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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

Los ojos amarillos de los cocodrilos (15 page)

BOOK: Los ojos amarillos de los cocodrilos
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A Josiane no le duraban mucho los enfados. Era más bien simpática con los hombres. ¿Cómo es que no los odio más?, se preguntaba. ¿Cómo es que todavía me gusta hacer el amor? Incluso a los gordos, los feos, los violentos que me forzaron no los odio. No se puede decir que me hayan dado mucho placer, pero siempre vuelvo a caer. Y si disfrazan sus sucios vicios de suavidad y ternura, me pongo a cien. Basta con que me hablen suavemente, que me consideren un ser humano con alma, cerebro, corazón, que me concedan un sitio en la sociedad, para que me vuelva a convertir en una niña. Todas mis cóleras, mis rencores, mis venganzas desaparecen, estoy dispuesta a sacrificarme para que continúen hablándome con respeto y consideración. Que me digan palabras bonitas. Que me pidan mi opinión. ¡Qué tonta soy!

—Venga, guapita, ¿hacemos las paces? —susurró Chaval apoyando su mano sobre la cadera de Josiane y haciéndola girar contra él.

—Para, nos va a ver.

—¡Que no! Diremos que somos buenos compañeros y que estábamos bromeando.

—Que no, te digo. Está en el despacho con la Escoba. Si sale y nos ve, la cago.

A lo mejor ya la he cagado. A lo mejor ya me ha sacrificado en el altar de la empresa. Con el tiempo que hace que quiere deshacerse de la fábrica de Murepain, estará dispuesto a todo para que ella firme. Va a prometerle mi cabeza en una bandeja. Yo no valgo mucho en comparación con ese contrato. Y entonces todo se irá al garete, Chef, Chaval y el dios Parné. Todos se pondrán al abrigo y yo me encontraré en la calle con el culo al aire, como siempre. Al pensar eso, Josiane perdió todo su valor y sintió cómo se reblandecía. Se apoyó contra Chaval y perdió valentía.

—¿Al menos me quieres un poco? —preguntó con una voz que mendigaba ternura.

—¿Que si te quiero, preciosa? ¿Acaso lo dudas? Estás loca. Espera un poco y verás cómo te lo demuestro.

Deslizó una mano bajo su trasero y se lo cogió.

—No, pero… si al final no sale bien, por suerte o por desgracia, ¿seguirás conmigo?

—¿Qué? ¿Ha dicho algo contra mí? Dime, dime…

—No, pero de pronto tengo miedo…

Ella sintió cómo el dios Parné blandía un enorme cuchillo para rebanarle el cuello. Le temblaba todo el cuerpo y sintió un enorme vacío en su interior. Cerró los ojos y se acurrucó contra él. El reculó un instante, pero, viendo que se había puesto lívida, la sostuvo y la cogió por el talle. Ella se dejó llevar mientras murmuraba «sólo unas palabras, dime unas palabras bonitas, es que tengo tanto miedo, lo entiendes, tengo tanto miedo…». El comenzó a enfadarse. Dios, ¡qué complicadas son las mujeres! pensó. Hace apenas un minuto, me manda al cuerno, y un minuto después me pide que la consuele. Molesto, la tenía contra él, casi la sostenía porque la sentía sin fuerzas y abandonándose. Tan débil, a punto de desmayarse. Le acariciaba el pelo distraídamente. No se atrevía a preguntar si el Viejo había firmado su ascenso, pero eso le carcomía por dentro, así que la sostenía como quien tiene un paquete del que no puede desembarazarse. Sin saber muy bien qué hacer: ¿apoyarla en la máquina de café?, ¿sentarla? No había sillas… ¡Ay!, refunfuñó, eso el lo que pasa cuando pone uno su futuro en manos de una tía. Lo único que deseaba era librarse de los brazos de esa mujer. Follar vale, pero nada de chorradas después. Nada de juramentos de amor, de besos lacrimógenos. En cuanto nos acercamos demasiado, pillamos todos los miasmas de la afección.

