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Authors: Leigh Brackett

Los perros de Skaith (18 page)

BOOK: Los perros de Skaith
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Tuchvar se preguntó en qué lejanos e inimaginables mundos del universo estrellado e inmenso habría perdido Stark aquellas cosas, y cuáles serían.

Se preguntó si él mismo saldría alguna vez de los estrellados cielos de Skaith. No, si los Heraldos triunfaban.

Le dolía pensar que con una sola palabra podrían dejarle prisionero en Skaith para siempre.

El Hombre Oscuro se movió, y Tuchvar se apresuró a centrar su atención en su propia camisa azul, pues abandonó en Tregad la túnica gris de los Heraldos aprendices. No fue él quien decidió llevarla, pero sí aprendió odiarla.

Como huérfano, fue puesto al amparo de los Heraldos. Welnic, al considerarle más inteligente que sus camaradas, le envió a Ged Darod para que allí le instruyeran. Era un honor ser elegido y, aunque los estudios fuesen arduos y tuviera que aprender las virtudes del servicio y la abnegación, las horas de libertad en la Ciudad Baja siempre constituyeron motivo de fiesta.

Luego, le enviaron a Yurunna y todo cambió. Fría, austera, medio muerta en el empobrecido oasis, la ciudad le oprimió con una sensación de anormalidad. Jamás se oía una risa en sus calles siniestras. No podía presenciarse ninguna actividad, salvo las de los Yur, que se dedicaban a sus ocupaciones con los ojos vacíos y los rostros idénticos. Nunca se veía ni a sus mujeres ni a sus hijos. No jugaba ningún niño. Nadie cantaba, ni gritaba, ni tocaba música. No había nada que hacer. Los Heraldos de rango superior se cerraban en sí mismos. El Señor de los Perros imponía una terrible disciplina; Tuchvar nunca le lloró, aunque reconocía la devoción de aquel hombre hacia sus perros. Él mismo, al no encontrar otra cosa que amar, se entregó a los monstruos. Varik, con lagrimeante lealtad, eligió quedarse en Yurunna con los Heraldos prisioneros antes que ayudar a las fuerzas de la subversión. Tuchvar pensó en cómo le iría y supuso que mal.

El modo en que los Heraldos trataron a Pedrallon fue lo que hizo nacer la duda a Tuchvar acerca del sistema que le enseñaron.

Sus ojos se clavaban en las estrellas. No vivía más que esperando el día en que podría ir a Skeg a ver con sus propios ojos los navíos y hombres procedentes de otros mundos. Le apasionaban los irnanianos y, en su humilde opinión, veneraba a Pedrallon por declarar que los irnanianos tenían razón y que los Heraldos se equivocaban. Luego, Pedrallon fue depuesto, castigado, llevado a la picota. El propio Tuchvar, tras un terrible sermón de su mentor, fue exilado a Yurunna.

Por primera vez en su vida, reflexionó seriamente, intentando separar los hechos de las palabras y las palabras de la verdad. Su mente era un mar de confusión, pues no tenía certeza alguna a la que aferrarse. Nada más que incertidumbre. Finalmente, decidió que quería ver las estrellas mucho más que convertirse en Heraldo; y que si los Heraldos le prohibían las estrellas, les combatiría del modo que pudiera.

Más allá de los árboles, Ged Darod brillaba en la llanura. Techos dorados, multitudes inmensas bajo la bendición de los torreones de la ciudad alta. Los recuerdos se volcaron en la mente de Tuchvar, recuerdos de un poder aplastante y antiguo, tan fuerte como los cimientos del mundo. Sus entrañas se retorcieron, apuñaladas por una certeza agobiante.

Ni siquiera el Hombre Oscuro podría triunfar sobre aquel poder.

