Tan deshecha y acabada le parecía al capellán la señorita, que un día se atrevió, venciendo recelos inexplicables, a llamar aparte a don Pedro, preguntándole en voz entrecortada si no sería bueno avisar al señor de Juncal, para que viese…
—¿Está usted loco?—respondió don Pedro, fulminándole una mirada despreciativa—. ¿Llamar a Juncal…, después de lo que trabajó contra mí en las elecciones? Máximo Juncal no atravesará más las puertas de esta casa.
No replicó el capellán, pero pocos días después, volviendo de Naya, se tropezó con el médico. Éste detuvo su caballejo, y, sin apearse, contestó a las preguntas de Julián.
—«Puede ser grave…». Quedó muy débil del parto, y necesitaba cuidados exquisitos… Las mujeres nerviosas sanan del cuerpo cuando se les tranquiliza y se les distrae el espíritu… Mire, Julián, tendríamos que hablar para seis horas si yo le dijese todo lo que pienso de esa infeliz señorita, y de esos Pazos… Punto en boca… Bonito diputado querían ustedes enviar a las Cortes… Más valdría que sus padres lo hubiesen mandado a la escuela…
Puede ser grave… Esto principalmente se estampó en el pensamiento de Julián. Sí que podía ser grave: ¿Y de qué medios disponía él para conjurar la enfermedad y la muerte? De ninguno. Envidió a los médicos. Él sólo tenía facultades para curar el espíritu: ni aun ésas le servían, pues Nucha no se confesaba con él; y hasta la idea de que se confesase, de ver desnuda un alma tan hermosa, le turbaba y confundía.
Muchas veces había pensado en semejante probabilidad: cualquier día era fácil que Nucha, por necesidad de desahogo y de consuelo, viniese a echársele a los pies en el tribunal de la penitencia y a demandarle consejos, fuerza, resignación. «¿Y quién soy yo—se decía Julián—para guiar a una persona como la señorita Marcelina? Ni tengo edad, ni experiencia, ni sabiduría suficiente; y lo peor es que también me falta virtud, porque yo debía aceptar gustoso todos los padecimientos de la señorita, creer que Dios se los envía para probarla, para acrecentar sus méritos, para darle mayor cantidad de gloria en el otro mundo… y soy tan malo, tan carnal, tan ciego, tan inepto, que me paso la vida dudando de la bondad divina porque veo a esta pobre señora entre adversidades y tribulaciones pasajeras… Pues no ha de ser así—resolvía el capellán con esfuerzo—. He de abrir los ojos, que para eso tengo la luz de la fe, negada a los incrédulos, a los impíos, a los que están en pecado mortal. Si la señorita me viene a pedir que le ayude a llevar la cruz, enseñémosle a que la abrace amorosamente. Es necesario que comprenda ella, y yo también, lo que significa esa cruz. Con ella se va a la felicidad única y verdadera. Por muy dichosa que fuese la señorita aquí en el mundo, vamos a ver, ¿cuánto tiempo y de qué manera podría serlo? Aunque su marido la… estimase como merece, y la pusiese sobre las niñas de sus ojos, ¿se libraría por eso de contrariedades, enfermedades, vejez y muerte? Y cuando llega la hora de la muerte, ¿qué importa ni de qué sirve haber pasado un poco más alegre y tranquila esta vidilla perecedera y despreciable?».