—Venga, Josy, ¡domínate! A ver si al final sí que nos van a ver. Venga, ¡vas a estropearlo todo!

Ella se enderezó, se separó titubeando, con los ojos enrojecidos por las lágrimas y pidió perdón… Pero era demasiado tarde.

Henriette y Marcel Grobz esperaban delante del ascensor y, mudos, les miraban fijamente. Henriette, con un rictus en la boca y el rostro crispado bajo su gran sombrero. Marcel, mudo, deshecho, con las mejillas temblando por una pena que no desmentía el resto de su fisonomía.

Herniette Grobz volvió la cabeza la primera. Después agarró a Marcel por la chaqueta y lo metió en el ascensor. Una vez se cerraron las puertas, ella dejó escapar su rebosante alegría.

—Ya lo has visto, ¡sabía que esa chica era una cualquiera! Cuando pienso en la manera en la que me ha hablado, y tú la defendías, además. Qué ingenuo puedes llegar a ser, mi pobre Marcel.

Marcel Grobz, con los ojos fijos en la moqueta del ascensor, contaba los agujeros hechos por las quemaduras de cigarrillo y luchaba por contener las lágrimas que se acumulaban en su garganta.

* * *

La carta llevaba un sello de colorines, con un matasellos de más de una semana. Estaba dirigida a Hortense y Zoé Cortès. Jo reconoció la letra de Antoine, pero se abstuvo de abrirla. La colocó en la mesa de la cocina en medio de los papeles y los libros, la dio vueltas y vueltas, se la llevó a los ojos intentando percibir fotos, un cheque… En vano. Tuvo que esperar a que sus hijas volvieran del colegio.

Fue Hortense la primera que la vio y la cogió. Zoé se puso a dar saltos gritando: «¡Yo también! ¡Yo también quiero la carta!». Joséphine les hizo sentarse y pidió a Hortense que la leyera en voz alta. Después sentó a Zoé sobre sus rodillas y, abrazándola fuertemente, se dispuso a escuchar. Hortense abrió el sobre con la ayuda de un cuchillo y sacó seis hojas de papel fino, las desplegó y las colocó en la mesa de la cocina alisándolas con ternura con el dorso de la mano. Después empezó a leer:

Mis queridas niñas:

Como habréis comprendido seguramente al ver el sello en el sobre, estoy en Kenia. Desde hace un mes. Quería daros una sorpresa y por eso no os he dicho nada antes de irme. Pero cuento con vuestra visita en cuanto esté completamente instalado. Podríamos prever eso para las vacaciones escolares. Ya veré eso con mamá.

Kenia es (si miráis en un diccionario) un estado que linda con Etiopía, Somalia, Uganda, Ruanda y Tanzania, en la costa este de África, frente a las islas Seychelles, en el océano Indico… ¿Eso os dice algo? ¿No? Vais a tener que repasar la geografía. La banda costera en la que vivo, entre Malindi y Mombasa, es la región más conocida de Kenia. Dependió del sultán de Zanzíbar hasta 1890. Los árabes, los portugueses y, después, los ingleses se disputaron Kenia, y no fue independiente hasta 1963. Pero ¡basta de historia por hoy! Estoy seguro de que sólo os preguntáis una cosa: ¿qué hace papá en Kenia? Antes de responder, una recomendación: ¿estáis sentadas, mis niñas? ¿Estáis bien sentadas?

Hortense esbozó una sonrisa indulgente y suspiró: «Ese es papá en estado puro». Jo no se lo podía creer: ¡se había ido a Kenia! ¿Solo o con Mylène? El triángulo rojo, encima del tostador, se burlaba de ella. Parecía que le estaba guiñando un ojo.

¡Me dedico a la cría de cocodrilos…

Las niñas abrieron la boca sorprendidas. ¡Cocodrilos! Hortense retomó su lectura resoplando entre líneas de lo desconcertada que estaba.

