Bigman buscó desesperadamente a Lucky por entre la confusión que reinaba en la ciudad. El individuo de la palanca estaba preso, habían levantado la barrera de transita, y la población regresaba a sus hogares (colérica en su mayor parte con la administración, por haber permitido que tal cosa sucediera) abandonados poco antes. Para la gente que medrosamente había esperado una catástrofe, la conclusión del temor fue la señal de una gran fiesta.
Al fin, apareció Morris como surgido de la nada y posó una mano sobre un brazo del marciano.
—Llama Lucky —anunció.
—¿Desde dónde? —se sobresaltó Bigman.
—Desde mi habitación en las oficinas del Consejo. Le he contado la hazaña realizada por usted.
Bigman enrojeció de placer. Lucky estaría orgulloso.
—Quiero hablar con él —manifestó.
Pero el rostro de Lucky en la pantalla apareció grave.
—Te felicito, Bigman —aprobó—. Sé que has estado formidable.
—No ha sido nada —dijo Bigman, con modestia, Y tú, ¿dónde has estado?
—¿Está ahí el doctor Morris? —inquirió Lucky—. No le veo.
Morris se acercó al visor.
—Aquí estoy.
—Por las noticias que he oído, ya han capturado al tipo de la palanca.
—Exacto. Gracias a Bigman —asintió Morris.
—Entonces, permita que adivine algo. Cuando se le acercaron, él no intentó mover la palanca. Se entregó sin resistencia.
—Sí. —Morris frunció el ceño, ¿Cómo lo sabe?
—Porque todo el incidente de la escotilla fue una cortina de humo. El verdadero daño se producirá en este extremo. Cuando me di cuenta, volé hacia aquí. Tuve que utilizar un brincador para pasar por entre la multitud, y un venusauto el resto del camino.
—¿Y qué? —inquirió Morris, con ansiedad. —¡Que llegué demasiado tarde! —fue la respuesta.
La jornada había concluido. La muchedumbre se había dispersado. La ciudad había recobrado su ambiente tranquilo, casi adormilado, sólo con algunos grupos aislados que aún discutían los sucesos de las últimas horas.
Y Bigman estaba furioso.
Junto con Morris había abandonado el lugar de los últimos acontecimientos, en dirección al cuartel general del Consejo. Una vez allí, Morris sostuvo una conferencia con Lucky, conferencia a la que Bigman no pudo asistir, y de la que el venusiano salió con expresión enfurecida. Lucky conservaba la calma, aunque se mostró poco comunicativo.
Incluso cuando volvieron a estar solos, Lucky se limitó a observar:
—Volvamos al hotel. Necesito dormir, lo mismo que tú, después de las fatigas de este día.
Estuvo tarareando la marcha del Consejo, como solía hacer cuando se hallaba sumido en abstracción, y detuvo a un coche de peaje. El vehículo se paró automáticamente cuando la imagen de la mano de Lucky, extendida con los dedos muy separados, quedó registrada en sus discos fotoeléctricos.
Lucky empujó a Bigman ante sí. Luego, giró el numerador para indicar las coordenadas del hotel Bellevue-Afrodita, introdujo en la ranura las monedas y dejó que la computadora funcionara. Con el pie, ajustó la palanca de velocidad, reduciéndola al mínimo.
El auto de peaje empezó a avanzar con un momento suave. Bigman lo habría hallado confortante y apaciguador de no haber experimentado tanta curiosidad.
El pequeño marciano miró de soslayo a su amigo. Lucky parecía solamente interesado en descansar y meditar. Al fin, se recostó en la tapicería y cerró los ojos, dejando que el movimiento del vehículo le adormeciera, en tanto el hotel parecía aproximarse, hasta convertirse en una inmensa boca que los tragó cuando el auto de peaje buscó automáticamente la entrada del andén receptor del garaje del hotel.
Sólo cuando estuvieron en su habitación, explotó Bigman.
