No, no lo olvidará Julián. No olvidará aquellas inesperadas tribulaciones, el valor repentino y ni aun de él mismo sospechado que desplegó en momentos tan críticos para arrojar a la faz del marido cuanto le hervía en el alma, la reprobación, la indignación contenida por su habitual timidez; el reto provocado por el bárbaro insulto; los calificativos terribles que acudían por vez primera a su boca, avezada únicamente a palabras de paz; el emplazamiento
de hombre a hombre
que lanzó al salir de la capilla… No olvidará, no, la escena terrible, por muchos años que pesen sobre sus hombros y por muchas canas que le enfríen las sienes. Ni olvidará tampoco su partida precipitada, sin dar tiempo a recoger el equipaje; cómo ensilló con sus propias inexpertas manos la yegua; cómo, desplegando una maestría debida a la urgencia, había montado, espoleado, salido a galope, ejecutando todos estos actos mecánicamente, cual entre sueños, sin aguardar a que se disipase el corto hervor de la sangre, sin querer ver a la niña ni darle un beso, porque comprendía, estaba seguro de que, si lo hiciera, sería capaz de postrarse a los pies del señorito, rogándole humildemente que le permitiese quedarse allí en los Pazos, aunque fuese de pastor de ganado o jornalero…
No olvidará tampoco la salida de la casa solariega, la ascensión por el camino que el día de su llegada le pareció tan triste y lúgubre… El cielo está nublado; ciernen la claridad del sol pardos crespones cada vez más densos; los pinos, juntando sus copas, susurran de un modo penetrante, prolongado y cariñoso; las ráfagas del aire traen el olor sano de la resina y el aroma de miel de los retamares. El crucero, a poca distancia, levanta sus brazos de piedra manchados por el oro viejo del liquen… La yegua, de improviso, respinga, tiembla, se encabrita… Julián se agarra instintivamente a las crines, soltando la rienda… En el suelo hay un bulto, un hombre, un cadáver; la hierba, en derredor suyo, se baña en sangre que empieza ya a cuajarse y ennegrecerse. Julián permanece allí, clavado, sin fuerzas, anonadado por una mezcla de asombro y gratitud a la Providencia, que no puede razonar, pero le subyuga… El cadáver tiene la faz contra tierra; no importa: Julián ha reconocido a Primitivo; es él mismo. El capellán no vacila, no discurre quién le habrá matado. ¡Cualquiera que sea el instrumento, lo dirige la mano de Dios! Desvía la yegua, se persigna, se aparta, se aleja definitivamente, volviendo de cuando en cuando la cabeza para ver el negro bulto, sobre el fondo verde de la hierba y la blancura gris del paredón…
¡Ah! No, no olvida nada Julián. No olvida en Santiago, donde su llegada se glosa, donde su historia en los Pazos adquiere proporciones leyendarias, donde el éxito de las elecciones, la partida del capellán, el asesinato del mayordomo, se comentan, se adornan, entretienen al pueblo casi todo un mes, y donde las gentes le paran en la calle preguntándole qué ocurre por allá, qué sucede con Nucha Pardo, si es cierto que su marido la maltrata y que está muy enferma, y que las elecciones de Cebre han sido un escándalo gordo. No olvida cuando el arzobispo le llama a su cámara, a fin de inquirir qué hay de verdad en todo lo ocurrido, y él, después de arrodillarse, lo cuenta sin poner ni quitar una sílaba, encontrando en la sincera confesión inexplicable alivio, y besando, con el corazón desahogado ya, la amatista que brilla sobre el anular del prelado. No olvida cuando éste dispone enviarle a una parroquia apartadísima, especie de destierro, donde vivirá completamente alejado del mundo.