… para los industriales chinos! Ya debéis de saber que China se está convirtiendo en una potencia industrial, que posee una variedad extraordinaria de recursos naturales y comerciales que van desde la fabricación de ordenadores hasta motores de coche, pasando por todo lo que se produce en el mundo, y he aquí que los chinos han decidido explotar a los cocodrilos como materia prima. Un tal señor Wei, mi jefe, ha instalado en Kilifi una granja piloto y espera que, pronto, esa granja produzca carne de cocodrilo, huevos de cocodrilos, bolsos de cocodrilo, carteras de cocodrilo en cantidades industriales. Os sorprenderíais si os contara todos los planes de mis inversores y la genialidad de sus instalaciones. Así que han decidido «cultivarlos» masivamente dentro de un parque natural. El señor Lee, mi ayudante chino, me ha contado que llenaron enormes Boeing 747 con decenas de miles de cocodrilos procedentes de Tailandia. Los granjeros tailandeses, afectados por la crisis asiática, se vieron obligados a desembarazarse de ellos: ¡el precio del cocodrilo había caído un setenta y cinco por ciento! Los compraron por casi nada. Estaban de rebajas.

—¡Qué gracioso es papá! —interrumpió Zoé mientras se chupaba el dedo—. Pero a mí no me gusta que trabaje con cocodrilos. Los cocodrilos son un asco.

Los han instalado en cauces de ríos aislados por redes de acero y han buscado a un
«deputy general manager»…
Ese es mi puesto, mis niñas. ¡Soy el
deputy general manager
del Croco Park!

—Es algo así como un Presidente Director General —declaró Hortense tras reflexionar—. Es lo que había escrito en mis fichas al principio del curso cuando me preguntaron la profesión del padre.

¡Y reino sobre setenta mil cocodrilos! ¿Os dais cuenta?

—¡Setenta mil! —dijo Zoé—. Mejor que no se caiga al agua cuando se pasee por la granja. No me gusta nada de nada.

Ha sido un antiguo cliente de los tiempos en los que trabajaba en Gunman and Co. el que me encontró este trabajo. Me crucé con él, en París, una tarde de junio, mientras tomaba algo en el bar panorámico de Concorde Lafayette, puerta Maillot. Lo recordaréis, os he llevado varias veces. Le dije que buscaba trabajo, que tenía ganas de salir de Francia y pensó en mí cuando oyó hablar de la granja de cocodrilos. Lo que me llevó a embarcarme en esta aventura es la increíble revolución económica que está sucediendo en China. Es como el Japón de los años ochenta. Todo lo que tocan los chinos se transforma en oro. Incluidos los cocodrilos. En fin, lo de hacer prosperar los cocodrilos es tarea mía. E incluso, por qué no, hacer que coticen en Bolsa. Sería extraño, ¿no? Los obreros chinos enviados aquí trabajan largas jornadas y se hacinan en bungalós de adobe. Pasan el tiempo riéndose. Incluso llego a preguntarme cómo es que no se ríen mientras duermen. Resultan tan graciosos con sus piernecitas delgadas que salen de sus pantalones cortos anchos. El único problema es que hay muchos ataques de cocodrilos y reciben muchas dentelladas en los brazos, en las piernas e incluso en la cara. Y ¿sabéis qué? Se cosen ellos mismos. Con aguja e hilo. ¡Son impagables! Tenemos una enfermera que se encarga de coserlos, pero se ocupa principalmente de los visitantes.

Porque he olvidado deciros que el Croco Park está abierto a los turistas. A los europeos, americanos y australianos que vienen a hacer safaris a Kenia. Nuestra granja figura como lugar destacado en el catálogo de excursiones que les proponen. Pagan una entrada mínima y reciben una caña de pescar de bambú y dos esqueletos de pollo para atarlos al final del sedal. Así pueden divertirse metiendo los trozos de pollo en el agua de los pantanos y dar de comer a los cocodrilos, que, hay que reconocerlo, son bastante glotones. ¡Y también muy peligrosos! Por mucho que recomiendes a los visitantes que sean prudentes, a veces se confían, se aproximan y son mordidos, porque el cocodrilo es muy rápido y tiene filas de dientes tan afilados como una sierra. Han llegado a golpear a alguien con la cola y romperle el cuello. Intentamos que no se dé demasiada publicidad a esos incidentes. Pero no les quedan muchas ganas de volver cuando les han mordido gravemente, y no puedo reprochárselo.

