—Veremos —masculló Lucky.
—Eh —intervino Bigman—, ¿de qué sirve hablar de algo que ya pasó? ¿Dónde estamos ahora? Esto es lo que deseo saber. ¿Y adónde vamos?
—Nos hallamos fuera de rumbo —repuso Johnson—. Es lo único que sé. Tardaremos cinco o seis horas en llegar a Afrodita.
—¡Por el gordo Júpiter y sus diminutos satélites! —exclamó Bigman, mirando las tinieblas circundantes a través del mirador—. ¡Cinco o seis horas en esta negrura!
Afrodita era la ciudad más importante de Venus, con una población de más de un cuarto de millón.
Estando aún a un kilómetro de distancia la Venus Marvel, el mar a su alrededor quedaba iluminado por un verde traslúcido, como reflejo de las luces de Afrodita. En aquella espectral luminosidad, las oscuras y lisas formas de las naves de rescate, que habían zarpado en ayuda de la Venus Marvel una vez efectuado el contacto por radio, se distinguían con claridad. Dichas naves se deslizaban en silencio al lado de la siniestrada.
En cuanto a Lucky y a Bigman, aquélla era la primera visión de una de las ciudades protegidas bajo el agua del planeta Venus. Casi olvidaron la terrible experiencia pasada ante su asombro al divisar el maravilloso objeto que tenían delante.
Desde cierta distancia, la ciudad parecía una enorme burbuja de color esmeralda, algo espectral, que tembleteaba y se estremecía a causa del agua intermedia. Los dos amigos apenas lograban distinguir los edificios y la tela de araña estructural de la armazón que sostenía la cúpula de la ciudad contra el peso de las aguas de encima.
A medida que se aproximaron, la ciudad creció y se vio iluminada con más esplendor. El color verde se aclaró al disminuir la distancia entre la nave y la ciudad. Afrodita se convirtió en algo menos irreal, menos espectral, y más esplendente.
Por fin penetraron por una enorme escotilla hermética, capaz de contener una pequeña flota de mercantes o un acorazado de combate, y la nave tuvo que esperar a que bombeasen el agua al exterior. Una vez hecho esto, la Venus Marvel fue remolcada fuera de la escotilla, para llegar a un campo de elevación de la ciudad.
Lucky y Bigman vieron cómo sacaban fuera su equipaje, estrecharon con gravedad la mano de Reval y Johnson, y cogieron un bólido hasta el hotel Bellevue-Afrodita.
Bigman se asomó a la ventanilla curvada en tanto el helicobólido, con sus giroaspas dando vueltas con majestuosa dignidad, pasaba con ligereza por entre los pilares de la ciudad y encima de los tejados.
—Conque eso es Venus —comentó—. Vaya, no sé si vale la pena efectuar el viaje para esto... ¡Nunca olvidaré aquel océano subiendo hacia nosotros!
—Temo que eso sea sólo el comienzo —rezongó Lucky.
—¿Lo dices en serio? —se inquietó Bigman, mirando a su amigo.
—Depende —se encogió de hombros Lucky—. Veamos qué nos cuenta Evans.
El Salón Verde del hotel Bellevue-Afrodita no era más que lo que proclamaba su nombre. La cualidad de la iluminación y su condición temblorosa les daba a los veladores y a los clientes el aspecto de estar suspendidos debajo del mar. El techo era un cuenco invertido, bajo el cual giraba lentamente un inmenso globo-acuario, sostenido por pilastras y vigas hábilmente colocadas. El agua de su interior estaba adornada con tiras de algas venusianas, entre las cuales se agitaban vívidamente «cintas marinas», una de las formas más bellas de la vida animal del planeta.
Bigman bajó antes con afán de cenar. Se mostró molesto por la ausencia de un menú magnético, perturbado por la presencia de camareros humanos, y resentido por el hecho de que le comunicaran que los comensales del Salón Verde tomaban una comida suministrada por la gerencia y nada más. Sin embargo, se ablandó un poco cuando los entremeses resultaron sabrosos y la sopa excelente.
Después empezó la música, cobrando vida gradualmente la cúpula del techo, momento en que el globo-acuario inició sus suaves revoluciones.
Bigman se quedó boquiabierto, olvidada la cena.
—¡Fíjate! —exclamó.
Lucky estaba mirando. Las cintas marinas eran de diferente longitud entre sí, variando desde hebras de cinco centímetros de largo a cintos anchos y serpenteantes que medían más de un metro de punta a punta. Todas eran muy delgadas, como un papel de fumar. Se movían agitando los cuerpos en una serie de ondulaciones que recorrían toda su longitud.
Todas eran fluorescentes, destellando una luminosidad coloreada. Era una exhibición fantástica. A cada lado de las cintas marinas había unas pequeñas espirales relucientes: carmesí, rosa y naranja; en medio se divisaban algunas luces azules o violetas; y un par de blancos purísimos entre las cintas mayores. Pero todas quedaban un poco oscurecidas por el resplandor verdoso de la luz exterior. Al nadar, aquellas líneas de color chocaban y se cruzaban. Para el espectador asombrado, parecían dejar estelas multicolores que brillaban en el agua, desvaneciéndose sólo para renacer con tintas aún más esplendentes.