Anhelaba golpear con el puño todas aquellas frustraciones. ¿Por qué los adultos eran tan ciegos, estúpidos y obstinados, cuando las respuestas parecían tan claras y sencillas? Durante horas, en la Sala del Consejo de Tregad, la de bellas columnas y arcos esculpidos con viñas y frutos, escuchó discursos y argumentos. Algunos todavía se preocupaban de si se había actuado bien o mal, como si aquello importase. Algunos se preguntaron si el Hombre Oscuro y sus compañeros serían hechos prisioneros y entregados a los Heraldos con la esperanza de conseguir su perdón. Tuvieron que hacerles callar cuando el Hombre Oscuro y los suyos hablaron y contaron la caída de la Ciudadela y de Yurunna apelando a Irnan como medio de liberar a Tregad del yugo de los Heraldos.

¡Claro, era lo que había que hacer! Tuchvar no comprendía que lo dudaran ni un segundo, ni por qué no se levantaba en el acto un ejército que acudiese en auxilio de Irnan. Pero, no, siguieron hablando. Algunos aconsejaban encerrarse detrás de los muros y esperar el desarrollo de los acontecimientos. Otros discutían acerca de los navíos estelares... preguntándose si valdría la pena luchar por ellos. ¿Tendrían que emigrar algunos pueblos o todos? ¿No serían aquellas cuestiones meramente académicas, pues los Heraldos despedirían los navíos de cualquier modo? Hombres y mujeres gritaban, discutían. Al fin, vestido con cuero gastado y armas gastadas, Delvor se levantó, mirándoles a todos con ojos fieros.

—Las estrellas no me importan —confesó—. Skaith es mi madre y no tengo edad para que me adopten. Pero una cosa os diré: sea lo que sea lo que deseéis, la vida en otro mundo o una mejor vida en éste, tendréis que combatir para obtenerlo y no lo lograréis con palabras o sin convicción. Y no podréis combatir solos. Se ha dado el primer golpe. Demos el segundo. Levantemos el asedio de Irnan. ¡Y que todas las ciudades estado sepan que la Ciudadela ha caído, que los Señores Protectores son hombres, mortales y vulnerables, que combatimos por nuestra propia libertad y que si no quieren caer en manos de los infames Errantes, harán bien en unirse a nosotros!

Alguien bramó:

—¡Que les digan también que cuelguen a unos cuantos Heraldos! ¡Eso anima bastante!

Le aplaudieron, y la mayor parte de los reunidos, aunque no dijeron otra cosa, exclamaron:

—¡A Irnan! ¡A Irnan!

Luego alguien gritó:

—¡Yarrod! ¡Yarrod!

Parecía un grito de guerra, y la decisión se tomó en medio de un tumulto indescriptible. Y Tuchvar comprendió, vagamente, que aquélla era la única decisión que podía tomarse y que siempre lo habían sabido.

Un poco más tarde, preguntó al otro hombre de los mundos lejanos, al de ojos compasivos, Ashton, el hombre a quien Stark consideraba tan afectuosamente, por qué llevó tanto tiempo tomar la decisión.

—Las ciudades estado son democracias —respondió Ashton—. La maldición de todas las democracias es que hablan demasiado. Por el contrario, los Heraldos no necesitan hablar. Sólo tienen que decretar.

Después de todo aquello, se dirigieron a ayudar a Irnan, lo que complació a Halk, el guerrero.

La Mujer Sabia de cabellos de bronce y espléndido cuerpo, no pareció muy contenta al despedirse de Stark. Tuchvar creyó ver lágrimas brillando en sus ojos cuando se volvió.

No podía saberlo, pero el Hombre Oscuro soñó durante el momento de soledad que compartieron antes de la separación.

«He visto un puñal, Stark».

«Ya viste otro, ¿lo recuerdas? Y resultó un buen augurio».

«Este no».

«¿Dónde se encuentra el puñal? ¿Quién lo sostiene?»

«No puedo verlo...»

Sus labios se unieron a los suyos, y Stark percibió el sabor salado de las lágrimas...

Stark se despertó, se encontraba en el valle, con Tuchvar, los perros y Ged Darod a lo lejos en la llanura. Se preguntó si el puñal le esperaría en aquellas calles. Luego, se encogió de hombros. Estaba muy acostumbrado a los puñales y a la desconfianza.

