—Aquí está el arcón… Que me lo suban después…
Salió muy animada, satisfecha de su resolución, vencedora en la lucha cuerpo a cuerpo con el caserón que la asustaba. Al subir otra vez por la escalerilla, volvió a sobrecogerla el fragor de un trueno más hondo, poderoso y cercano que los anteriores. ¡Era preciso encender la vela del Santísimo y rezar el Trisagio!
Así lo hicieron al punto. La vela fue colocada sobre la cómoda de Nucha: un cirio bastante largo aún, de cera color de naranja, con muchas lágrimas y un pábilo que chisporroteaba y no acababa de arder. Antes de arrodillarse, cerraron las maderas de la ventana, para evitar que la ojeada fulgurante del relámpago les deslumbrase a cada minuto. Rugía con creciente ira el viento, y la tronada se había situado sobre los Pazos, oyéndose su estruendo lo mismo que si corriese por el tejado un escuadrón de caballos a galope o si un gigante se entretuviese en arrastrar un peñasco y llevarlo a tumbos por encima de las tejas. ¡Con cuánto fervor empezó el capellán a guiar el Trisagio misterioso! Anonadándose ante la cólera divina, cuya violencia sacudía y hacía retemblar a los Pazos como si fuesen una choza, pronunciaba:
De la subitánea muerte del rayo y de la centella libra este Trisagio, y sella a quien lo reza: y advierte…
Nucha, de repente, se incorporaba lanzando un chillido, y corría al sofá, donde se reclinaba lanzando interrumpidas carcajadas histéricas, que sonaban a llanto. Sus manos crispadas arrancaban los corchetes de su traje, o comprimían sus sienes, o se clavaban en los almohadones del sofá, arañándolos con furor… Aunque tan inexperto, Julián comprendió lo que ocurría: el espasmo inevitable, la explosión del terror reprimido, el pago del alarde de valentía de la pobre Nucha…
—¡Filomena, Filomena! Aquí, mujer, aquí… Agua, vinagre…, el frasquito aquél… ¿Dónde está el frasco que vino de la botica de Cebre? Aflójele el vestido… Ya me vuelvo de espaldas, mujer, no necesitaba avisármelo… Unos pañitos fríos en las sienes… ¡Si truena, que truene! Deje tronar… Acuda a la señorita… Dele aire con este papel aunque sea… ¿Ya está cubierta y floja? Se lo daré yo, poquito a poco… Que respire bien el vinagre…
Notóse días después alguna mejoría en el estado general de la señora de Ulloa, con lo cual el capellán revivió y se le animó también el marchito semblante. El marqués andaba en extremo distraído, organizando una cazata a los lejanos montes de Castrodorna, más allá del río; el tiempo se aseguraba; las noches eran de helada, claras y glaciales; acercábase el plenilunio, y todo prometía feliz éxito. La víspera de la salida al cazadero vinieron a dormir a los Pazos el notario de Cebre, el señorito de Limioso, el cura de Boán, el de Naya, y un cazador furtivo, escopeta negra infalible, conocida en el país por el alias de
Bico de rato
(hocico de ratón), mote apropiadísimo a la color tiznada de su cara, donde giraban dos ojuelos vivarachos. Llenóse la casa de ruido, de tilinteo de cascabeles, de cadencia de uñas de perros sobre los pisos de madera, de voces sonoras y de órdenes para tener en punto al amanecer todos los arreos de caza. La cena fue regocijada y ruidosa: se bromeó, se contaron de antemano las perdices que habían de sucumbir, se saborearon por adelantado las provisiones que se llevaban al monte, y se remojó previamente el gaznate con jarros de un tinto añejo que daba gloria. A la hora de los postres y del café, habiéndose retirado Nucha, que por el ansia de su niña se recogía temprano, subieron de la cocina Primitivo y el ratón, y los futuros compañeros de glorias y fatigas comenzaron a fraternizar fumando y trincando a competencia. Era el momento más sabroso, el verdadero instante de felicidad espiritual para un cazador de raza: era el minuto de las anécdotas cinegéticas y, sobre todo, de los embustes.