Bigman, casi a regañadientes, se concentró en el postre. El camarero lo había llamado «semillas de gelatina», y al principio el marciano miró el plato suspicazmente. Las semillas de gelatina eran unos óvalos anaranjados pegados entre sí, si bien era muy fácil separarlos con la cuchara. Al primer momento, resultaban secas y sin sabor al paladar, pero de repente se transformaban en un líquido espeso y dulzón que era una pura delicia.
—¡Espacio! —exclamó, pronunciando su interjección favorita, el asombrado marciano—. ¿Has probado ese postre?
—¿Qué? —preguntó Lucky, distraídamente.
—Prueba el postre, ¿quieres? Es como el jugo de la piña americana, pero un millón de veces mejor... Eh, ¿qué pasa?
—Que tenemos compañía —contestó Lucky, con lentitud.
—Ya. —Bigman efectuó un movimiento como para inspeccionar a los demás comensales.
—Ten calma —le aconsejó Lucky, lo cual hizo inmovilizar al pequeño marciano.
Bigman oyó las suaves pisadas de alguien que se acercaba a la mesa. Trató de mirar de soslayo. Tenía el desintegrador en su habitación, pero llevaba un cuchillo energético en la bolsa del cinto. Parecía un reloj de bolsillo, pero podía partir a un hombre en dos en caso necesario. Lo asió con fuerza.
—¿Puedo sentarme con ustedes, amigos? —inquirió una voz a sus espaldas.
Bigman se volvió en su asiento, con el cuchillo energético listo para asestar un golpe rápido, de abajo arriba. Pero el desconocido no tenía nada de siniestro. Era grueso, si bien las ropas se ajustaban perfectamente a su cuerpo. Su rostro era redondo, y el pelo grisáceo estaba peinado esmeradamente hacia atrás, aunque sin lograr ocultar su incipiente calvicie. Sus ojos eran pequeños, azules y llenos de algo parecido a la amistad. Naturalmente, lucía un gran bigote, al estilo venusiano.
—Siéntese, por supuesto —accedió Lucky.
Su atención parecía concentrada por completo en la taza de café caliente que sostenía con la mano derecha.
El gordo tomó asiento. Descansó las manos sobre la mesa. Así quedó al descubierto una muñeca, levemente sombreada por la palma de la otra. Por un instante, un punto ovalado de la muñeca se ensombreció, volviéndose negro. En su interior danzaron y destellaron unos granitos de luz amarillenta, según el familiar dibujo de la Osa Mayor y Orión. Luego, todo desapareció, y sólo fue una muñeca de aspecto inocente, con el rostro redondo y sonriente del gordo más arriba.
La marca de identidad del Consejo de Ciencias no podía falsificarse ni imitarse. El método de su aparición, controlada por la simple fuerza de la voluntad, era el secreto mejor guardado del Consejo.
—Me llamo Mel Morris —se presentó el gordo.
—Me lo imaginé —asintió Lucky—. Tenía su descripción.
Bigman se retrepó en su asiento y devolvió el cuchillo energético a su lugar. Mel Morris era el jefe de la sección venusiana del Consejo. Bigman había oído hablar de él. En cierto modo, se sentía aliviado, y en otro un poco defraudado. Había esperado una pelea, tal vez el lanzamiento veloz de la taza de café al rostro de un contrario, la mesa volcada, y a partir de esto, un bonito jaleo.
—Venus parece un sitio extraordinario y muy hermoso —comentó Lucky.
—¿Se han fijado en nuestro acuario fluorescente?
—Muy espectacular —asintió Lucky.
El consejero venusiano sonrió y levantó un dedo. El camarero le sirvió una taza de café muy caliente. Morris lo dejó enfriar unos instantes.
—Creo que les defrauda verme aquí —observó después—. Aguardaban otra compañía, ¿eh?
—Esperaba sostener una conversación informal con un amigo —concedió Lucky.
—En realidad —dijo Morris—, usted envió un mensaje al consejero Evans para que se reuniese aquí con los dos.
—Veo que lo sabe.
—En efecto. Evans lleva algún tiempo bajo estrecha observación. Por tanto, se interceptan todas las comunicaciones que se le dirigen.
Hablaban en voz muy baja. Incluso Bigman les oía apenas, uno frente al otro, tomando el café y sin demostrar expresión alguna en sus pétreos semblantes.
—Se equivocan en eso —manifestó Lucky.
—¿Habla usted como amigo de Evans?
—En efecto.
—Y supongo que, en su calidad de amigo, él le habrá aconsejado que no viniera a Venus.
—Veo que también lo sabe.
—Exacto. Y ustedes sufrieron un accidente casi mortal al aterrizar. ¿Tengo razón?
—Sí. ¿Quiere dar a entender que Evans temía tal eventualidad?
—¿Temerla? ¡Por todos los espacios, Starr! ¡Su amigo Evans fue quien maquinó el accidente!
