—¿Y qué es tirar al vuelo, don Julián?—le preguntaron todos.
Como el capellán se quedó parado al hacerle tan insidiosa pregunta, ocurrióseles a los cazadores que sería cosa muy divertida darle a Julián una escopeta y un perro y que intentase cazar algo. Quieras que no quieras, fue preciso conformarse. Se le destinó el
Chonito
, perdiguero infatigable, recastado, de hocico partido, el más ardiente y seguro de cuantos canes iban allí.
—En cuanto vea que el perro se para—explicábale don Eugenio al novel cazador, que apenas sabía por dónde coger el arma mortífera—, se prepara usted y le anima para que entre…, y al salir las perdices, les apunta y hace fuego cuando se tiendan… Si es la cosa más fácil del mundo…
Chonito caminaba con la nariz pegada al suelo, sus ijares se estremecían de impaciencia, de cuando en cuando se volvía para cerciorarse de que le acompañaba el cazador. De pronto tomó el trote hacia un matorral de u[r]ces, y repentinamente se quedó parado, en actitud escultural, tenso e inmóvil como si lo hubiesen fundido en bronce para colocar en un zócalo.
—¡Ahora!—exclamó el de Naya—. Eh, Julián, mándele que entre…
—Entra, Chonito, entra—murmuró lánguidamente el capellán.
El perro, sorprendido por el tono suave de la orden, vaciló; por fin se lanzó entre las urces, y al punto mismo se oyó un revoloteo, y el bando salió en todas direcciones.
—¡Ahora, condenado, ahora! ¡Ese tiro!—gritó don Eugenio.
Julián apretó el gatillo… Las aves volaron raudamente y se perdieron de vista en un segundo. Chonito, confuso, miraba al que había disparado, a la escopeta y al suelo: el hidalgo animal parecía preguntar con los ojos dónde se encontraba la perdiz herida, para portarla.
Media hora después se repitió la escena, y el desengaño de Chonito. Ni fue el último, porque más adelante, en un sembrado, aún levantó el can un bando tan numeroso, tan próximo, y que salía tan a tiro, que era casi imposible no
tumbar
dos o tres perdices disparando a bulto. Otra vez hizo fuego Julián. El perdiguero ladraba de entusiasmo y de gozo… Mas ninguna perdiz cayó. Entonces Chonito, clavando en el capellán una mirada casi humana, llena de desprecio, volvió grupas y se alejó corriendo a todo correr, sin dignarse oír las imperativas voces con que lo llamaban…
No hay cómo encarecer lo que se celebró este rasgo de inteligencia a la hora de la cena. Se hizo chacota de Julián, y, en penitencia de su torpeza, se le condenó a asistir inmediatamente, cansado y todo, a la espera de las liebres.
La luna de aquella noche de diciembre semejaba disco de plata bruñida colgado de una cúpula de cristal azul oscuro; el cielo se ensanchaba y se elevaba por virtud de la serenidad y transparencia casi boreales de la atmósfera.
Caía helada, y en el aire parecía que se cruzaban millares de finísimas agujas, que apretaban las carnes y reconcentraban el calor vital en el corazón. Pero para la liebre, vestida con su abrigado manto de suave y tupido pelo, era noche de festín, noche de pacer los tiernos retoños de los pinos, la fresca hierba impregnada de rocío, las aromáticas plantas de la selva; y noche también de amor, noche de seguir a la tímida doncella de luengas orejas y breve rabo, sorprenderla, conmoverla y arrastrarla a las sombrías profundidades del pinar…
Tras de los pinos y matorrales se emboscaban en noches así los cazadores. Tendidos boca abajo, cubierto con un papel el cañón de la carabina a fin de que el olor de la pólvora no llegue a los finos órganos olfativos de la liebre, aplican el oído al suelo, y así se pasan a veces horas enteras. Sobre el piso endurecido por el hielo resuena claramente el trotecillo irregular de la caza; entonces el cazador se estremece, se endereza, afianza en tierra la rodilla, apoya la escopeta en el hombro derecho, inclina el rostro y palpa nerviosamente el gatillo antes de apretarlo. A la claridad lunar divisa por fin un monstruo de fantástico aspecto, pegando brincos prodigiosos, apareciendo y desapareciendo como una visión: la alternativa de la oscuridad de los árboles y de los rayos espectrales y oblicuos de la luna hace parecer enorme a la inofensiva liebre, agiganta sus orejas, presta a sus saltos algo de funambulesco y temeroso, a sus rápidos movimientos una velocidad que deslumbra. Pero el cazador, con el dedo ya en el gatillo, se contiene y no dispara. Sabe que el fantasma que acaba de cruzar al alcance de sus perdigones es la hembra, la Dulcinea perseguida y recuestada por innumerables galanes en la época del celo, a quien el pudor obliga a ocultarse de día en su gazapera, que sale de noche, hambrienta y cansada, a descabezar cogollos de pino, y tras de la cual, desalados y hechos almíbar, corren por lo menos tres o cuatro machos, deseosos de románticas aventuras. Y si se deja pasar delante a la dama, ninguno de los nocturnos rondadores se detendrá en su carrera loca, aunque oiga el tiro que corta la vida de su rival, aunque tropiece en el camino su ensangrentado cadáver, aunque el tufo de la pólvora le diga: «¡Al final de tu idilio está la muerte!».
