Tardó bastante el capellán en dormirse. Recapacitaba en sus terrores y concedía su ridiculez; prometíase vencer aquella pusilanimidad suya; pero duraba aún el desasosiego: la impulsión estaba comunicada y almacenada en sinuosidades cerebrales muy hondas. Apenas le otorgó sus favores el sueño, vino con él una legión de pesadillas a cual más negra y opresora. Empezó a soñar con los Pazos, con el gran caserón; mas, por extraña anomalía propia del estado, cuyo fundamento son siempre nociones de lo real, pero barajadas, desquiciadas y revueltas merced al anárquico influjo de la imaginación, no veía la huronera tal cual la había visto siempre, con su vasta mole cuadrilonga, sus espaciosos salones, su ancho portalón inofensivo, su aspecto amazacotado, conventual, de construcción del siglo XVIII; sino que, sin dejar de ser la misma, había mudado de forma; el huerto con bojes y estanque era ahora ancho y profundo foso; las macizas murallas se poblaban de saeteras, se coronaban de almenas; el portalón se volvía puente levadizo, con cadenas rechinantes; en suma: era un castillote feudal hecho y derecho, sin que le faltase ni el romántico aditamento del pendón de los Moscosos flotando en la torre del homenaje; indudablemente, Julián había visto alguna pintura o leído alguna medrosa descripción de esos espantajos del pasado que nuestro siglo restaura con tanto cariño. Lo único que en el castillo recordaba los Pazos actuales era el majestuoso escudo de armas; pero aun en este mismo existía diferencia notable, pues Julián distinguía claramente que se habían animado los emblemas de piedra, y el pino era un árbol verde en cuya copa gemía el viento, y los dos lobos rapantes movían las cabezas exhalando aullidos lúgubres. Miraba Julián fascinado hacia lo alto de la torre, cuando vio en ella alarmante figurón: un caballero con visera calada, todo cubierto de hierro; y aunque ni un dedo de la mano se le descubría, con el don adivinatorio que se adquiere soñando, Julián percibía al través de la celada la cara de don Pedro. Furioso, amenazador, enarbolaba don Pedro un arma extraña, una bota de acero, que se disponía a dejar caer sobre la cabeza del capellán. Éste no hacía movimiento alguno para desviarse, y la bota tampoco acababa de caer; era una angustia intolerable, una agonía sin término; de repente sintió que se le posaba en el hombro una lechuza feísima, con greñas blancas. Quiso gritar: en sueños el grito se queda siempre helado en la garganta. La lechuza reía silenciosamente. Para huir de ella, saltaba el foso; mas éste ya no era foso, sino la represa del molino; el castillo feudal también mudaba de hechura sin saberse cómo; ahora se parecía a la clásica torre que tienen en las manos las imágenes de Santa Bárbara; una construcción de cartón pintado, hecha de sillares muy cuadraditos, y a cuya ventana asomaba un rostro de mujer pálido, descompuesto… Aquella mujer sacó un pie, luego otro… fue descolgándose por la ventana abajo… ¡Qué asombro! ¡Era la sota de bastos, la mismísima sota de bastos, muy sucia, muy pringosa! Al pie del muro la esperaba el caballo de espadas, una rara alimaña azul, con la cola rayada de negro. Mas a poco Julián reconoció su error: ¡qué caballo de espadas! No era sino San Jorge en persona, el valeroso caballero andante de las celestiales milicias, con su dragón debajo, un dragón que parecía araña, en cuya tenazuda boca hundía la lanza con denuedo… Brillante y aguda, la lanza descendía, se hincaba, se hincaba… Lo sorprendente es que el lanzazo lo sentía Julián en su propio costado… Lloraba muy bajito, queriendo hablar y pedir misericordia; nadie acudía en su auxilio, y la lanza le tenía ya atravesado de parte a parte… Despertó repentinamente, resintiéndose de una punzada dolorosa en la mano derecha, sobre la cual había gravitado el peso del cuerpo todo, al acostarse del lado izquierdo, posición favorable a las pesadillas.