Tenía Julián a la mano siempre un ejemplar de la
Imitación de Cristo
; era la modesta edición de la Librería religiosa, y castiza y admirable traducción del P. Nieremberg. Al frente de la portada había un grabado, bien ínfimo como obra de arte, que proporcionaba al capellán mucho alivio cada vez que fijaba sus ojos en él. Representaba una colina, el Calvario; y por el estrecho sendero que conducía al lugar del suplicio, iba subiendo lentamente Jesús, con la cruz a cuestas, y el rostro vuelto hacia un fraile que allá en lontananza se echaba otra cruz al hombro. Aunque malo el dibujo y peor el desempeño, respiraba aquel grabado una especie de resignación melancólica, adecuada a la situación moral del presbítero. Y después de haberlo contemplado despacio, parecíale sentir en los hombros una pesadumbre abrumadora y dulcísima a la vez, y una calma honda, como si se encontrase—calculaba él para sí—sepultado en el fondo del mar, y el agua le rodease por todas partes, sin ahogarle. Entonces leía párrafos del libro de oro, que se le entraban en el alma a manera de hierro enrojecido en la carne:
«¿Por qué temes, pues, tomar la cruz, por la cual se va al reino? En la cruz está la salud, en la cruz está la vida, en la cruz está la defensa de los enemigos, en la cruz está la infusión de la suavidad soberana, en la cruz está la fortaleza del corazón, en la cruz está el gozo del espíritu, en la cruz está la suma virtud, en la cruz está la perfección de la santidad… Toma pues tu cruz, y sigue a Jesús… Mira que todo consiste en la cruz, y todo está en morir; y no hay otro camino para la vida y para la verdadera paz que el de la santa cruz y continua mortificación… Dispón y ordena todas las cosas según tu querer, y no hallarás sino que has de padecer algo, o de grado o por fuerza; y así siempre hallarás la cruz, porque o sentirás dolor en el cuerpo, o padecerás tribulación en el espíritu… Cuando llegares al punto de que la aflicción te sea dulce y gustosa por amor de Cristo, piensa entonces que te va bien, porque hallaste el paraíso en la tierra…».
—¡Cuándo llegaré yo a este estado de bienaventuranza, Señor!—murmuraba Julián poniendo una señal en el libro—. Había oído algunas veces que Dios concede lo que se le pide mentalmente en el acto de consagrar la hostia, y con muchas veras le pedía llegar al punto de que su cruz… No, la de la pobre señorita, le fuese dulce y gustosa, como decía Kempis…
A la misa en la capilla remozada asistía siempre Nucha, oyéndola toda de rodillas, y retirándose cuando Julián daba gracias. Sin volverse ni distraerse en la oración, Julián conocía el instante en que se levantaba la señorita y el ruido imperceptible de sus pisadas sobre el entarimado nuevo. Cierta mañana no lo oyó. Este hecho tan sencillo le privó de rezar con sosiego. Al alzarse, vio a Nucha también en pie, el índice sobre los labios. Perucho, que ayudaba a misa con desembarazo notable, se dedicaba a apagar los cirios, valiéndose de una luenga caña. La mirada de la señorita decía elocuentemente:
«Que se vaya ese niño».
El capellán ordenó al acólito que despejase.
Tardó éste algo en obedecer, deteniéndose en doblar la toalla del lavatorio. Al fin se fue, no muy de su grado. Llenaba la capilla olor de flores y barniz fresco; por las ventanas entraba una luz caliente, que cernían visillos de tafetán carmesí; y las carnes de los santos del altar adquirían apariencia de vida, y la palidez de Nucha se sonroseaba artificialmente.
—¿Julián?—preguntó con imperioso acento, extraño en ella.
—Señorita… —respondió él en voz baja, por respeto al lugar sagrado. Tembláronle los labios y las manos se le enfriaron, pues creyó llegado el terrible momento de la confesión.
—Tenemos que hablar. Y ha de ser aquí, por fuerza. En otras partes no falta quien aceche.
—Es verdad que no falta.
—¿Hará usted lo que le pida?
—Ya sabe que…
—¿Sea lo que sea?
—Yo…
Su turbación crecía: el corazón le latía con sordo ruido. Se recostó en el altar.
—Es preciso—declaró Nucha sin apartar de él sus ojos, más que vagos, extraviados ya—que me ayude usted a salir de aquí. De esta casa.
—A… A… salir… —tartamudeó Julián, aturdido.
—Quiero marcharme. Llevarme a mi niña. Volverme junto a mi padre. Para conseguirlo hay que guardar secreto. Si lo saben aquí, me encerrarán con llave. Me apartarán de la pequeña. La matarán. Sé de fijo que la matarán.