No, no se pararán. Acaso el instinto de cobardía propio de su raza les moverá a agazaparse breves minutos detrás de un arbusto o de una peña; pero al primer imperceptible efluvio amoroso que les traiga la cortante brisa; al primer hálito de la hembra que se destaque del olor de la resina exhalado por los pinares, los fogosos perseguidores se lanzarán de nuevo y con más brío, ciegos de amor, convulsos de deseo, y el cazador que los acecha los irá tendiendo uno por uno a sus pies, sobre la hierba en que soñaron tener lecho nupcial.
En el corazón de la tierna heredera de los Ulloas tenía el capellán, desde hacía algún tiempo, un rival completamente feliz y victorioso: Perucho.
Le bastó presentarse para triunfar. Entró un día en la punta de los pies, y sin ser sentido fue arrimándose a la cuna. Nucha le ofrecía de vez en cuando golosinas y calderilla, y el rapaz, como suele suceder a las fieras domesticadas, contrajo excesiva familiaridad y apego, y costaba trabajo echarle de allí, encontrándosele por todas partes, donde menos se pensaba, a manera de gatito pequeño viciado en el mimo y la compañía.
Muchísimo le llamó la atención la chiquitina al pronto. Ni los pollos nuevos cuando rompían el cascarón, ni los cachorros de la Linda, ni los recentales de la vaca, consiguieron nunca fijar así las miradas atónitas de Perucho. No podía él darse cuenta de cómo ni por dónde había venido tan gran novedad; sobre este tema, se perdía en reflexiones. Rondaba la cuna incesantemente, poniéndose en riesgo notorio de recibir algún pescozón del ama, y, como no le expulsasen, se estaba buena pieza con el dedito en la boca, absorto y embelesado, más parecido que nunca a los amorcillos de los jardines que dicen con su actitud: «Silencio». Jamás se le había visto quieto tantas horas seguidas. Así que la niña empezó a tener asomos de conciencia de la vida exterior, dio claras muestras de que si ella le interesaba a Perucho, no le importaba menos Perucho a ella. Ambos personajes reconocieron en seguida su mutua importancia, y a este reconocimiento siguieron evidentes señales de concordia y regocijo. Apenas veía la chiquilla a Perucho, brillaban sus ojuelos, y de su boca entreabierta salía, unido a la cristalina y caliente baba de la dentición, un amorosísimo gorjeo. Tendía ansiosamente las manos, y Perucho, comprendiendo la orden, acercaba la cabeza cerrando los párpados; entonces la pequeña saciaba su anhelo, tirando a su sabor del pelo ensortijado, metiendo los dedos de punta por boca, orejas y nariz, todo acompañado del mismo gorjeo, y entreverado con chillidos de alegría cuando, por ejemplo, acertaba con el agujero de la oreja.
Pasados los dos o tres primeros meses de lactancia, el genio de los niños se agria, y sus llantos y rabietas son frecuentes, porque empiezan los fenómenos precursores de la dentición a molestarles. Cuando tal sucedía a su niña, Nucha solía emplear con buen resultado el talismán de la presencia de Perucho. Un día que el berrenchín no cesaba, fue preciso acudir a expedientes más heroicos: sentar a Perucho en una silleta baja y ponerle en brazos a la chiquitina. Él se estaba quieto, inmóvil, con los ojos muy abiertos y fijos, sin osar respirar, tan hermoso, que daban ganas de comérselo. La chiquita, sin transición, había pasado de la furia a la bonanza, y reía abriendo un palmo de desdentada boca; reía con los labios, con el mirar, con los pies bailarines, que descargaban pataditas menudas en el muslo de Perucho. No se atrevía el rapaz ni a volver la cabeza, de puro encantado.
A medida que la chiquilla atendía más, Perucho se ingeniaba en traerle juguetes inventados por él, que la divertían infinito. No se sabe lo que aquel galopín discurría para encontrar a cada paso cosas nuevas, ya fuesen flores, ya pajaritos vivos, ya ballestas de caña, ya todo género de porquerías, que era lo que más entusiasmaba a la pequeña. Presentábase a lo mejor con una rana atada por una pata, perneando en grotescas contorsiones, o llegaba ufanísimo con un ratón acabadito de nacer, tan chico y asustado, que daba lástima. Tenía aquel cachidiablo la especialidad de los juguetes animados. En su
pucho
roto y agujereado almacenaba lagartijas, mariposas y
mariquitas de Dios
; en sus bolsillos y seno, nidos, frutos y gusanos. La señorita le tiraba bondadosamente de las orejas.
—Como vuelvas a traer aquí tales ascos…, verás, verás. Te he de colgar de la chimenea como a los chorizos, para que te ahúmes.
Julián transigía con estas intimidades, mientras no sorprendió el secreto de otras harto menos inocentes. Desde que madrugando había visto a Sabel salir del cuarto de don Pedro, dábale un vuelco la sangre cada vez que tropezaba al chiquillo y notaba el afecto con que lo trataba Nucha a veces.