Para éstos se establecía turno pacífico, pues nadie renunciaba a soltar su correspondiente bola, y crecían en magnitud conforme se enredaba la plática. Formaban círculo los cazadores, y a sus pies dormían enroscados los perros, con un ojo cerrado y otro entreabierto y de párpado convulso; a veces, cuando se aplacaban las risotadas y las frases chistosas, se oía a los canes
tocar la guitarra
, espulgarse a toda orquesta, ladrar por sueños, sacudir las orejas y suspirar con resignación. Nadie les hacía caso.
El hocico de ratón tiene la palabra:
—¡Pueda que no me lo crean y es tan cierto como que habemos de morir y la tierra nos ha de comer! Para más verdá fue un día de San Silvestre…
—Andarían las brujas sueltas—interrumpió el cura de Boán.
—Si eran
meigas
o era el
trasno
, yo no lo sé: pero lo mismo que habemos de dar cuenta a Dios nuestro Señor de nuestras
auciones
, me pasó lo que les voy a contar. Andaba yo tras de una perdiz agachadito, agachadito y el ratón se agachaba en efecto, siguiendo su inveterada costumbre de representar cuanto hablaba, porque no llevaba perro ni diaño que lo valiese, y estaba, con perdón de las barbas honradas que me escuchan, para montar a caballo de un vallado, cuando oigo ¡tras tris, tras tras!, ¡tipirí, tipirá!, el andar de una liebre; ¡más lista venía… que las
zantellas
! Pues señor…
viro
la cabeza mismo así… ¡con perdón de las barbas!, con mi escopeta más agarrada que la Bula…, y de repente, ¡pan!, me pasa una cosa del otro mundo por encima de la cabeza, y me caigo del vallado abajo…
Explosión de preguntas, de risas, de protestas.
—¿Una cosa del otro mundo?
—¿Un ánima del Purgatorio?
—¿Pero él era persona o animal o qué mil rayos era?
—Abrir la puerta, que esta mentira no cabe en la habitación.
—¡Así Dios me salve y me dé la gloria como es verdad!—clamó el hocico de ratón, poniendo el semblante más compungido del mundo—. ¡Era, con perdón, la descarada de la liebre, que brincó por
riba
de mí y me tiró patas arriba!
La aclaración produjo verdadero delirio. Don Eugenio, el abad de Naya, se abría literalmente de risa, apretándose las caderas con ambas manos, quejándose y derramando lágrimas; el marqués de Ulloa lanzaba carcajadas poderosas; hasta Primitivo modulaba una risa opaca y turbia. El bueno del ratón no podía ya entreabrir los labios para hablar sin que la hilaridad se desatase. En toda reunión de cazadores (gente amiga de bromas pesadas) hay un bufón, un juglar, un gracioso obligado, y este papel correspondía de derecho a la escopeta negra, que se prestaba a desempeñarlo de bonísima gana. Acostumbrado a pasarse los días y las noches al sereno, en espera de la liebre, del conejo o de la perdiz; hecho a apretarse la cintura con una cuerda, a la manera de los salvajes, en las muchas ocasiones en que le faltaba un mendrugo de pan que roer, el mísero ratoncillo era dichoso cuando le tocaba cazar con gente de pro, de la que se lleva al cazadero botas henchidas de lo añejo,
lacones
cocidos y cigarros; ufanábase cuando le celebraban sus patrañas: las narraba cada día con mayor seriedad, convicción y tono ingenuo, y a todas las chanzas respondía invocando a Dios y a los santos de la corte celestial en apoyo de sus aseveraciones estrambóticas.
De pie, con las manos en los bolsillos del pantalón, mapamundi de remiendos, y moviendo con risible rapidez nariz y boca, que tenía de color de unto rancio, aguardaba a que le pidiesen algún nuevo episodio tan verosímil como el de la liebre; pero ahora el turno le correspondía a don Eugenio.
—¿Saben—decía medio llorando y salivando aún de risa—un caso que pasó entre el canónigo Castrelo y un señor muy chistoso, Ramírez de Orense?