El tono, la expresión, la actitud, eran de quien no posee la plenitud de sus facultades mentales; de mujer impulsada por excitación nerviosa que raya en desvarío.
—Señorita… —articuló el capellán, no menos alterado—, no esté de pie, no esté de pie… Siéntese en este banquito… Hablemos con tranquilidad… Ya conozco que tiene disgustos, señorita… Se necesita paciencia, prudencia… Cálmese…
Nucha se dejó caer en el banco. Respiraba fatigosamente, como persona en quien se cumplen mal las funciones pulmonares. Sus orejas, blanquecinas y despegadas del cráneo, transparentaban la luz. Habiendo tomado aliento, habló con cierto reposo.
—¡Paciencia y prudencia! Tengo cuanta cabe en una mujer. Aquí no viene al caso disimular: ya sabe usted cuándo empezó a clavárseme la espina; desde aquel día me propuse averiguar la verdad, y no me costó… gran trabajo. Digo, sí; me costó un… un combate… En fin, eso es lo que menos importa. Por mí no pensaría en irme, pues no estoy buena y se me figura que… duraré poco…, pero… ¿y la niña?
—La niña…
—La van a matar, Julián, esas… gentes. ¿No ve usted que les estorba? ¿Pero no lo ve usted?
—Por Dios le pido que se sosiegue… Hablemos con calma, con juicio…
—¡Estoy harta de tener calma!—exclamó con enfado Nucha, como el que oye una gran simpleza—. He rogado, he rogado… He agotado todos los medios… No aguardo, no puedo aguardar más. Esperé a que se acabasen las elecciones dichosas, porque creía que saldríamos de aquí y entonces se me pasaría el miedo… Yo tengo miedo en esta casa, ya lo sabe usted, Julián; miedo horrible… Sobre todo de noche.
A la luz del sol, que tamizaban los visillos carmesíes, Julián vio las pupilas dilatadas de la señorita, sus entreabiertos labios, sus enarcadas cejas, la expresión de mortal terror pintada en su rostro.
—Tengo mucho miedo—repitió estremeciéndose.
Renegaba Julián de su sosera. ¡Cuánto daría por ser elocuente! Y no se le ocurría nada, nada. Los consuelos místicos que tenía preparados y atesorados, la teoría de abrazarse a la cruz…, todo se le había borrado ante aquel dolor voluntarioso, palpitante y desbordado.
—Ya desde que llegué… esta casa tan grande y tan antigua… —prosiguió Nucha—me dio frío en la espalda… Sólo que ahora… no son tonterías de chiquilla mimada, no… Me van a matar a la pequeña… ¡Usted lo verá! Así que la dejo con el ama, estoy en brasas… Acabemos pronto… Esto se va a resolver ahora mismo. Acudo a usted, porque no puedo confiarme a nadie más… Usted quiere a mi niña.
—Lo que es quererla… —balbució Julián, casi afónico de puro enternecido.
—Estoy sola, sola… —repitió Nucha pasándose la mano por las mejillas. Su voz sonaba como entrecortada por lágrimas que contenía—. Pensé en confesarme con usted, pero… buena confesión te dé Dios… No obedecería si usted me mandase quedarme aquí… Ya sé que es mi obligación: la mujer no debe apartarse del marido. Mi resolución, cuando me casé, era…
Detúvose de pronto, y careándose con Julián, le preguntó:
—¿No le parece a usted como a mí que este casamiento tenía que salir mal? Mi hermana Rita ya era casi novia del primo cuando él me pidió… Sin culpa mía, quedamos reñidas Rita y yo desde entonces… No sé cómo fue aquello; bien sabe Dios que no puse nada de mi parte para que Pedro se fijase en mí. Papá me aconsejó que, de todos modos, me casase con el primo… Yo seguí el consejo… Me propuse ser buena, quererle mucho, obedecerle, cuidar de mis hijos… Dígame usted, Julián, ¿he faltado en algo?