Los sueños de las noches de terror suelen parecer risibles apenas despunta la claridad del nuevo día; pero Julián, al saltar de la cama, no consiguió vencer la impresión del suyo. Proseguía el hervor de la imaginación sobrexcitada: miró por la ventana, y el paisaje le pareció tétrico y siniestro; verdad es que entoldaban la bóveda celeste nubarrones de plomo con reflejos lívidos, y que el viento, sordo unas veces y sibilante otras, doblaba los árboles con ráfagas repentinas. El capellán bajó la escalera de caracol con ánimo de decir su misa, que a causa del mal estado de la capilla señorial acostumbraba celebrar en la parroquia. Al regresar y acercarse a la entrada de los Pazos, un remolino de hojas secas le envolvió los pies, una atmósfera fría le sobrecogió, y la gran huronera de piedra se le presentó imponente, ceñuda y terrible, con aspecto de prisión, como el castillo que había visto soñando. El edificio, bajo su toldo de negras nubes, con el ruido temeroso del cierzo que lo fustigaba, era amenazador y siniestro. Julián penetró en él con el alma en un puño. Cruzó rápidamente el helado zaguán, la cavernosa cocina, y, atravesando los salones solitarios, se apresuró a refugiarse en la habitación de Nucha, donde acostumbraban servirle el chocolate por orden de la señorita.
Encontró a ésta algo más desemblantada que de costumbre. Al abatimiento que de ordinario se revelaba en su rostro afilado, se agregaba una contracción y un azoramiento, indicios de gran tirantez nerviosa. Tenía a la niña en brazos, y al ver llegar a Julián le hizo rápidamente seña de que ni chistase ni se menease, que el angelito andaba en tratos de aletargarse al calor del seno maternal. Inclinada sobre la criatura, Nucha le echaba el aliento para mejor adormecerla, y arreglaba con febriles movimientos el pañolón calcetado que envolvía, como el capullo a la oruga, aquella vida naciente. Pestañeó la niña dos o tres veces, y luego cerró los ojitos, mientras su madre no cesaba de arrullarla con una
nana
aprendida del ama, una especie de gemido cuya base era el triste, ¡
lai… lai
!, la queja lenta y larga de todas las canciones populares en Galicia. El canto fue descendiendo, hasta concluir en la pronunciación melancólica y cariñosa de una sola letra, la
e
prolongada; y levantándose en puntas de pie, Nucha depositó a su hija en la cuna muy delicada y cuidadosamente, pues la chiquilla era tan lista—en opinión de su madre—que distinguía al punto la cuna del brazo, y era capaz de despertar del sopor más profundo si se enteraba de la sustitución.
Por lo mismo Julián y Nucha se hablaron muy de quedo, mientras la señorita manejaba la aguja de
crochet
calcetando unos zapatitos que parecían bolsas. Julián empezó por preguntar si se le había quitado el susto de la noche anterior.
—Sí, pero todavía estoy no sé cómo.
—Yo tampoco les tengo afición a esos bichos asquerosos… No los había visto tan gordos hasta que vine a la aldea. En el pueblo apenas los hay.
—Pues yo—contestó Nucha—era antes muy valiente; pero desde… que nació la pequeña, no sé qué me pasa; parece que me he vuelto medio tonta, que tengo miedo a todo…
Interrumpió la labor, y alzó la cara; sus grandes ojos estaban dilatados; sus labios, ligeramente trémulos.