Es una parroquia de montaña, más montaña que los Pazos, al pie de una sierra fragosa, en el corazón de Galicia. No hay en toda ella, ni en cuatro leguas a la redonda, una sola casa señorial; en otro tiempo, en épocas feudales, se alzó, fundado en peñasco vivo, un castillo roquero, hoy ruina comida por la hiedra y habitada por murciélagos y lagartos. Los feligreses de Julián son pobres pastores: en vísperas de fiesta y tiempo de oblata le obsequian con leche de cabra, queso de oveja, manteca en orzas de barro. Hablan dialecto cerradísimo, arduo de comprender; visten de somonte y usan greñas largas, cortadas sobre la frente a la manera de los antiguos siervos. En invierno cae la nieve y aúllan los lobos en las inmediaciones de la rectoral; cuando Julián tiene que salir a las altas horas de la noche para llevar los sacramentos a algún moribundo, se ve obligado a cubrirse con coroza de paja y a calzar zuecos de palo; el sacristán va delante, alumbrando con un farol, y entre la oscuridad nocturna, las encinas parecen fantasmas…
Pasadas dos estaciones recibe una esquela, una papeleta orlada de negro; la lee sin entenderla al pronto; después se entera bien del contenido, y sin embargo no llora, no da señal alguna de pena… Al contrario, aquel día y los siguientes experimenta como un sentirmento de consuelo, de bienestar y de alegría, porque la señorita Nucha, en el cielo, estará desquitándose de lo sufrido en esta tierra miserable, donde sólo martirios aguardan a un alma como la suya… La doctrina resignada de la
Imitación
ha vuelto a reinar en su espíritu. Hasta el efecto de la noticia se borra pronto, y una especie de insensibilidad apacible va cauterizando el espíritu de Julián: piensa más en lo que le rodea, se interesa por la iglesia desmantelada, trata de enseñar a leer a los salvajes chiquillos de la parroquia, funda una congregación de hijas de María para que las mozas no bailen los domingos… Y así pasa el tiempo, uniformemente, sin dichas ni amarguras, y la placidez de la naturaleza penetra en el alma de Julián, y se acostumbra a vivir como los paisanos, pendiente de la cosecha, deseando la lluvia o el buen tiempo como el mayor beneficio que Dios puede otorgar al hombre, calentándose en el
lar
, diciendo misa muy temprano y acostándose antes de encender luz, conociendo por las estrellas si se prepara agua o sol, recogiendo castaña y patata, entrando en el ritmo acompasado, narcótico y perenne de la vida agrícola, tan inflexible como la vuelta de las golondrinas en primavera y el girar eterno de nuestro globo, describiendo la misma elipse, al través del espacio…
Y, sin embargo, no olvida. Y en aquel rincón viene a sorprenderle el ascenso, la traslación a la parroquia de Ulloa, especie de desagravio del arzobispo. La mitra alternaba con los señores de Ulloa en la presentación del curato, y el arzobispo había querido manifestar así al humilde párroco, enterrado diez años hacía en la montaña más fiera de la diócesis, que la calumnia puede empañar el cristal de la honra, no mancharlo.
Diez años son una etapa, no sólo en la vida del individuo, sino en la de las naciones. Diez años comprenden un periodo de renovación: diez años rara vez corren en balde, y el que mira hacia atrás suele sorprenderse del camino que se anda en una década. Mas así como hay personas, hay lugares para los cuales es insensible el paso de una décima parte de siglo. Ahí están los Pazos de Ulloa, que no me dejarán mentir. La gran huronera, desafiando al tiempo, permanece tan pesada, tan sombría, tan adusta como siempre. Ninguna innovación útil o bella se nota en su mueblaje, en su huerto, en sus tierras de cultivo. Los lobos del escudo de armas no se han amansado; el pino no echa renuevos; las mismas ondas simétricas de agua petrificada bañan los estribos de la puente señorial.
En cambio la villita de Cebre, rindiendo culto al progreso, ha atendido a las mejoras morales y materiales, según frase de un cebreño ilustrado, que envía correspondencias a los diarios de Pontevedra y Orense. No se charla ya de política solamente en el estanco: para eso se ha fundado un Círculo de Instrucción y Recreo, Artes y Ciencias (lo reza su reglamento) y se han establecido algunas tiendecillas que el cebreño susodicho denomina
bazares
. Verdad es que los dos caciques aún continúan disputándose el mero y mixto imperio; mas ya parece seguro que Barbacana, representante de la reacción y la tradición, cede ante Trampeta, encarnación viviente de las ideas avanzadas y de la nueva edad.