—Lucky, ¿qué pasa? —preguntó—. ¡Acabaré loco de tanto dar vueltas a este asunto!
—En realidad —explicó Lucky, despojándose de la camisa—, era cuestión de lógica. ¿Qué clase de accidentes ocurrieron antes del día de hoy como resultado de individuos dominados mentalmente? Un hombre que regaló dinero. Otro que soltó una bala de algas. Un tercero que mezcló veneno en un nutritivo de los hongos. En cada caso, la acción fue nimia, aunque fue una acción. Se hizo algo.
—¿Y bien?
—Pues bien, ¿qué pasó hoy? No algo nimio; al contrario, algo muy grande. Pero no hubo acción. Fue exactamente lo opuesto a la acción: un hombre empuñó una palanca de una escotilla de la cúpula y no hizo nada. ¡Nada!
Lucky desapareció en el cuarto de baño y Bigman oyó la ducha y los respingos ahogados de Lucky bajo los chorros vigorizantes. El marciano le siguió al fin, murmurando furiosamente para sus adentros.
—¡Eh! —le gritó.
—¿No lo entiendes? —le preguntó Lucky, secándose el musculoso cuerpo ante las ráfagas de aire caliente.
—¡Espacio, Lucky! No seas tan misterioso. Ya sabes que no me gustan los secretos.
—En esto no hay nada misterioso. Los mentalistas han modificado su estilo, y tiene que existir algún motivo para ello. ¿No comprendes la razón de que un hombre esté sentado en una escotilla de la cúpula, empuñando una palanca que puede ser mortal y no haga nada?
—Ya dije que no comprendo nada.
—Bien, ¿qué ganaron con esto?
—Nada.
—¿Nada? ¡Gran galaxia! Sólo ganaron que la mitad de la población de Afrodita y prácticamente toda la oficialidad se desplazaran hacia el sector amenazado a toda marcha. A ti, a mí y a Morris también nos condujeron allí. La mayor parte de la ciudad quedó desierta, incluyendo la central del Consejo. Y me vi tan abrumado por el suceso que solamente cuando Turner, el ingeniero jefe de la ciudad, mencionó cuán fácil sería salir de la ciudad con la fuerza de policía tan ocupada y desorientada, se me ocurrió la verdad de lo que estaba pasando.
—Sigo sin entenderlo. Mira, Lucky, si no te explicas mejor, sufriré un ataque de...
—Tranquilo, chico. —Lucky asió al pequeño marciano por un brazo—. Fíjate, regresé a la central del Consejo lo más deprisa posible y hallé que Lou Evans había desaparecido.
—¿Adónde se lo llevaron?
—Si te refieres a los del Consejo, no fueron ellos. Escapó. Noqueó a un guardia, cogió un arma, utilizó su marca de la muñeca para acreditarse como consejero y conseguir un submarino y escapó al mar.
—¿Era esto lo que ellos pretendían hacer?
—Naturalmente. La amenaza contra la ciudad fue solamente una trampa. Tan pronto como Evans estuvo a salvo en el mar, dejaron de controlar al individuo de la escotilla que, naturalmente, se rindió.
—¡Por las arenas de Marte! —exclamó Bigman en el colmo del estupor—. ¡Tanto arrastrarme por ese maldito tubo, para nada! Fui el más idiota de los tontos de todas las galaxias del universo conocido y por conocer.
—No, Bigman, no es así —le consoló Lucky, con seriedad—. Realizaste una magnífica labor, y, el Consejo se enterará de ello.
El pequeño marciano enrojeció de placer, y por un momento su orgullo dominó a todos los demás sentimientos. Lucky aprovechó la oportunidad para meterse en cama.
—Pero, Lucky —exclamó Bigman, de repente—, esto significa... Bueno, si el consejero Evans huyó gracias a un truco de los mentalistas, es culpable, ¿verdad?