Cierto día entró el capellán en la habitación de la señorita y encontró un inesperado espectáculo. En el centro de la cámara humeaba un colosal barreñón de loza, lleno de agua templada, y estrechamente abrazados y en cueros, el chiquillo sosteniendo en brazos a la niña, estaban Perucho y la heredera de Ulloa en el baño. Nucha, en cuclillas, vigilaba el grupo.
—No hubo otro medio de reducirla a bañarse—exclamó al advertir la admiración de Julián—; y como don Máximo dice que el baño le conviene…
—No me pasmo yo de ella—respondió el capellán—, sino de él, que le teme más al agua que al fuego.
—A trueque de estar con la nena—replicó Nucha—, se deja él bañar aunque sea en pez hirviendo. Ahí los tiene usted en sus glorias. ¿No parecen un par de hermanitos?
Al pronunciar sin intención la frase, Nucha, desde el suelo, alzaba la mirada hacia Julián. La descomposición de la cara de éste fue tan instantánea, tan reveladora, tan elocuente, tan profunda, que la señora de Moscoso, apoyándose en una mano, se irguió de pronto, quedándose en pie frente a él. En aquel rostro consumido por la larga enfermedad, y bajo cuya piel fina se traslucía la ramificación venosa; en aquellos ojos vagos, de ancha pupila y córnea húmeda, cercados de azulada ojera, vio Julián encenderse y fulgurar tras las negras pestañas una luz horrible, donde ardían la certeza, el asombro y el espanto. Calló. No tuvo ánimos para pronunciar una sola frase, ni disimulo para componer sus facciones alteradas.
La niña, en el tibio bienestar del baño, sonreía, y Perucho, sosteniéndola por los sobacos, hablándola con tierna algarabía de diminutivos cariñosos, la columpiaba en el líquido transparente, le abría los muslos para que recibiese en todas partes la frescura del agua, imitando con religioso esmero lo que había visto practicar a Nucha. Ocurría la escena en un salón de los más chicos de la casa, dividido en dos por descomunal y maltratadísimo biombo del siglo pasado, pintado harto fantásticamente con paisajes inverosímiles: árboles picudos en fila que parecían lechugas, montañas semejantes a quesos de San Simón, nubarrones de hechura de panecillos, y casas con techo colorado, dos ventanas y una puerta, siempre de frente al espectador. Ocultaba el biombo la cama de Nucha, de copete dorado y columnas salomónicas, y la cunita de la niña. Inmóvil por espacio de algunos segundos, la señorita recobró de improviso la acción. Se inclinó hacia el barreño y arrancó de golpe a su hija de brazos de Perucho.
La criatura, sorprendida y asustada por el brusco movimiento, interrumpida en su diversión, rompió en llanto desconsolado y repentino; y su madre, sin hacerle caso, entró corriendo tras el biombo, la echó en la cuna, y medio la arropó, volviendo a salir inmediatamente. Aún permanecía Perucho en el agua, asaz asombrado; la señorita le asió de los hombros, del pelo, de todas partes, y empujándole cruelmente, desnudo como estaba, le persiguió por el salón hasta expulsarle a empellones.
—¡Largo de aquí!—decía más pálida que nunca y con los ojos llameantes—. ¡Qué no te vea yo entrar!… Como vuelvas te azoto, ¿entiendes?, ¡te azoto!
Pasó tras el biombo otra vez, y Julián la siguió aturdido, sin saber lo que le sucedía. Con la cabeza baja, los labios temblones, la señora de Moscoso arreglaba, sin disimular el desatiento de las manos, los pañales de su hija, cuyo llorar tenía ya inflexiones de pena como de persona mayor.
—Llame usted al ama—ordenó secamente Nucha.
Corrió Julián a obedecer. A la puerta del salón le cerraba el paso una cosa tendida en el suelo; alzó el pie; era Perucho, en cueros, acurrucado. No se le oía el llanto: veíase únicamente el brillo de los gruesos lagrimones, y el vaivén del acongojado pecho. Compadecido el capellán, levantó a la criatura. Sus carnes, mojadas aún, estaban amoratadas y yertas.
—Ven por tu ropa—le dijo—. Llévala a tu madre para que te vista. Calla.
Insensible como un espartano al mal físico, Perucho sólo pensaba en la injusticia cometida con él.
—No hacía mal… —balbució, ahogándose—. No-ha-cí-a-mal… ningu… no…
Volvió Julián con el ama, pero la criatura tardó bastante en consolarse al pecho. Ponía la boquita en el pezón, y de repente torcía la cara, hacía pucheros, iniciaba un llanto quejumbroso. Nucha, con andar automático, salió del retrete formado por el biombo y se acercó a la ventana, haciendo seña a Julián de que la siguiese. Y, demudados ambos, se contemplaron algunos minutos silenciosamente, ella preguntando con imperiosa ojeada, él resuelto ya a engañar, a mentir. Hay problemas que sólo lo son planteados a sangre fría; en momentos de apuro, los resuelve el instinto con seguridad maravillosa. Julián estaba determinado a faltar a la verdad sin escrúpulos.