—¡El canónigo Castrelo!—exclamaron el cura de Boán y el marqués—. ¡Qué apunte! ¡De órdago! Ése las suelta… como la torre de la Catedral.
—Pues verán, verán cómo encontró con la horma de su zapato donde menos se lo pensaba. Era una noche en el Casino, y estaban jugando al tresillo. Castrelo se puso, como de costumbre, a espetar cuentos de caza… ¡mentira todos! Después de que se hartó, quiso encajar uno descomunal y dijo así muy serio: «Sabrán ustedes que una mañana salí yo al monte, y entre unas matas oí así… un ruido sospechoso. Me acerco muy despacito… el ruido seguía, dale que tienes. Me acerco más…, y ya no me cabe duda de que hay allí escondida una pieza. Armo, apunto, disparo… ¡pum, pum! ¿Y qué creerán ustedes que maté, señores?». Todo el mundo a nombrar animales diferentes: que lobo, que zorro, que jabalí, y hasta hubo quien nombró a un oso… Castrelo a decir que no con la cabeza…, hasta que por último saltó: «Pues ni zorro, ni lobo, ni jabalí… Lo que maté era… ¡un tigre de Bengala!».
—Hombre, don Eugenio… ¡No fastidiar!—gritaron unánimemente los cazadores—. ¿Había de atreverse Castrelo?… ¿Cómo no le deshicieron el morro de una bofetada allí mismo?
Don Eugenio, no consiguiendo que le oyesen, hacía con la mano señas de que faltaba lo mejor del cuento.
—¡Paciencia!—exclamó por fin—. Tengan paciencia, que no se acabó. Pues, señor, ya ustedes comprenderán que en el Casino se armó una gresca. Empezaron a insultar a Castrelo y a tratarlo de mentiroso en su cara. Sólo el señor de Ramírez estaba muy formal, y apaciguaba a los alborotadores. «No hay que asombrarse, no hay que asombrarse; yo les contaré a ustedes una cosa que me pasó a mí cazando, que es más rara todavía que la del señor de Castrelo». El canónigo empieza a escamarse y la gente a atender. «Sabrán ustedes que una mañana salí yo al monte, y, entre unas matas, oí así… un ruido sospechoso. Me acerco muy despacito… El ruido seguía, dale que tienes. Me acerco más… Ya no me cabe duda de que hay allí escondida una pieza. Armo…, apunto…, disparo… ¡Pum, pum!… ¿Y qué creerá usted que maté, señor canónigo?». «¿Cómo demonios lo he de saber? Sería… un león». «¡Ca!». «Pues sería… un elefante». «¡Caaa!». «Sería… lo que usted guste, caramba». «¡Una sota de bastos, señor de Castrelo! ¡Era una sota de bastos!».
Minutos de no entenderse. El ratón reía con una especie de hipo agudo; el señorito de Limioso, ronca y gravemente; el cura de Boán, no sabiendo cómo desahogar el regocijo, pateaba en el suelo y abofeteaba a la mesa.
—¡Ey!—gritó don Eugenio—.
Bico-de-rato
, ¿no te has tropezado tú nunca con ningún tigre? Echa un vasito y cuéntanos si te encontraste alguno por ahí,
hom
.
Atizóse el ratón su medio cuartillo; brilláronle los ojuelos, limpió el labio con la bocamanga de la mugrienta chaqueta, y declaró con acento sincero y candoroso:
—Lo que es
trigues
…, por estos montes no debe de los haber, que si no, ya los tendría matados; pero les diré lo que me pasó un día de la Virgen de Agosto…
—¿A las tres y diez minutos de la tarde?—preguntó don Eugenio.