Dicen algunos maliciosos que el secreto del triunfo del cacique liberal está en que su adversario, hoy canovista, se encuentra ya extremadamente viejo y achacoso, habiendo perdido mucha parte de sus bríos e indómito al par que traicionero carácter. Sea como quiera, el caso es que la influencia barbacanesca anda maltrecha y mermada.
Quien ha envejecido bastante, de un modo prematuro, es el antiguo capellán de los Pazos. Su pelo está estriado de rayitas argentadas; su boca se sume; sus ojos se empañan; se encorvan sus lomos. Avanza despaciosamente por el
carrero
angosto que serpea entre viñedos y matorrales conduciendo a la iglesia de Ulloa.
¡Qué iglesia tan pobre! Más bien parece la casuca de un aldeano, conociéndose únicamente su sagrado destino en la cruz que corona el tejadillo del pórtico. La impresión es de melancolía y humedad, el atrio herboso está a todas horas, aun a las meridianas, muy salpicado y como empapado de rocío. La tierra del atrio sube más alto que el peristilo de la iglesia, y ésta se hunde, se sepulta entre el terruño que lentamente va desprendiéndose del collado próximo. En una esquina del atrio, un pequeño campanario aislado sostiene el rajado esquilón; en el centro, una cruz baja, sobre tres gradas de piedra, da al cuadro un toque poético, pensativo. Allí, en aquel rincón del universo, vive Jesucristo… ¡pero cuán solo!, ¡cuán olvidado!
Julián se detuvo ante la cruz. Estaba viejo realmente, y también más varonil: algunos rasgos de su fisonomía delicada se marcaban, se delineaban con mayor firmeza; sus labios, contraídos y palidecidos, revelaban la severidad del hombre acostumbrado a dominar todo arranque pasional, todo impulso esencialmente terrestre. La edad viril le había enseñado y dado a conocer cuánto es el mérito y debe ser la corona del sacerdote puro. Habíase vuelto muy indulgente con los demás, al par que severo consigo mismo.
Al pisar el atrio de Ulloa notaba una impresión singularísima. Parecíale que alguna persona muy querida, muy querida para él, andaba por allí, resucitada, viviente, envolviéndole en su presencia, calentándole con su aliento. ¿Y quién podía ser esa persona? ¡Válgame Dios! ¡Pues no daba ahora en el dislate de creer que la señora de Moscoso vivía, a pesar de haber leído su esquela de defunción! Tan rara alucinación era, sin duda, causada por la vuelta a Ulloa, después de un paréntesis de dos lustros. ¡La muerte de la señora de Moscoso! Nada más fácil que cerciorarse de ella… Allí estaba el cementerio. Acercarse a un muro coronado de hiedra, empujar una puerta de madera, y penetrar en su recinto.
Era un lugar sombrío, aunque le faltasen los lánguidos sauces y cipreses que tan bien acompañan con sus actitudes teatrales y majestuosas la solemnidad de los camposantos. Limitábanlo, de una parte, las tapias de la iglesia; de otra, tres murallones revestidos de hiedra y plantas parásitas; y la puerta, fronteriza a la de entrada por el atrio, la formaba un enverjado de madera, al través del cual se veía diáfano y remoto horizonte de montañas, a la sazón color de violeta, por la hora, que era aquella en que el sol, sin calentar mucho todavía, empieza a subir hacia su zenit, y en que la naturaleza se despierta como saliendo de un baño, estremecida de frescura y frío matinal. Sobre la verja se inclinaba añoso olivo, donde nidaban mil gorriones alborotadores, que a veces azotaban y sacudían el ramaje con su voleteo apresurado; y hacíale frente una enorme mata de hortensia, mustia y doblegada por las lluvias de la estación, graciosamente enfermiza, con sus mazorcas de desmayadas flores azules y amarillentas. A esto se reducía todo el ornato del cementerio, mas no su vegetación, que por lo exuberante y viciosa ponía en el alma repugnancia y supersticioso pavor, induciendo a fantasear si en aquellas robustas ortigas, altas como la mitad de una persona, en aquella hierba crasa, en aquellos cardos vigorosos, cuyos pétalos ostentaban matices flavos