—Es una enfermedad, es una manía; ya lo conozco, pero no lo puedo remediar, por más que hago. Tengo la cabeza debilitada; no pienso sino en cosas de susto, en espantos… ¿Ve usted qué chillidos di ayer por la dichosa araña? Pues de noche, cuando me quedo sola con la niña… —porque el ama durmiendo es lo mismo que si estuviese muerta; aunque le disparen al oído un cañón de a ocho no se mueve—haría a cada paso escenas por el estilo si no me dominase. No se lo digo a Juncal por vergüenza; pero veo cosas muy raras. La ropa que cuelgo me representa siempre hombres ahorcados, o difuntos que salen del ataúd con la mortaja puesta; no importa que mientras está el quinqué encendido, antes de acostarme, la arregle así o asá; al fin toma esas hechuras extravagantes aun no bien apago la luz y enciendo la lamparilla. Hay veces que distingo personas sin cabeza; otras, al contrario, les veo la cara con todas sus facciones, la boca muy abierta y haciendo muecas… Esos mamarrachos que hay pintados en el biombo se mueven; y cuando crujen las ventanas con el viento, como esta noche, me pongo a cavilar si son almas del otro mundo que se quejan…
—¡Señorita!—exclamó dolorosamente Julián—. ¡Eso es contra la fe! No debemos creer en aparecidos ni en brujerías.
—¡Si yo no creo!—repuso la señorita riendo nerviosamente—. ¿Usted se figura que soy como el ama, que dice que ha visto en realidad la
Compaña
, con su procesión de luces allá a las altas horas? En mi vida he dado crédito a paparruchas semejantes; por eso digo que debo de estar enferma, cuando me persiguen visiones y vestiglos… Lo que siempre me porfía el señor de Juncal: fortalecerse, criar sangre… Lástima que la sangre no se compre en la tienda… ¿no le parece a usted?
—O que… los sanos no se la podamos regalar a… los que… la necesitan…
Dijo esto el presbítero titubeando, poniéndose encendido hasta la nuca, porque su impulso primero había sido exclamar: «Señorita Marcelina, aquí está mi sangre a la disposición de usted».
El silencio producido por arranque tan vivo duró algunos segundos, durante los cuales ambos interlocutores miraron fijamente, distraídos y ensimismados, el paisaje que se alcanzaba desde la ancha y honda ventana fronteriza. Al pronto no lo vieron; luego su efecto sombrío les fue entrando, mal de su grado, por los ojos hasta el alma. Eran las montañas negras, duras, macizas en apariencia, bajo la oscurísima techumbre del cielo tormentoso; era el valle alumbrado por las claridades pálidas de un angustiado sol; era el grupo de castaños, inmóvil unas veces, otras violentamente sacudido por la racha del ventarrón furioso y desencadenado… A un mismo tiempo exclamaron los dos, capellán y señorita:
—¡Qué día tan triste!
Julián reflexionaba en la rara coincidencia de los terrores de Nucha y los suyos propios; y, pensando alto, prorrumpía:
—Señorita, también esta casa…, vamos, no es por decir mal de ella, pero… es un poco
miedosa
. ¿No le parece?
Los ojos de Nucha se animaron, como si el capellán le hubiese adivinado un sentimiento que no se atrevía a manifestar.
—Desde que ha venido el invierno—murmuró hablando consigo misma—no sé qué tiene ni qué trazas saca… que no me parece la misma… Hasta las murallas se han vuelto más gordas y la piedra más oscura… Será una tontería, ¡ya sé que lo será!, pero no me atrevo a salir de mi habitación, yo que antes revolvía todos los rincones y andaba por todas partes… Y no tengo remedio sino dar una vuelta por ella… Necesito ver si hay abajo, en el sótano, arcones para la ropa blanca… Hágame el favor de venir, Julián, ahora que la niña duerme… Quiero quitarme de la cabeza estas aprensiones y estas tontunas.
Intentó el capellán disuadirla: temía que se cansase, que se enfriase al atravesar los salones, al bajar al claustro. La señorita no dio más respuesta que dejar la labor, envolverse en su mantón y echar a andar. Cruzaron a buen paso la fila de habitaciones extensas, desamuebladas, casi vacías, donde las pisadas retumbaban sordamente. De tiempo en tiempo, Nucha volvía la cabeza atrás a ver si la seguía su acompañante, y el ademán de volverla revelaba alteración y zozobra. En la diestra columpiaba un manojo de llaves. Salieron al claustro superior, y por una escalerilla muy pendiente descendieron al inferior, cuyas arcadas eran de piedra.
