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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Los Oceanos de Venus (7 page)

BOOK: Los Oceanos de Venus
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«¿Dónde está Lucky?», pensó.

—Si no es posible llegar hasta ese tipo —observó en voz alta—, ¿qué hay de los controles?

—¿A qué se refiere? —quiso saber Morris.

—Me refiero a atacar la palanca. Hace falta fuerza mecánica para abrir la escotilla, ¿verdad? Bien, ¿y si cortásemos dicha fuerza?

—Buena idea, Bigman. Pero cada escotilla posee su propio generador de fuerza para un caso de emergencia.

—¿No puede ser paralizado desde fuera?

—¿Cómo? Ese individuo está encerrado en un lugar donde cada decímetro cúbico está sembrado de alarmas.

Bigman levantó la vista y, mentalmente, creyó divisar el poderoso océano que les cubría.

—Sí, ésta es una ciudad encerrada en sí misma, como las de Marte —masculló—. Nosotros tenemos que bombear el aire. ¿No lo hacen también ustedes?

Morris se llevó un pañuelo a la frente y la enjugó lentamente. Miró fijamente al pequeño marciano.

—Sí. Se refiere a los conductos de ventilación, ¿eh?

—Claro. Tiene que haber uno que dé directamente a la escotilla, ¿no?

—Sí.

—¿Y no hay algún punto a lo largo de la conducción donde sea posible arrancar un cable o algo?

—Un momento. Una microbomba enviada por el conducto, en lugar del gas venenoso de que hablábamos...

—No sería segura —objetó Bigman con impaciencia—. Envíe un hombre. Para una ciudad submarina, los conductos han de tener un diámetro bastante grande. ¿No cabría un hombre?

—No son tan grandes —refunfuñó Morris.

Bigman tragó saliva penosamente. Le costaba mucho hacer la siguiente observación.

—Yo no soy demasiado alto... Tal vez cabría.

Morris, contemplando al marciano con los ojos muy abiertos, exclamó:

—¡Por Venus! ¡Claro que cabría! ¡Cabría! ¡Venga conmigo¡

Por el aspecto de las calles de Afrodita, parecía como si ni un solo hombre, mujer o niño de la ciudad durmiese. Fuera de la barrera de transita y rodeando el «centro de rescate», la gente embotellaba cada avenida, convergiendo hacia allí, y transformando las calles en negras masas de humanidad parloteante. Se habían colocado cadenas y, detrás de ellas, los policías provistos de armas antidisturbios se paseaban incansablemente.

Lucky, que al salir del Centro se encontró ante una impresionante barrera humana, vio frenada su carrera por aquellas cadenas. Ante su mirada estallaron un centenar de impresiones. En el cielo de Afrodita, sin soporte visible, se veía el brillante signo, en caracteres de lucita, que giraba lentamente:

BIEN VENIDO A AFRODITA,

EL RINCON MÁS HERMOSO DE VENUS

Muy cerca, unos hombres se movían en fila, Llevaban objetos extraños: carteras repletas, joyeros, ropas echadas al hombro. Uno a uno, subían a los aerocoches. Era obvio qué y quiénes eran: refugiados de la zona amenazada, que pasaban por la puerta de emergencia con todo lo que podían acarrear de importancia personal. La evacuación se hallaba en marcha. En la fila no había mujeres ni niños.

—¿Puedo utilizar algún aerocoche? —le gritó Lucky a un policía.

El aludido levantó la cabeza.

—No, señor, todos están ocupados.

—Asunto del Consejo —replicó Lucky con impaciencia.

—No puedo complacerle. Esos individuos han acaparado todos los transportes aéreos de la ciudad.

Su pulgar indicó la fila de hombres que avanzaban a cierta distancia.

—Es importante. He de salir de aquí.

—Pues tendrá que ir andando —respondió el policía.

Lucky apretó los dientes. No había forma de pasar a través del gentío a pie o sobre ruedas. Tenía que hacerlo por el aire y ahora mismo.

—¿No hay nada por aquí que pueda usar? ¿Nada?

No se dirigía al policía, sino a su propia impaciencia, iracundo por verse vencido de manera tan simple por el enemigo.

—A menos que utilice un brincador... —el policía se encogió de hombros.

—¿Un brincador? ¿Dónde está? —los ojos de Lucky llamearon.

—Era una broma —sonrió el policía.

—No para mí. ¿Dónde está el brincador?

Había varios en el sótano del edificio del que acababa de salir. Estaban desarticulados. Lucky logró que cuatro hombres le ayudasen, y la máquina de mejor aspecto fue ensamblada fuera del local. La gente que se hallaba más cerca contemplaba la operación con curiosidad, y algunos gritaron burlonamente:

—¡Salta, salta, brincador!

Era el viejo grito de las carreras de brincadores. Cinco años atrás fueron la monomanía de todo el sistema solar: carreras sobre pistas de obstáculos. Mientras duró aquella locura, Venus fue el planeta más entusiasmado de todos. Probablemente, la mitad de los edificios de Afrodita tenían brincadores en sus sótanos.