Julián cruzó las manos. Sus rodillas se doblaban, y a punto estuvo de hincarlas en tierra. Pronunció con entusiasmo:
—Usted es un ángel, señorita Marcelina.
—No… —replicó ella—, ángel no, pero no me acuerdo de haber hecho daño a nadie. He cuidado mucho a mi hermanito Gabriel, que era delicado de salud y no tenía madre…
Al pronunciar esta frase, la ola rebosó, las lágrimas corrieron por fin; Nucha respiró mejor, como si aquellos recuerdos de la infancia templasen sus nervios y el llanto le diese alivio.
—Y por cierto que le tomé tal cariño, que pensaba para mí: «Si tengo hijos algún día, no es posible quererlos más que a mi hermano». Después he visto que esto era un disparate; a los hijos se les quiere muchísimo más aún.
El cielo se nublaba lentamente, y se oscurecía la capilla. La señorita hablaba con sosiego melancólico.
—Cuando mi hermano se fue al colegio de artillería, yo no pensé más que en dar gusto a papá, y en que se notase poco la falta de la pobre mamá… Mis hermanas preferían ir a paseo, porque, como son bonitas, les gustaban las diversiones. A mí me llamaban feúcha y bizca, y me aseguraban que no encontraría marido.
—¡Ojalá!—exclamó Julián sin poder reprimirse.
—Yo me reía. ¿Para qué necesitaba casarme? Tenía a papá y a Gabriel con quien vivir siempre. Si ellos se me morían, podía entrar en un convento: el de las Carmelitas, en que está la tía Dolores, me gustaba mucho. En fin, no he tenido culpa ninguna del disgusto de Rita. Cuando papá me enteró de las intenciones del primo, le dije que no quería sacarle el novio a mi hermana, y entonces papá… me besuqueó mucho en los carrillos, como cuando era pequeña, y… me parece que le estoy oyendo… me respondió así: «Rita es una tonta…, cállate». Pero por mucho que diga papá… ¡al primo le seguía gustando más Rita!…
Continuó después de algunos segundos de silencio:
—Ya ve usted que no tenía mucho por qué envidiarme mi hermana… ¡Cuánta hiel he tragado, Julián! Cuando lo pienso se me pone un nudo aquí…
El capellán pudo al fin expresar parte de sus sentimientos.
—No me extraña que se le ponga ese nudo… Soy yo y lo tengo también… Día y noche estoy cavilando en sus males, señorita… Cuando vi aquella señal… La lastimadura en la muñeca…
Por primera vez durante la conversación se encendió el descolorido rostro de Nucha, y sus ojos se velaron, cubriéndolos la caída de las pestañas. No respondió directamente.
—Mire usted—murmuró con asomos de amarga sonrisa—que siempre me suceden a mí desgracias por cosas de que no tengo la culpa… Pedro se empeñaba en que yo le reclamase a papá la legítima de mamá, porque papá le negó un dinero que le hacía falta para las elecciones. También se disgustó mucho porque la tía Marcelina, que pensaba instituirme heredera, creo que va a dejarle a Rita los bienes… Yo no tengo que ver con nada de eso… ¿Por qué me matan? Ya sé que soy pobre: no hay necesidad de repetírmelo… En fin, esto es lo de menos… Me dolió bastante más el que mi marido me dijese que por mí se ve sin sucesión la casa de Moscoso… ¡Sin sucesión! ¿Y mi niña? ¡Angelito de mis entrañas!
Lloraba la infeliz señora, lentamente, sin sollozar. Sus párpados tenían ya el matiz rojizo que dan los pintores a los de las Dolorosas.
—Lo mío—añadió—no me importa. Lo mío lo aguantaría hasta el último instante. Que me… traten de un modo… o de otro, que… que la criada… sea… ocupe mi sitio… bien…, bien, paciencia, sería cuestión de tener paciencia, de sufrir, de dejarse morir… Pero está de por medio la niña…, hay otro niño, otro hijo, un bastardo… La niña estorba… ¡La matarán!…