Llegados al patín que cerraba el grave claustro, Nucha señaló a un pilar que tenía incrustada una argolla de hierro, de la cual colgaba aún un eslabón comido de orín.
—¿Sabe usted qué era esto?—murmuró con apagada voz.
—No sé—respondió Julián.
—Dice Pedro—explicó la señorita—que estuvo ahí la cadena con que tenían sujeto sus abuelos a un negro esclavo… ¿No parece mentira que se hiciesen semejantes crueldades? ¡Qué tiempos tan malos, Julián!
—Señorita…, a don Máximo Juncal, que no piensa más que en política, todo se le vuelve hablar de eso; pero mire usted, en cada tiempo hay su legua de mal camino… Bastantes barbaridades hacen hoy en día, y la religión anda perdida desde estas grescas.
—Pero como aquí—observó Nucha, formulando sencillamente una observación histórico-filosófica de bastante alcance—no ve uno sino las atrocidades de los señores de otro tiempo…, parece que son las únicas que le dan en qué pensar… ¿Por qué serán tan malos cristianos los hombres?—añadió entreabriendo los labios con cándido asombro.
El cielo se oscureció más en el momento de expresarse así Nucha; un relámpago alumbró súbitamente las profundidades de las arcadas del claustro y el rostro de la señorita, que adquirió a la luz verdosa el aspecto trágico de una faz de imagen.
—¡Santa Bárbara bendita!—articuló piadosamente el capellán, estremeciéndose—. Volvámonos arriba, señorita… Está tronando. Como este año no tuvimos
cordonazo de San Francisco
…, ya se ve, el equinoccio no quiere pasar sin esto… ¿Subimos?
—No—resolvió Nucha, empeñada en combatir sus propios terrores—. Ésta es la puerta del sótano… ¿Cuál será la llave?
La buscó algún tiempo en el manojo. Al introducirla en la cerradura y empujar la puerta, otro relámpago bañó de claridad fantasmagórica el sitio en que iba a penetrar; rodó el carro del trueno, pausado al principio, después ronco y formidable, como una voz hinchada por la cólera, y Nucha retrocedió con espanto.
—¿Qué sucede, señorita querida? ¿Qué sucede?—gritó el capellán.
—¡Nada… nada!—tartamudeó la señora de Ulloa—. Se me figuró al abrir que estaba ahí dentro un perro muy grande, sentado, y que se levantaba y se me echaba para morderme… ¿Si no los tendré cabales? Pues mire usted que juraría haberlo visto.
—¡El dulce Nombre! No, señorita es que hace frío aquí, es que truena, es que es una locura andar ahora revolviendo en los sótanos… Retírese usted; yo buscaré lo que haga falta.
—No—replicó Nucha con energía—. Ya me carga de veras ser tan boba… Quiero entrar antes, para que vea usted si comprendo perfectamente que todas son necedades… ¿Trae usted la cerilla?—gritó ya desde dentro.
El capellán la encendió, y a su luz menos que dudosa vieron el sótano, mejor dicho, entrevieron las paredes destilando humedad; el confuso montón de objetos retirados allí por inservibles y pudriéndose en los rincones; el conjunto de cosas informes y, por lo mismo, temerosas y vagas. En la penumbra de aquel lugar casi subterráneo, en el hacinamiento de vejestorios retirados por inservibles y entregados a las ratas, la pata de una mesa parecía un brazo momificado, la esfera de un reloj era la faz blanquecina de un muerto, y unas botas de montar carcomidas, asomando por entre papeles y trapos, despertaban en la fantasía la idea de un hombre asesinado y oculto allí. No obstante, Nucha, con paso resuelto, fue derecha al caos húmedo y medroso, y, con la voz ahogada y conmovida de los que acaban de obtener un gran triunfo sobre sí mismos, gritó: