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Authors: Emilia Pardo Bazán

Tags: #Clásico

Los pazos de Ulloa (52 page)

BOOK: Los pazos de Ulloa
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En presencia de su amo, los labios de Goros eran más limpios que si los hubiese purificado el ascua encendida del profeta; bien se guardaría de repetir la menor de sus desvergüenzas y pullas. Y no influía en este modo de proceder el miedo a ser reprendido o despedido, sino un respeto misterioso que le infundía el rostro del cura de Ulloa: le cortaba —decía él —la palabra en la boca. Era un rostro mortificado, de esos que se ven en pinturas viejas, donde la sangre ha desaparecido y la carne se ha fundido, ahondándose las concavidades todas, yéndose los ojos, al parecer, en busca del cerebro y sumiéndose la boca que remata en dos líneas severas, jamás modificadas por la sonrisa. Goros abrigaba la convicción de que su amo era un santo y a ratos un simple. Algunos hábitos y prácticas del cura le infundían temor vago; porque Goros era supersticioso, y a pesar de sus irreverentes bravatas, tenía miedo cerval a los muertos y a los aparecidos. ¿Qué manía la del señor abad, de pasarse horas y horas en el cementerio, y volver de allí con los ojos más hundidos y la boca más contraída que nunca?

Al salir el abad para su misa, solían pasar entre amo y criado diálogos por el estilo del siguiente:

—Señor, ¿y ha de volver pronto para el chocolate? —preguntaba Goros partiendo astillas de leña menuda contra el hueso de la tibia derecha—(es de advertir que el fámulo tenía carne de perro). ¿Parará mucho en el camposanto hoy?

Un levísimo matiz sonrosado aparecía en los desecados pómulos del cura, que contestaba haciéndose el distraído:

—Tú prepara el chocolate… y si se enfría… lo arrimas un poquito a la lumbre…

—Se echará de pierda —contestaba Goros que solía tratar con notable desenfado a la lengua castellana.

—No, hombre… siempre está bueno a cualquier hora.

No se atrevía el criado a porfiar. Aquella suavidad y mansedumbre le imponían silencio y obediencia, mejor que ningún regaño. Batía su chocolate con resignación y aguardaba.

También por las tardes solía el cura entretenerse más de la cuenta en el dichoso cementerio, y Goros, después de la puesta del sol no dejaba de recelar que le sucediese algo; no sabía explicar qué, pues ningún riesgo concreto había en el breve camino de la iglesia a la rectoral. La inquietud le obligaba a situarse de centinela junto a la puerta del huerto por donde solía entrar su amo. Allí se lo encontraron las dos visitas inesperadas que fueron a turbar el sosiego de la vida ascética del abad de Ulloa.

La montañesa y su tío pusieron el pie en el huerto del cura cuando ya el sol declinaba. Una gran melancolía inundaba el huerto, cuya puerta abrió Goros de par en par, deshaciéndose en muestras de cortesía debidas a la presencia de Gabriel, pues a Manolita no era novedad verla por allí de tarde en tarde, y se la recibía como niña a quien el cura había tenido mil veces en brazos de chiquita, pero las trazas del comandante impusieron respeto al tosco fámulo.

—De contadito llega el señor abade… —murmuraba este—. Entren, pasen, siéntense… ¿Ven?, ya viene por allá…

Sobre la zona encendida del poniente, en el camino hondo, vieron tío y sobrina moverse y aproximarse una figura negra, y conforme se aproximaba, distinguía Gabriel sus contornos angulosos, acusados por la raída sotanuela, y su cabeza pálida, exangüe, en que dibujaban dos agujeros de sombra las concavidades de los ojos.

—¡Don Julián, don Julián! —gritó Manuela.

El cura apretó el paso, y al tenerlo cerca, Gabriel reparó atónito en el carácter de su fisonomía, en el rostro demacrado, tan semejante a esas caras de frailes penitentes que surgen de un fondo de betún sobre las paredes de refectorios y sacristías antiguas; en los ojos cavos, de párpado delgadísimo, que dejaba transparentar el globo de la órbita; en el pliegue de la boca, semejante a un candado que cerrase las puertas del alma. No parecía muy viejo el cura de Ulloa; pero se veía en él la anulación del cuerpo. En aquella espléndida tarde de verano, impregnada de calor, de vida, de fecundidad y regocijo, Gabriel sintió, al ver al abad, repentino frío en la espalda, y el recuerdo de su hermana muerta cayó sobre él como el velo negro sobre la cabeza del sentenciado.

Adelantose, no obstante, y con el mayor respeto tomó la mano del abad y aplicó a ella los labios. De puro sorprendido, no retiró la diestra Julián; pero a sus macerados pómulos afluyó un poco de sangre… y balbució, clavando los ojos en la tierra:

—Señor… señor…

—Para servir a usted, Gabriel Pardo de la Lage, el hermano de Marcelina…

La ola de sangre subió a la frente del cura, bajó a las orejas, al cogote y pescuezo; un temblor agitó la cabeza y la mano que el artillero no había soltado aún. De repente, el cura se echó hacia atrás, desprendió la mano, y la llevó a la frente, al mismo tiempo que se apoyaba en la tapia del huerto. Ya se acercaba el artillero para sostenerle; pero recobrando su continente absorto y como fantasmagórico, al cual contribuían los ojos siempre bajos, el abad murmuró:

—Por muchos años… Servidor de usted… Sea usted muy bien venido… Pase, suba; en la sala estará más cómodo que aquí.

—¿Yo no soy nadie, don Julián? —preguntó Manuela ofendida de que el cura no hubiese contestado a su saludo.

—¿Qué tal, Manolita? —exclamó Julián—, y alzando los ojos, miró a la niña con indulgencia, aunque sin calor. Pero fue obra de un minuto. La cortina de los párpados volvió a caer, y el cura echó a andar, señalando a sus visitas el camino de la sala. Gabriel protestó: prefería quedarse en el huerto; y se sentaron en un banco de piedra, frente a unas coles. La conversación languidecía. El cura preguntaba acerca del viaje y del vuelco, y después de oída la respuesta, transcurría un minuto de silencio. No sabía el artillero qué decir: todo cuanto hablaba, y hasta el sonido de su voz, le parecía extraño y fuera de sazón, y sentía ese recelo, esa cautela y esa especie de sordina en el acento, en los movimientos y hasta en la mirada que procuran adoptar los profanos cuando visitan. ¡Extraña sensación! Nada de cuanto diga yo —pensaba Gabriel— puede interesar a este santo; estamos en dos mundos diferentes: a él le parece extraño mi lenguaje, y no me entiende; y lo que es yo, tampoco le entiendo a él. ¡Un creyente a puño cerrado! Y miraba con atención el rostro ascético y los ojos bajos. Un hombre que tiene fe… ¿Qué le importa lo que a mí me preocupa? ¿Cómo haré para marcharme pronto, sin que parezca descortesía?

Su sobrina le dio el pretexto. Era tarde; había que estar en los Pazos para la cena. Y se despidieron, siempre con la misma amabilidad triste y forzada por parte del abad, y el mismo inexplicable recelo por la de Gabriel. Caminaron en silencio al salir de la rectoral: parecía que algo les pesaba sobre el corazón. Al acercarse a los Pazos, oyeron el alegre vocerío de segadores y segadoras, y Gabriel, divisando a su cuñado que presidía la faena, tomó hacia el campo donde segaban. Sobre el fondo oscuro de la tierra vio blanquear las camisas y sayas, las fajas rojas y los pañuelos azules de labriegos y labriegas; contra un matorral descansaba un jarro de barro, y la cuadrilla, entonando su inevitable ¡ay… le le! se daba prisa a atar los haces, sirviéndose de las rodillas para apretar la mies. El olor embriagador de los tallos cortados embalsamaba el aire, y el artillero sintió una ráfaga de alegría y contempló embelesado el cuadro.

Mientras tanto, Manolita, andando despacio y pensativa, tomaba el senderito que conducía a la linde del bosque. Parecía, por su frecuente volver la cabeza hacia todos los lados, como si buscase o aguardase impaciente alguna cosa. Atravesó el soto: una neblina ligera, producida por el gran calor de todo el día, se alzaba del suelo, y los dardos de oro del sol no atravesaban ya el follaje. Al salir de la espesura, un hombre se irguió de repente ante la montañesa. El chillido que acudía a la garganta de Manuela se convirtió en risa alegre, conociendo a Perucho; mas la risa se apagó al ver la cara demudada del muchacho, sus ojos que despedían fuego, su actitud de dolor sombrío, nueva en él. Manuela le miró ansiosa, y el mancebo, después de considerarla fijamente algunos segundos, le volvió la espalda, encogiéndose de hombros. La niña sintió en el corazón dolor agudo.

—¡Pedro! —gritó. Muy rara vez le había llamado así.

Él se alejaba despacio. De repente dio la vuelta, y corriendo, tomó en sus brazos a la montañesa, la alzó del suelo con ímpetu sobrehumano, y la estrujó contra su cuerpo, oprimiéndole las costillas e interceptándole la respiración. Y pegando la boca a la oreja, tartamudeó:

—Mañana sales conmigo, conmigo nada más.

La niña jadeaba con dulcísima fatiga, y la voz de Perucho, sonando en el hueco de su oído, le parecía sorda y atronadora como el ruido del Avieiro al saltar en las rocas. Un frío sutil corría por sus venas, y una felicidad sin nombre ni medida la agobiaba. Con la cabeza dijo que sí.

—¿Conmigo?, ¿todo el día?, ¿me das palabra?

—Sí —balbució ella, incapaz de articular otra frase.

—Pues a las seis sales por el corral. Allí estoy yo esperando. ¡Adiós!

Perdiendo casi el sentido, Manuela notó que de nuevo la estrechaban, y luego la dejaban suavemente en tierra. Abrió los ojos a tiempo que Perucho corría ya en dirección de los Pazos.

FIN DEL TOMO PRIMERO.

TOMO II
- XIX -

Se vistió la montañesa su ropa de diario, falda y chaqueta de lanilla a cuadros blancos y negros; y apenas había tenido tiempo más que para frotarse apresuradamente el rostro con la toalla y atusarse el pelo ante un espejo todo estrellado por la alteración del azogue, cuando, oyendo dar las seis en el asmático reloj del comedor, salió de su cuarto andando de puntillas y bajó la escalera que comunicaba con la cocina, en aquel momento solitaria. Deslizose por el corredor de las bodegas, que conducía a las elegantes habitaciones de la familia del Gallo; y apenas dio tres pasos por él, una mano musculosa, aunque rehenchida y juvenil, asió la suya, y se sintió arrastrada, en medio de la oscuridad, hacia la puerta. Salieron de los Pazos, y con deleite inexplicable, bebieron juntos la primer onda de fresco matutino.

Aunque el sol calentaba ya, aún se veía, sobre el azul turquesa del cielo, al parecer lavado y reavivado por el copioso orvallo nocturno, la faz casi borrada de la luna, semejante a la huella que sobre una superficie de cristal azul deja un dedo impregnado de polvillo de plata.

Sin decirse palabra, asidos de la mano, caminando unidos con andar ajustado y rápido, siguieron la linde de los trigos segados ya, humedeciéndose los pies al hollar la hierba y el tapiz de manzanillas todas empapadas de helado rocío, próximo a convertirse en escarcha. Cosa de un cuarto de hora andarían así, ascendiendo hacia la falda del monte, donde empezaban a escalonarse los paredones para el cultivo de las vides; y Perucho, en vez de aflojar el paso, lo apretaba más. A pesar de su ligereza de cabrita montés, Manuela mostró querer detenerse un instante.

—Anda, mujer, anda —dijo él imperiosamente.

—Hombre, ya ando… pero déjame tomar aliento. ¿Qué discurso es este de ir como locos?

—Es que no quiero que se despierten tu padre y el forastero, y te echen menos, y te envíen a buscar.

—¡El forastero! A tales horas dormirá como un santo. Buenos son esos señores del pueblo para madrugar. No sé cómo no crían lana en el cuerpo.

—Bien, bien… yo me entiendo y bailo solo. Desviémonos de casa lo más que podamos, y ya descansaremos después.