—No…, habían de ser las once de la mañana, y puede que aún no las fuesen. ¡Pero créanme, como que esa luz nos está alumbrando! Venía yo de tirar a las tórtolas en un sembrado, y me encontré a la chiquilla del tío Pepe de Naya, que traía la vaca mismo cogida así y hacía ademán de arrollarse una cuerda a la muñeca. «Buenos días». «Santos y buenos». «¿Me da las
rulas
?». «¿Y qué me das por ellas, rapaza?». «No tengo un
ichavo
triste». «Pues déjame mamar de la vaquiña, que rabio de sed». «Mame luego, pero no lo chupe todo». Me arrodillo así el ratón medio se hincó de hinojos ante el abad de Naya, y ordeñando en la palma de la mano, con perdón, zampo la leche. ¡Qué fresca! «Vaya, rapaza… ¡San Antón te guarde la vaca!». Ando, ando, ando, ando, y al cuarto de legua de allí me entra un sueño por todo el cuerpo…, como que me voy quedando tonto. ¡A escotar! Me meto por el monte arriba, y llegando a donde hay unos tojos más altos que un cristiano, me tumbo así (con perdón) y saco el sombrero, y lo dejo de esta manera (reparen bien) sobre la yerba. Sueño fue, que hasta de allí a hora y media no volví en mi acuerdo. Voy a apañar mi sombrero para largar… Lo mismo que todos nos habemos de morir y resucitar en la gloria del día del Juicio, me veo debajo una culebra más gorda que mi brazo
derecho
… ¡con perdón!
—¿Pero no que el izquierdo?—interrumpió don Eugenio picarescamente.
—¡Muchísimo más gorda!—continuó el ratón imperturbable—, y toda rollada, rollada, rollada, que cabía allí debajo… ¡y durmiendo como una santa de Dios!
—¿Pero roncar, no roncaba?
—La condenada acudía al olor de la leche…, y valió que le dio idea de esconderse en el chapeo…, que las intenciones bien se las conocí… ¡eran de metérseme por la boca, con perdón de las barbas honradas!
Aunque se armó gran algazara, la moderó algún tanto el cura de Boán recordando las diversas ocasiones en que se oían contar casos análogos: culebras que se encontraban en los establos mamando del pezón de las vacas, otras que se deslizaban en la cuna de los niños para beberles la leche en el estómago…
Asistía Julián a la velada, entretenido y contento, porque la alegría y el humor de los cazadores le disipaba las ideas congojosas de algunos días atrás, el miedo a la Sabia, a Primitivo, a los Pazos, los lúgubres presentimientos acrecentados por la comunicación de los terrores nerviosos de Nucha. Don Eugenio, viéndole animado, le porfiaba para que fuese a hacerles una visita al cazadero; negábase Julián, pretextando la necesidad de decir misa, de rezar las horas canónicas: en realidad, era que no quería dejar enteramente sola a la señorita. Al cabo, tanto insistió don Eugenio, que hubo de prometer, aplazando para el último día.
—No ha de haber nada de eso —exclamó el bullicioso párroco—. Mañana por la mañanita nos lo llevamos con nosotros… Se vuelve de allá pasado mañana temprano.
Toda resistencia hubiera sido inútil, y más en tal momento, cuando la jarana crecía y el vino menguaba en los jarros. Julián sabía que aquella gente maleante y retozona era capaz de llevarlo por fuerza, si se negaba a ir de grado.
Tuvo, pues, que salir al romper el alba, dando diente con diente, caballero en la mansa pollinita, y siendo blanco de las bromas de los cazadores, porque iba vestido de modo asaz impropio para la ocasión, sin zamarra, ni polainas de cuero, ni sombrerazo, ni armas ofensivas o defensivas de ninguna especie. El día asomaba despejado y magnífico: en las hierbas resplandecían las cristalizaciones de la escarcha; la tierra se estremecía de frío y humeaba levemente a la primera caricia del sol; el paso animado y gimnástico de los cazadores resonaba militarmente sobre el terreno endurecido por la helada.
Desde el cazadero, adonde llegaron a cosa de las nueve, desparramáronse por el monte. Julián, no sabiendo qué hacer de su persona, quedóse pegado a don Eugenio, y le vio realizar dos proezas cinegéticas y meter en el morral dos pollitos de perdiz, tibios aún de la recién arrancada vida. Es de advertir que don Eugenio no gozaba fama de diestro tirador, por lo cual, al reunirse los cazadores a mediodía para comer en un repuesto encinar, el párroco de Naya invocó el testimonio de Julián para que asegurase que se las había visto tirar al vuelo.