La expresión de Lucky continuó impasible. Ni siquiera un parpadeo traicionó su preocupación.
—Detalles, por favor —pidió.
Morris volvía a sonreír, la mitad de su boca escondida por el enorme bigote venusiano.
—Aquí no, claro.
—Diga el lugar.
—Un momento, —Morris consultó su reloj—. Dentro de un minuto empezará el espectáculo. Habrá baile con luz marina.
—¿Luz marina?
—El globo de ahí arriba se iluminará con luz verde. Y la gente saldrá a la pista a bailar. Nosotros nos levantaremos entonces y saldremos de aquí calladamente.
—Por lo que dice, parece como si por el momento estuviésemos en peligro.
—Lo están ustedes —convino Morris, con gravedad—. Les aseguro que desde que han llegado ustedes a Afrodita, nuestros agentes no les han perdido de vista.
De pronto, sonó una voz potente. Parecía venir del jarrón de cristal colocado en el centro de la mesa. Pero por la dirección en que todo el mundo volvió la cabeza, era obvio que procedía de los jarrones de todas las mesas.
—Damas y caballeros, bien venidos al Salón Verde. ¿Han cenado bien? Para aumentar aún más su placer, la gerencia se honra presentando los ritmos magnetónicos de Tobe Tobías y sus...
Mientras la voz hablaba, se apagaron las luces y el resto de las palabras quedó ahogado por el suspiro general de admiración exhalado por los comensales, la mayoría de los cuales eran turistas de la Tierra. El globo-acuario del techo se transformó de repente en una enorme esmeralda verde, y las cintas marinas resplandecieron con bellísimas tonalidades. El globo adoptó un aspecto tallado, con múltiples facetas, de modo que al girar, el juego de luces y sombras resultaba casi hipnótico. El sonido de la música, surgiendo casi por completo de las extrañas y roncas cajas de resonancia de una gran variedad de instrumentos magnetónicos, aumentó de volumen. Las notas eran producidas por varillas de formas distintas, movidas según pautas muy hábiles a través del campo magnético que rodeaba a cada instrumento.
Los clientes, hombres y mujeres, se levantaron para bailar. Hubo el alboroto de sillas y pies, y algunas risas y susurros. Un roce en su brazo hizo que Lucky se pusiese en pie, siendo imitado por Bigman.
Los dos siguieron a Morris en silencio. Una a una, varias figuras de rostros graves les fueron siguiendo. Era como si se hubieran materializado de los cortinajes. Les seguían a cierta distancia para aparentar inocencia, pero Lucky estuvo seguro de que cada cual tenía la mano derecha muy cerca de la culata del desintegrador. No cabía la menor duda. Mel Morris, de la sección venusiana del Consejo de Ciencias, se tomaba la situación muy en serio.
Lucky examinó el apartamento de Morris con aprobación. No era lujoso, pero sí cómodo. En él se podía olvidar que a un centenar de metros había una cúpula traslúcida más allá de la cual se extendía un océano carbonatado y poco hondo, de cien metros de profundidad, seguido por ciento cincuenta kilómetros de atmósfera extraña, irrespirable.
Lo que más entusiasmó a Lucky fue la colección de libro-películas que llenaban una estantería.
—¿Es usted biofísico, doctor Morris? —inquirió Lucky, utilizando de manera automática el título profesional.
—Sí.
—Yo también realicé pruebas de biofísica en la academia —explicó Lucky.
—Lo sé. Leí su expediente. Y su tesis. Buen trabajo. A propósito, ¿puedo llamarle David?
—Sí, es mi nombre propio —concedió el terráqueo—, aunque todo el mundo me llama Lucky.
Bigman, mientras tanto, había abierto una de las cajas de película, desenrollando una para exponerla a la luz. Se estremeció y volvió a dejarla donde estaba.
—Pues usted no parece un científico —le espetó a Morris.
—Supongo que no —asintió el biofísico—. Lo cual me ayuda bastante.
Lucky comprendió a qué se refería. En aquella época en que la ciencia realmente abarcaba a toda la sociedad y la cultura humanas, los científicos no podían recluirse en sus laboratorios. Por este motivo, había nacido el Consejo de Ciencias. Originalmente, sólo fue una organización asesora para ayudar al gobierno en los temas de importancia galáctica, en que sólo los científicos más enterados podían poseer información suficiente para adoptar decisiones inteligentes. Mas con el paso del tiempo se había convertido en una agencia contra el crimen, un sistema de contraespionaje. En sus manos se hallaban los hilos gubernamentales casi por entero. A través de sus actividades podría levantarse algún día un gran Imperio de la Vía Láctea, en el que todos los hombres viviesen en paz y armonía.
Por consiguiente, en su calidad de miembros del Consejo, todos los científicos tenían que cumplir muchos deberes sin relación apenas con la ciencia pura, y era mejor, debido a esto, que no parecieran precisamente científicos..., siempre que poseyesen un cerebro lleno de datos y conocimientos de este tipo.