Al salir de la breve zona fértil y risueña del valle, empezaba el paisaje a hacerse melancólico y abrupto. Abajo quedaban los maizales, los centenos y trigales a medio segar, los Pazos con su gran huerto, su vasto soto, sus terrenos de labradío, sus praderías; y el sendero, escabroso, interrumpido muchas veces por peñascales, caracoleaba entre viñedos colgados, por decirlo así, en el declive de la montaña. En otras ocasiones, al trepar por aquel sendero, la pareja se entretenía de mil modos: ya picando las moras maduras; ya tirando de los pámpanos de la vid, por gusto de probar su elástica resistencia y de descubrir entre el pomposo follaje el racimo de agraz en el cual empieza a asomar el ligero tono carminoso, parecido al rosado de una mejilla; ya bombardeando a pedradas los matorrales para espantar a los estorninos; ya rebuscando unas fresas chiquitas, purpúreas, fragantes, que se dan entre las viñas y son conocidas en el país por amores. Hoy, con la prisa que llevaba Perucho, no les tentaba la golosina. El mancebo subía por la recia cuesta con el sombrero echado atrás, la frente sudorosa, el rostro hecho una brasa (pues el sol se desembozaba y picaba de firme), y sosteniendo a Manuela por la cintura, o, mejor dicho, empujándola para que anduviese más veloz. Al llegar a lo alto, cerca ya de la casa de la Sabia, la niña se detuvo.

—¿Qué te pasa?

—No puedo más… ahogo… ¡Rabio de sed!

—¿Sed? Allá arriba beberemos, en el arroyo.

—Tú por fuerza chocheaste. ¿A dónde señalas? ¿Al Pico-Medelo? ¿A los Castros?

—Pues vaya una cosa para asustarse. Ya tenemos ido más lejos.

—Si no bebo pronto, rabio como un can. No ves que con la prisa salí de casa en ayunas…

—Bueno, pues a ver si la señora María nos da una cunca de leche. Pero despáchala luego, ¿estás? No te entretengas en conversación.

Ligera otra vez como una corza, a la idea de beber y refrescarse, cruzó Manuela bajo el emparrado, y empujó la cancilla de la puerta de la Sabia. La horrible vieja ya había dejado su camastro; pero sin duda por acabar de levantarse, o a causa del calor, estaba sin pañuelo ni justillo, en camisa, con sólo un refajo de burdo picote, ribeteado de rojo: los copos de sus greñas aborrascadas le cubrían en parte el negro pescuezo, sin ocultar la monstruosa papera. —¡Leche! Dios la dé —contestó la sibila mirando de reojo a los dos muchachos. Todas las vacas enfermas; una recién operada, ya sabían los señoritos; ni tanto así de hierba con qué mantenerlas; la fuente sequita y el prado que daban ganas de llorar… ¡Leche! Que le pidiesen oro, que le pidiesen plata fina; pero leche… Y ya Manuela, desalentada por las exageraciones de la bruja, iba a conformarse con un poco de agua y suero, que la hechicera aseguraba ser regalo de un yerno suyo. Pero Perucho le arrancó de las manos el cuenco de barro lleno de aquella insípida mixtura.

—Pareces tonta… ¿Qué no hay leche? Vamos a ver ahora mismo si la hay o no la hay.

Vertió el líquido que llenaba el cuenco, y se metió por el establo medio atropellando a la vieja que se le atravesaba delante. ¡No haber leche! ¡No haber leche para él, para el nieto de Primitivo Suárez, para el hijo de Sabel, la que había estado más de diez años haciendo el caldo gordo y enriqueciendo a aquel atajo de pillos de casa de la Sabia! Hasta piezas de loza estaba viendo en el vasar que conocía porque en algún tiempo guarnecieron la cocina de los Pazos… ¡Tenía gracia, hombre, no haber leche! ¡Condenada bruja! Perucho se sentía animado de esa cólera que nos inflama cuando llegamos a la edad adulta contra las personas que hemos tenido que soportar, siéndonos muy antipáticas, en nuestra niñez. Determinado iba, si las vacas no tenían leche, a sangrarlas. Encendió un fósforo y alumbró las profundidades de la cueva: lo primero con que tropezaron sus ojos fue con unas ubres turgentes, unos pezones sonrosados, lubrificados por la linfa que rezumaba de la odre demasiado repleta. Arrimó el cuenco, echó mano…, calentó con dos o tres fricciones o golpecitos… ¡Santo Dios! ¡Qué chorro grueso, perfumado, mantecoso! ¡Qué bien soltaba la blanda teta su río de néctar, y qué calientes gotas salpicaban los párpados y labios de Perucho al ordeñar! ¡Qué espuma cándida la que se formaba en la cima del cuenco, rebosando en burbujas que, al evaporarse, dejaban un arabesco, una blanca orla de randas sobre el barro! Loco de gozo, Perucho acarició el grueso cuello de la vaca, salió con su tazón lleno, y se lo metió a Manuela en la boca.

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