—No, no lo es —replicó Lucky, con vehemencia.
Bigman aguardó una explicación, pero Lucky no tenía nada más que decir sobre aquel tema, y el instinto le dijo a Bigman que era mejor dejarlo en el aire. Sólo después de hallarse entre las frías sábanas de plastex, cuando ya se hubo desnudado y duchado a su vez, volvió a insistir.
—¿Lucky...?
—Di, Bigman.
—¿Qué haremos ahora?
—Ir en busca de Lou Evans.
—¿Los dos? ¿Y Morris?
—Ahora soy yo quien está encargado del proyecto. He informado de todo al consejero presidente Conway en la Tierra.
Bigman asintió en la oscuridad. Esto explicaba por qué él no había podido asistir a la conferencia. Aunque hubiese sido doce veces más amigo de Lucky Starr, Bigman no era miembro del Consejo de Ciencias. Y en una situación como aquélla, en la que Lucky tenía que pasar por encima de otro consejero y hablar con la máxima autoridad de la Tierra y al cuartel central para obtener su apoyo, no estaba permitido, en absoluto, que se hallaran presentes individuos ajenos al Consejo.
Sin embargo, Bigman empezaba a experimentar de nuevo el afán de acción y movimiento. Ahora la aventura tendría lugar en el interior de un océano, en el mayor y más desconocido de todos los planetas interiores.
—¿Cuándo saldremos? —inquirió con excitación.
—Tan pronto como tengan listo el submarino. Sólo que antes visitaremos a Turner.
—¿Para qué?
—Vamos, muchacho, a dormir. Y a callar.
El domicilio de Turner resultó ser un edificio de apartamentos que parecía adecuado para personas situadas en un plano elevado dentro del grupo administrativo de la ciudad. Bigman silbó por lo bajo al pasar por el vestíbulo, con sus paredes revestidas de madera y los paisajes marítimos tridimensionales. Lucky se dirigió hacia un transportador y presionó el botón del apartamento de Turner.
El transportador subió cinco pisos y después se deslizó horizontalmente, impulsado por rayos de fuerza dirigidos, hasta que se detuvo delante de la entrada posterior del apartamento. Salieron del cubículo y éste retrocedió con un suave chirrido, desapareciendo en un recodo del pasillo.
—¡Nunca había visto uno de estos aparatos! —exclamó Bigman.
Lucky apretó el indicador del apartamento.
—Es un invento venusiano —explicó Lucky, mientras aguardaba a que se abriese la puerta—. Los están instalando en los nuevos edificios de apartamentos de la Tierra. Sin embargo, no es posible su instalación en los edificios antiguos a menos que se reconstruyan, dotándoles de entradas especiales en los distintos apartamentos.
El indicador de la puerta adoptó un tono rojizo y ésta se abrió. Una mujer apareció en el umbral. Era joven, esbelta y bonita, con ojos azules y cabello rubio, peinado hacia atrás y con bucles sobre las orejas, a la moda de Venus.
—¿El señor Starr?
—El mismo, señora Turner —se presentó Lucky.
Vaciló un poco antes de pronunciar el «señora». Era demasiado joven para ser un ama de casa.
La joven sonrió amigablemente.
—¿Quieren pasar? Mi esposo les aguarda, pero no ha dormido más que dos horas y aún no está...
Cruzaron el umbral y la puerta se cerró a sus espaldas.
—Lamento molestarles tan temprano —se disculpó Lucky—, pero se trata de una emergencia, aunque creo que no le haremos perder a su esposo más tiempo del necesario.
—Oh, no importa. Lo comprendo.
La joven empezó a dar vueltas por el saloncito, enderezando objetos que no necesitaban ser enderezados.
Bigman miró con curiosidad a su alrededor. El apartamento tenía un aspecto puramente femenino: perfumado, muchos encajes..., incluso ofrecía una apariencia de fragilidad. Luego, cohibido al observar los ojos de la joven fijos en él, tartamudeó:
—Eh... Es un apartamento precioso, señorita..., digo, señora.