Mientras el muchacho sacaba las provisiones de las alforjas, Stark fue a través de los árboles hasta un lugar donde el bosque terminaba en un acantilado; contempló la llanura, verde y lujuriante, en cuyo centro se alzaba Ged Darod como un sueño. Techos dorados, tejados recubiertos y lacados de verde, escarlata, azul cobalto, brillando bajo el sol. La Ciudad Alta había sido construida sobre una colina, natural o artificial. Allí, los edificios inmensos y sus altas torres eran de color blanco, puro, sin ningún otro color. En la llanura, los caminos que provenían de todas direcciones convergían en la ciudad, rutas cubiertas de peregrinos; masas indistintas de siluetas minúsculas que avanzaban a través de una capa de polvo.

Stark volvió al valle y le dijo a Tuchvar:

—Vuelve a decirme dónde encontraré a Pedrallon.

—Si está todavía, allí abajo...

—Entendido. Repite lo que me dijiste.

Tuchvar obedeció, mientras Stark comía, bebía, se lavaba en el arroyo. El sol se movió hacia una posición más inclinada. El muchacho observó a Stark mientras éste abría una de las alforjas y sacaba la ropa que llevaba de Tregad, Tuchvar se interesaba especialmente en todo aquello pues Stark le consultó para saber si pasaría inadvertido entre la multitud de peregrinos.

Una capa para disimular un poco su enorme estatura y su forma de andar. Un capuchón que te cubriera la cabeza y una máscara o un velo que ocultase sus rasgos. Stark pensó en llevarse la capa de uno de sus guerreros, pero renunció a la idea. Cualquier miembro de una de las siete Casas de Kheb interesaría a los Heraldos en cuanto le descubrieran, y los Errantes que vieron las tropas que acudieron a Tregad se convertirían en una grave amenaza. Eligió una capa de tela burda, gris, con un amplio capuchón y un turbante azul desleído que le ocultase el rostro. Tuchvar había visto peregrinos vestidos de todos los modos posibles. Algunos ocultaban una cosa; otros, algo diferente; habría quien no ocultase nada. Pensaba que las ropas de Stark no llamarían la atención. Stark se volvió hacia él y le preguntó:

—¿Me tomarán por un peregrino?

Tuchvar suspiró e hizo un gesto negativo.

—Sé tú mismo —respondió—. Baja los hombros y no mires a nadie a los ojos, pues tu mirada no es precisamente la de un peregrino.

Stark sonrió. Les habló a los perros, ordenándoles que se quedaran esperando con el muchacho. Los perros jóvenes no lo notaron, pero los mayores gimieron y Gerd y Grith protestaron. Finalmente, aun a disgusto, obedecieron.

«Proteged a Tuchvar». Ordenó Stark. «Hasta mi vuelta».

Se alejó entre los árboles, atravesando el crepúsculo.

21

Cuando Stark alcanzó la ruta más próxima era ya de noche en la llanura verde. Serenas y soberbias, las Tres Reinas dominaban el cielo, prestando una luz más suave que la del Viejo Sol pero casi igual de fuerte. Stark pudo ver que el número de peregrinos no había disminuido. La mitad de Skaith parecía hallarse en camino hacia Ged Darod. Stark se unió al río.

Bajo el velo, su nariz registró olores variados. Polvo caliente. Cuerpos lavados y perfumados. Cuerpos sin lavar y malolientes. Carne animal, sudorosa, de fuertes aromas. Bajo todo aquello, entre tanto, el olor dulzón de poderosas sustancias, fumadas o masticadas.

El río era irregular y avanzaba con pasos diferentes. Se aglutinó alrededor de una inmensa construcción vacilante semejante a una pagoda con ruedas, tirada por decenas de hombres y mujeres desnudos, pintados con el marrón sagrado de Nuestra Madre Skaith. Se unió también a un pequeño hilo de mercaderes de lento paso. Cada uno avanzaba a su antojo. Junto a Stark, totalmente absorto, un hombre vestido con una sucia camiseta bailaba en su peregrinaje hasta Ged Darod. Tres pasos hacia adelante, un salto, un giro, un paso repetido. Luego, volvía a empezar. A su lado una mujer cuya cabellera, que le llegaba hasta las rodillas, iba cubierta de flores trenzadas, caminaba como una sonámbula, con los brazos extendidos por delante; cantaba al andar, con una voz alta y clara como la de una golondrina.