—Normal —reconoció Hortense—. Yo cuando vaya los miraré con unos prismáticos.

Jo escuchaba atónita. ¡Una granja de cocodrilos! ¿Y por qué no un criadero de escarabajos?

Pero estaos tranquilas: yo no corro ningún riesgo porque, de los cocodrilos, me ocupo desde lejos. No me acerco a ellos. Eso se lo dejo a los chinos. El negocio promete ser muy próspero. Primero porque China produce así la materia prima que necesita para fabricar todos los diseños franceses e italianos —bolsos, zapatos y accesorios-que copia. Además, porque los chinos adoran la carne y los huevos de cocodrilo, que son cuidadosamente embalados y enviados a China por barco. Veis, tengo medios para organizar este asunto y no estoy parado. Vivo en lo que llaman aquí «la casa del jefe», una gran vivienda de madera situada en medio de la granja con piso superior, varios dormitorios y una piscina rodeada de alambre de espino por si a un cocodrilo se le ocurriese entrar a darse un baño. ¡Ya ha ocurrido! El director del parque, que vivía allí antes que yo, se encontró un día cara a cara con un cocodrilo, y, desde entonces, la seguridad ha sido reforzada. En cada esquina de la granja se han colocado garitas con guardias armados que barren la zona con grandes proyecto-res; a veces, durante la noche, los indígenas vienen a robar los cocodrilos cuya carne, como sabéis, es deliciosa.

Bueno, mis niñas, ya conocéis todo o casi todo de mi nueva vida. Se hace de día y voy a reunirme con mi ayudante para preparar las tareas de hoy. Os escribiré dentro de poco y muy a menudo, porque os echo de menos y pienso mucho en vosotras. He colocado vuestras fotos sobre la mesa de mi despacho y os presento a todo el que me pregunta: «Pero ¿quiénes son estas señoritas tan guapas?». Y contesto con orgullo: «Son mis hijas, las chicas más guapas del mundo». Escribidme. Decidle a mamá que os compre un ordenador, así podré mandaros fotos de la casa, de los cocodrilos y de los chinitos en pantalón corto. Ahora hay equipos muy baratos y no debería de suponer un gran gasto. Os envío un beso tan fuerte como mi amor por vosotras, papá.

P.D.: Adjunto una carta para mamá…

Hortense tendió una última hoja a Joséphine, quien la dobló y la metió en un bolsillo de su delantal de cocina.

—¿No la vas a leer ahora? —preguntó Hortense.

—No… ¿Queréis que hablemos de la carta de papá?

Las niñas la miraron sin decir nada. Zoé se chupaba el pulgar. Hortense pensaba.

—¡Qué estupidez eso de los cocodrilos! —dijo Zoé—. ¿Y por qué no se ha quedado en Francia?

—Porque en Francia no se crían cocodrilos, como bien dice. —suspiró Hortense—. Y, además, no paraba de decir que quería irse al extranjero. Cada vez que le veíamos, sólo hablaba de eso… Sólo me pregunto si ella se ha ido con él…

—Espero que le paguen bien y que le guste su trabajo —añadió Joséphine rápidamente para que las niñas no se pusiesen a hablar de Mylène—. Es muy importante para él salir a flote, tener de nuevo responsabilidades. Un hombre que no trabaja no puede sentirse bien consigo mismo… Y, además, está en su elemento. Siempre le gustaron los grandes espacios, los viajes, África…

Joséphine intentaba conjurar con palabras la aprensión que sentía. ¡Qué locura!, se decía. Espero que no haya invertido en ese negocio… ¿Qué dinero podría invertir? ¿El de Mylène? A mí me hubiese costado ayudarle. No iba a ser yo la que le echase una mano. Recordó entonces que tenían una cuenta común en el banco. Se propuso hablar con el señor Faugeron, su interlocutor en la entidad.

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