la fabricación de hongos de los archivos?

—Sí —admitió Lou Evans.

—Entonces, tuviste buenos motivos para ello. ¿Cuáles?

—Óyeme. Yo robé los papeles. Los robé. Lo admito. ¿Qué más quieres? No tuve ningún motivo. Simplemente, lo hice. Y ahora, olvida este asunto. Déjame en paz. Déjame tranquilo.

Le temblaban los labios.

—Usted ha querido escuchar su defensa —intercaló Morris—. Aquí la tiene, Lucky. No hay ninguna.

—Supongo que sabes —insistió Lucky— que se produjo un accidente en la fábrica, accidente relacionado con la variedad de hongos cuya documentación te habías llevado poco antes.

—Sí, lo sé —asintió Evans.

—¿Cómo lo explicas?

—No tengo explicación.

Lucky estaba estudiando a Evans, buscando alguna señal del joven simpático, humorista y de nervios de acero que recordaba de la academia. Aparte el nuevo bigote, de acuerdo con el estilo de Venus, el hombre que Lucky tenía delante apenas se parecía al muchacho de aquellos tiempos, aparte del aspecto físico. Las mismas extremidades largas, el cabello rubio muy corto, la barbilla angulosa, puntiaguda, el estómago liso, el cuerpo atlético. Pero en lo demás... Los ojos de Evans se movían angustiosamente de un punto a otro; sus labios temblaban, estaban resecos; las uñas mordidas, raídas casi.

Lucky luchó consigo mismo antes de plantear la pregunta siguiente. Estaba hablando con un amigo, un hombre al que había conocido bien, un hombre cuya lealtad jamás había sido puesta en duda, y por la cual él habría apostado la vida.

—Lou —preguntó en voz baja—, ¿te has vendido?

—No hay respuesta —replicó Evans con voz neutra.

—Lou, vuelvo a preguntártelo. Primero quiero que sepas que estoy de tu parte, a pesar de tus acciones. Si has traicionado al Consejo debe de existir un motivo. Dinos cuál es. Si te han drogado o forzado, ya física, ya mentalmente, si te han hecho objeto de una extorsión o si han amenazado a algún familiar tuyo, dínoslo. Por favor, Lou, aunque te hayas visto tentado con ofertas monetarias o de poder, aunque se trate de algo tan brutal como esto, dínoslo. No existe ningún error que no pueda repararse con la sinceridad. ¿Y bien... ?

Por un momento, Lou Evans pareció conmovido. Sus pupilas azules contemplaron a su amigo con pesar.

—Lucky, yo... —de pronto se extinguió aquel impulso y exclamó—: ¡No hay respuesta, Starr, no hay respuesta!

Ya está bien, Lucky —comentó Morris, cruzándose de brazos—. Esta es su actitud. Sólo que él posee cierta información que nosotros necesitamos y que, por Venus, la obtendremos de un modo o de otro.

—Aguarde —rogó Lucky.

—No podemos aguardar —replicó Morris—. Métase esto en la cabeza. No hay tiempo. No hay tiempo en absoluto. Esos pretendidos accidentes son cada vez más graves a medida que el enemigo se aproxima a su objetivo. Necesitamos saberlo todo ahora.

Y su gordezuelo puño se abatió sobre el brazo de su butaca, en el instante en que el comunicador hacía sonar una señal.

—¡Llamada de emergencia! —gritó Morris frunciendo el ceño—. ¿Qué diablos espaciales... ?

Conectó el circuito y se llevó el receptor al oído.

—Morris al habla. ¿Qué ocurre... ? ¿Cómo... ¿CÓMO?

Soltó el receptor y en su rostro, cuando lo volvió hacia Lucky, se veía la palidez de un cadáver.

—Hay un hombre hipnotizado en la escotilla número veintitrés —casi se ahogó al decirlo.

Lucky tensó su ágil cuerpo como un muelle de acero.

—¿A qué escotilla se refiere? ¿A alguna de la cúpula?

Morris asintió y consiguió explicar, después de aclararse la garganta:

—Ya dije que estos accidentes son cada vez más graves. Esta vez se trata de la cúpula marina. Ese hombre está en una escotilla... ¡y en cualquier momento puede dejar penetrar el océano en Afrodita!

5 - ¡CUIDADO CON EL AGUA!

Desde el autogiro, que iba a toda velocidad, Lucky captó vislumbres de la poderosa cúpula de arriba. Una ciudad construida bajo el agua, reflexionó, requiere milagros de ingeniería para que resulte práctica.

En muchos lugares del sistema solar había ciudades bajo cúpulas. Las más antiguas y famosas eran las de Marte. Pero en aquel planeta, la gravedad era sólo dos quintos de la normal de la Tierra, y la presión sobre las cúpulas marcianas era sólo la de una atmósfera tenue, rarificada.

En Venus, la gravedad era cinco sextos de la normal de la Tierra, y las cúpulas venusianas estaban debajo del agua. Aunque todas estaban asentadas en mares superficiales, de modo que sus cúspides casi afloraban fuera del agua en las mareas bajas, todavía era cuestión de soportar millones de toneladas de agua.

Lucky, como la mayoría de terráqueos (y también de los venusianos, en realidad), tendía a no conceder importancia a estos logros de la humanidad. Pero ahora, con Lou Evans de nuevo en prisión y el problema que se relacionaba directamente con él momentáneamente olvidado, la fértil mente de Lucky reflexionaba arduamente, memorizando todos sus conocimientos en este asunto.

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