Un demacrado santón, tatuado de pies a cabeza con símbolos solares, gritó, extasiado, a Stark:

—¡Regocíjate, pues seremos purificados de todos nuestros pecados!

—Me regocijo —murmuró adelantándole, perplejo.

Otros peregrinos llevaban capas de capuchón y otros incluso el rostro cubierto por un velo. Nadie se fijó en Stark. Recordando las recomendaciones de Tuchvar, se esforzaba por no caminar demasiado deprisa, ni con un paso resuelto. Además, sabía que su resolución podría resultar inútil.

Sólo era una hipótesis, apenas fundada en los sollozos incoherentes de un hombre aterrorizado, pero, ¿poseyeron realmente Pedrallon y los suyos un transmisor? ¿Se encontraba aún en su poder? ¿Podían emplearlo? El propio Pedrallon estaba muerto o quizá encarcelado en un lugar inaccesible. Tal vez se hubiera arrepentido de sus pecados y recuperado la gracia de los Doce. En aquel caso, acercarse a él sería peligroso. El hecho de entrar en Ged Darod entrañaba un riesgo gigantesco. Pero debía correrse. Si no, Stark y Simon Ashton se tendrían que resignar a vivir el resto de su existencia, si es que les quedaba algo, en la Madre Skaith, y los irnanianos tendrían que olvidar los sueños de emigración. A menos que ocurriera un milagro. El cierre del puerto estelar y la prohibición de navíos podría incitar a los comandantes, ávidos de ganancias, a realizar aterrizajes clandestinos. Uno de ellos podría aterrizar cerca de Irnan, o de Tregad, y aceptar pasajeros. Pero no podía tenerse en consideración una especulación de aquel tipo si es que quedaba la mínima posibilidad de comunicarse a tiempo con Skeg.

Tuchvar le dijo que el gran número de peregrinos en los caminos no era anormal en aquella época del año. Quizá su apreciación resultara exacta, pero Stark sentía entre sus filas una extraña anticipación: la excitación de sucesos importantes que ocurrían o se iban a producir en el futuro; la excitación de participar en ellos. Ignoraba si alguna orden circulaba común para todos o si era un mero testigo de una de esas histerias místicas que se apoderan de vez en cuando de los elementos más inestables de cualquier población, como una epidemia extendida por el viento. Había ecos curiosos en los gritos que escuchaba.

De algo que pasaba por una barquilla en la parte superior de la inmensa y chirriante pagoda, una sacerdotisa, cargada de atributos artificiales que habrían llamado la atención de la Hija de Skaith, gritaba a la noche que todas las blasfemias serían abolidas y los blasfemos castigados. Una carroza de madera dorada pasó, llena de gente que procedía del sur tropical. Hombres y mujeres delgados, vestidos con sedas de vivos colores. Sus rostros menudos y atentos eran como camafeos tallados en ámbar. También ellos hablaban de castigos y sacrificios al Viejo Sol. Stark avanzaba continuamente y los lejanos techos de Ged Darod brillaban ante él reflejando la luz de las Tres Reinas.

Veía extraño que nadie fuese en dirección contraria, que nadie saliera de la ciudad.

Adelantó a un grupo de hombres totalmente vestidos de amarillo. Otros bailarines, tres mujeres en aquella ocasión, se tomaban de la mano. Sus largas cabelleras les cubrían el rostro. Brazos y piernas blancas brillaban a través de sus flotantes vestimentas. Había música con la que poder bailar, pues algunos peregrinos se alegraban el camino tocando cualquier instrumento. Pero las tres mujeres no escuchaban aquella música. Oían su propia melodía, secreta y solemne.

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