de cirio, se habrían encarnado, por misteriosa transmigración, las almas, vegetativas también en cierto modo, de los que allí dormían para siempre, sin haber vivido, sin haber amado, sin haber palpitado jamás por ninguna idea elevada, generosa, puramente espiritual y abstracta, de las que agitan la conciencia del pensador y del artista. Parecía que era sustancia humana—pero de una humanidad ruda, primitiva, inferior, hundida hasta el cuello en la ignorancia y en la materia—la que nutría y hacía brotar con tan enérgica pujanza y savia tan copiosa aquella flora lúgubre por su misma lozanía. Y en efecto, en el terreno, repujado de pequeñas eminencias que contrastaban con la lisa planicie del atrio, advertía a veces el pie durezas de ataúdes mal cubiertos y blanduras y molicies que infundían grima y espanto, como si se pisaran miembros flácidos de cadáver. Un soplo helado, un olor peculiar de moho y podredumbre, un verdadero ambiente sepulcral se alzaba del suelo lleno de altibajos, rehenchido de difuntos amontonados unos encima de otros; y entre la verdura húmeda, surcada del surco brillante que dejan tras sí el caracol y la babosa, torcíanse las cruces de madera negra fileteadas de blanco, con rótulos curiosos, cuajados de faltas de ortografía y peregrinos disparates. Julián, que sufría la inquietud, el hormigueo en la planta de los pies que nos causa la sensación de hollar algo blando, algo viviente, o que por lo menos estuvo dotado de sensibilidad y vida, experimentó de pronto gran turbación: una de las cruces, más alta que las demás, tenía escrito en letras blancas un nombre. Acercóse y descifró la inscripción, sin pararse en deslices ortográficos:«
Aquí hacen las cenizas de Primitibo Suarez, sus parientes y amijos ruegen a Dios por su alma
»… El terreno, en aquel sitio, estaba turgente, formando una eminencia. Julián murmuró una oración, desvióse aprisa, creyendo sentir bajo sus plantas el cuerpo de bronce de su formidable enemigo. Al punto mismo se alzó de la cruz una mariposilla blanca, de esas últimas mariposas del año que vuelan despacio, como encogidas por la frialdad de la atmósfera, y se paran en seguida en el primer sitio favorable que encuentran. La siguió el nuevo cura de Ulloa y la vio posarse en un mezquino mausoleo, arrinconado entre la esquina de la tapia y el ángulo entrante que formaba la pared de la iglesia.
Allí se detuvo el insecto, y allí también Julián, con el corazón palpitante, con la vista nublada, y el espíritu, por vez primera después de largos años, trastornado y enteramente fuera de quicio, al choque de una conmoción tan honda y extraordinaria, que él mismo no hubiera podido explicarse cómo le invadía, avasallándole y sacándole de su natural ser y estado, rompiendo diques, saltando vallas, venciendo obstáculos, atropellando por todo, imponiéndose con la sobrehumana potencia de los sentimientos largo tiempo comprimidos y al fin dueños absolutos del alma porque rebosan de ella, porque la inundan y sumergen. No echó de ver siquiera la ridiculez del mausoleo, construido con piedras y cal, decorado con calaveras, huesos y otros emblemas fúnebres por la inexperta mano de algún embadurnador de aldea; no necesitó deletrear la inscripción, porque sabía de seguro que donde se había detenido la mariposa, allí descansaba Nucha, la señorita Marcelina, la santa, la víctima, la virgencita siempre cándida y celeste. Allí estaba, sola, abandonada, vendida, ultrajada, calumniada, con las muñecas heridas por mano brutal y el rostro marchito por la enfermedad, el terror y el dolor… Pensando en esto, la oración se interrumpió en labios de Julián, la corriente del existir retrocedió diez años, y en un transporte de los que en él eran poco frecuentes, pero súbitos e irresistibles, cayó de hinojos, abrió los brazos, besó ardientemente la pared del nicho, sollozando como niño o mujer, frotando las mejillas contra la fría superficie, clavando las uñas en la cal, hasta arrancarla…