—Gracias —rió ella, mostrando un encantador hoyuelo en cada mejilla—. No creo que Lyman esté muy contento por la forma en que lo he arreglado, pero jamás se opone a nada, y a mí me gustan esas fruslerías.
Lucky se adelantó a la respuesta de Bigman, preguntando a su vez:
—¿Llevan mucho tiempo viviendo aquí usted y su esposo?
—Desde que nos casamos. Algo menos de un año. Es un edificio magnífico, el mejor de Afrodita. Posee servicios independientes, un garaje para naves costeras y un telecomunicador central. Incluso tiene cámaras subterráneas. ¡Figúrense, cámaras! Claro que nadie las utiliza. Ni siquiera anoche. Al menos creo que nadie las utilizó, aunque no podría jurarlo porque dormí como un lirón durante todo el tumulto. ¿Se lo imaginan? Ni siquiera me enteré de nada hasta que volvió Lyman a casa.
—Tal vez fuese lo mejor —sonrió Lucky—. Se hubiera llevado un buen susto.
—Oh, pero me perdí toda la emoción del caso —protestó ella—. Todos los inquilinos de este edificio estuvieron en la calle, mientras yo dormía a pierna suelta. Dormí toda la noche. Nadie me despertó. Oh, opino que fue terrible.
—¿Qué fue terrible? —preguntó una voz algo ronca, entrando su dueño, Turner, en el salón.
Llevaba el cabello alborotado y había arrugas en su rostro y sueño en sus ojos. Llevaba su valiosa computadora bajo el brazo y la colocó debajo del sillón en que tomó asiento.
—Perderme todo el jaleo —explicó su joven esposa—. ¿Cómo te encuentras, Lyman?
—Bien, considerando lo ocurrido... Y no sientas haberte perdido el jaleo. Me alegro de que no te despertaras... Ah, hola, Starr... Siento haberle hecho esperar.
—Sólo estaremos aquí unos instantes.
La señora Turner se volvió hacia su marido y le pellizcó en la mejilla.
—Será mejor que deje solos a los caballeros, ¿verdad?
Turner le acarició el brazo, y sus ojos la siguieron cariñosamente al salir ella de la estancia.
—Bien, amigos míos —exclamó Turner—, lamento que me encuentren de esta guisa, pero tuve varias dificultades con las que luchar en las últimas horas.
—Es natural. ¿Cuál es la situación, actual de la cúpula?
—Hemos doblado la guardia de cada escotilla —repuso Turner, restregándose los ojos—, y estamos haciendo que los controles sean un poco menos independientes. Lo cual significa cambiar la tendencia del siglo pasado. Estamos tendiendo líneas de fuerza a distintos puntos de la ciudad a fin de poder cortar la corriente desde lejos en caso de que vuelva a ocurrir lo de anoche o algo parecido. Y, naturalmente, fortaleceremos las barreras de transita que protegen las distintas secciones de la ciudad. ¿No fuman ustedes?
—No —rechazó Lucky, al tiempo que Bigman negaba con el gesto.
—Bien —pidió Turner—, entonces tenga usted la amabilidad de sacar un cigarrillo de ese recipiente que parece un pez. Sí, eso mismo. Fue idea de mi esposa. No hay modo de disuadirla cuando se encapricha de uno de esos aparatitos. Es muy aficionada a ellos. Llevo poco tiempo casado —Turner se ruborizó levemente—, y temo que la mimo aún demasiado.
Lucky admiró cortésmente el extraño pescado, tallado en un material semejante a piedra, de color verde, de cuya boca saltó un cigarrillo al presionar la aleta dorsal.
Turner pareció relajarse con el cigarrillo. Cruzó las piernas, moviendo un pie atrás y adelante en un ritmo lento, por encima de la computadora.