Lucky comprobó la microbatería. Estaba bien. Embragó y el giroscopio empezó a girar. El brincador se enderezó al instante y permaneció erguido sobre su única pata.

Los brincadores constituían la forma de transporte más grotesca de todas las inventadas. Consistían en una estructura curvada, lo bastante grande para contener a un hombre en los mandos. Arriba había un rotor de cuatro aspas, y abajo una sola pata de metal con la punta de goma. Parecía una gigantesca ave zancuda, dormida sobre una pata doblada bajo su cuerpo.

Lucky accionó la palanca de saltos y la pata se plegó. El cuerpo se hundió hasta que estuvo apenas a dos metros del suelo, mientras la pata ascendía por el tubo hueco que atravesaba el brincador por detrás del cuadro de mandos. La pata fue soltada en el momento de mayor retroceso con un audible clic, y el brincador saltó diez metros en el aire.

Las aspas giratorias lo mantuvieron en el aire varios segundos en lo más elevado del salto. Durante dichos segundos, Lucky obtuvo una visión de la gente que tenía inmediatamente debajo. La muchedumbre se extendía durante un kilómetro, lo cual significaba varios saltos. Lucky apretó los labios. Perdería unos minutos preciosos.

El brincador ya descendía, su larga pata extendida. La gente que estaba debajo trató de apartarse, pero no hacía falta. Cuatro chorros de aire comprimido apartaron al gentío lo suficiente, y la pata se posó en el suelo sin daño alguno para nadie.

La punta de goma tocó el cemento y retrocedió. Durante una fracción de segundo, Lucky contempló los asustados rostros de la gente. Luego, el brincador volvió a saltar.

Lucky reconoció la excitación de una carrera de brincadores. De joven, había participado en varías. El experto «jinete de brincos» podía hacer girar su curiosa montura de manera increíble, hallando lugar para la pata donde prácticamente no había ninguno. En las ciudades con cúpula de Venus, las carreras habían sido un juego de niños en comparación con las efectuadas en las vastas pistas de terreno escarpado de la Tierra.

En cuatro saltos, Lucky dejó atrás a la multitud. Cerró los motores, y con una serie de saltos pequeños, bien dirigidos, el brincador hizo alto. Lucky saltó al suelo. El viaje aéreo podía ser aún imposible, pero ahora podía utilizar alguna forma de vehículo terrestre.

Sin embargo, perdería más tiempo.

Bigman jadeó y se detuvo un instante para recuperar el aliento. Todo había sucedido con suma rapidez; se había visto precipitado en una marea que todavía le enviaba hacia adelante.

Veinte minutos antes le había hecho a Morris su sugerencia. Y ahora se hallaba encerrado en un tubo que se apretujaba en torno a su cuerpo, envolviéndole en tinieblas.

Continuó avanzando a rastras sobre los codos, hundiéndose cada vez más a lo largo de la conducción. De vez en cuando se detenía para usar la pequeña linterna cuyo cono de iluminación le mostraba unas paredes lechosas al frente, que se iban estrechando hasta juntarse. En una manga, junto a la muñeca, llevaba un diagrama dibujado apresuradamente.

Morris le había estrechado la mano antes de que Bigman, medio trepando, medio saltando, penetrase por la abertura del tubo al lado de una estación de bombeo de aire. Las aspas del enorme ventilador se hallaban paradas, cesando así la corriente de aire.

—Espero que esto no provoque la catástrofe —murmuró Morris al estrecharle la mano al marciano.

Bigman sonrió después y se arrastró hacia la oscuridad, en tanto los demás se apartaban de allí. Nadie creyó necesario mencionar lo más obvio. Bigman iba a pasar al otro lado de la barrera de transita, el lado del que los demás huían ahora. Si en cualquier momento caía la palanca en la escotilla de la cúpula, el agua del océano invadiría aquel conducto, derribando sus paredes como si fuesen de cartón.

Bigman se preguntó, en tanto iba avanzando, si primero oiría un estruendo, si las tumultuosas aguas insinuarían su presencia antes de envolverle. Esperaba que no fuese así. Deseaba no tener que esperar ni un segundo. Si el agua invadía el tubo, deseaba que lo hiciese a la máxima velocidad.

Intuyó que el muro se curvaba. Se detuvo a consultar el plano, mientras la linterna iluminaba el espacio que le rodeaba con un resplandor helado. Era la segunda curva que señalaba el diafragma, y ahora el conducto se curvaba hacia arriba.

Bigman se colocó de costado y se dobló en torno a la curva, arañándose la sien y una mejilla.

—¡Por las arenas de Marte! —exclamó.

Le dolían los músculos de los muslos al tener que forzar las rodillas contra cada lado del conducto para no resbalar de nuevo hacia atrás. Así fue abriéndose paso, centímetro a centímetro, por la suave cuesta interior.

Morris había copiado el plano de las jeroglíficas cartas sostenidas delante de un transmisor visiófono, en el Departamento de Obras Públicas de Afrodita. Había seguido las coloreadas líneas curvas, pidiendo la interpretación de las señales y los símbolos.

Bigman llegó a uno de los puntales de refuerzo que estaban colocados en diagonal a través del conducto. Casi le dio las gracias, por ser algo a lo que podía asirse, aferrar con las manos, utilizar para alejar parte de la presión de sus codos y rodillas lastimados. Guardó de nuevo el plano en su manga y se agarró al puntal con la mano izquierda. Con la derecha encendió la linterna, haciéndola recorrer el puntal de un extremo a otro, y la apoyó contra uno de los extremos.

La energía de la microbatería encerrada en la linterna, que ordinariamente enviaba la electricidad a través de la lamparita del extremo, convirtiéndola en luz, también podía, moviendo de manera distinta su control, formar un campo de fuerzas de radio corto por el extremo opuesto. Dicho campo de fuerzas podía cortar instantáneamente cualquier objeto interpuesto a su paso. Bigman accionó el control del campo de fuerzas, y supo al momento que un extremo del travesaño estaba cortado.

Cambió la linterna de mano. Entonces cortó el otro extremo del puntal. Este quedó suelto en sus dedos. Bigman hizo pasar su cuerpo, asentó los pies y soltó el puntal, que resbaló con estrépito por el tubo.

El agua aún estaba contenida. Bigman, jadeando y retorciéndose, estaba semiinconscientemente enterado de ello. Pasó por otros dos puntales y otra curva. Luego, la cuesta se niveló y por fin llegó a una serie de rebabas claramente marcadas en el plano. En conjunto apenas había recorrido doscientos metros... ¿Cuánto había tardado?

El agua continuaba contenida.

Las rebabas, que en realidad eran unas láminas que sobresalían alternativamente a cada lado del tubo para mantener el aire en turbulencia, eran la última señal. Fue cortando rápidamente las hojas con la linterna, y a partir de la última tenía que contar tres metros de distancia. Volvió a utilizar la linterna, que medía quince centímetros de longitud, por lo que tenía que colocarla a lo largo de la pared veinte veces seguidas para obtener aquella longitud.

Resbaló dos veces, y otras tantas tuvo que retroceder hasta la última rebaba, murmurando en cada ocasión un sinnúmero de: «¡Arenas de Marte!"

A la tercera tentativa logró medir la distancia exacta. Mantuvo el dedo en el sitio indicado. Morris le había dicho que el lugar deseado estaría casi directamente encima de su cabeza. Encendió de nuevo la linterna, pasó el dedo a lo largo de la curvada superficie interna del tubo, y se apoyó de espaldas.

Utilizando la linterna como cortafrío y sosteniéndola lo más cerca que podía juzgar en la oscuridad, a medio centímetro de la superficie (el campo de fuerzas no debía cortar hasta muy lejos), trazó un círculo. Una rueda metálica cayó a sus pies y la empujó a un lado.

Concentró la luz en el conjunto de cables que quedaron al descubierto y lo estudió. Unos centímetros más allá había un cubículo a menos de treinta metros del sitio donde estaba sentado el hombre en la escotilla. ¿Estaría aún allí? Obviamente, todavía no había movido la palanca. De lo contrario, Bigman estaría ya ahogado. ¿Le habían impedido su propósito? ¿De qué manera? ¿Tal vez haciéndolo prisionero?

En los labios de Bigman se esbozó una torva sonrisa al pensar que quizá su esfuerzo dentro de aquel tubo de metal había sido en vano.

Estaba siguiendo el cable. Por allí debía de haber un relé. Suavemente tiró de los cables, primero de uno, después del otro. Se movió uno y quedó a la vista un cono doble, negro, pequeño. Bigman suspiró con alivio. Asió la linterna con los dientes y de este modo tuvo ambas manos libres.

Con cautela, con mucha cautela, retorció las dos mitades del cono en dirección contraria. Las magnoabrazaderas cedieron y las dos mitades se separaron, dejando al descubierto su contenido. Era un interruptor de corriente: dos contactos relucientes, uno encajado en su selector de campo, separado del otro por una fisura casi imperceptible. Bajo un estímulo adecuado, como el tirón de una palanca, el selector de campo irradiaría la energía necesaria para impulsar el otro contacto, enviando energía a través del punto de cierre, y abriendo una escotilla de la cúpula. Y esto tendría lugar en una millonésima de segundo.

Bigman, sudando y temiendo que llegara el momento final ahora, ahora, con su tarea a punto de concluir, buscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un pedazo de plástico aislante. Estaba blando por el calor corporal. Lo amasó un instante y lo aplicó al punto donde casi se juntaban ambos contactos. Lo mantuvo allí mientras contaba hasta tres y lo retiró.

Los contactos ya podían juntarse, porque entre ambos había una delgada película de aquel plástico, y a través de la misma no podía pasar la corriente.

Ya podían empujar la palanca: la escotilla no se abriría.

Riendo como un loco, Bigman retrocedió por el tubo, llegó a los restos de las rebabas, pasó por los puntales cortados, continuó descendiendo...

BOOK: Los Oceanos de Venus
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