Los presidentes en zapatillas (15 page)

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Authors: Mª Ángeles López Decelis

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BOOK: Los presidentes en zapatillas
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En general, gente sencilla, pero con una esmerada educación y una experiencia en sus campos ganada a pie de obra, conociendo en primera persona lo que supone administrar bien los recursos. Solidarios y con una conciencia social arraigada, muy útil a la hora de legislar, que no deja de ser una forma de decidir sobre las vidas y haciendas de todos los ciudadanos de un país.

Durante los primeros días, un sexto sentido me decía que todos los miembros, tanto del Gobierno como del nuevo equipo de la Presidencia, se sentían como usurpadores de lo ajeno y que compartían una sensación de extrañeza al ocupar aquellos despachos y sus lugares en el Consejo de Ministros. Parecía como si no quisieran instalarse, como si sintieran que se apoderaban de algo que no les pertenecía.

A la avalancha de asuntos que hay que atender en las primeras semanas de un Gobierno que acaba de tomar posesión, se unían en este caso las fiestas navideñas, que, ya se sabe, siempre suponen un trabajo extra. Con este motivo, el presidente concedió a Ana Navarro un permiso para que pasase la Navidad en Sevilla con su familia, por lo que el señor González tendría que apañárselas conmigo durante unos días.

Era muy fácil trabajar con él. Todos le llamaban «Felipe», aunque no le conocieran de nada, a lo que él siempre apostillaba que, lejos de molestarle, a más no podía aspirar el líder de un partido verdaderamente democrático. Primera conclusión: Felipe González era un líder nato, un animal político sin conservantes ni edulcorantes, un flautista de Hamelin que movía masas con la música de su mensaje verbal y corporal.

El liderazgo político es un fenómeno social condicionado por el origen del propio sujeto y su evolución sociohistórica personal. Pero yo añadiría que hay un halo que rodea a los líderes —por eso lo son— y que les acompaña a lo largo de toda su vida. Desde la infancia llevan la voz cantante y son capaces de conducir el rebaño por el buen camino, como Ghandi, o por el de la maldad y la perdición, como Hitler. Hablamos de un gen que se tiene o no se tiene, pero que no es posible adquirir con el aprendizaje, pues forma parte de la naturaleza innata y no del entorno en el que se desarrollará la vida posterior.

Felipe González posee el halo, el gen y el cromosoma. La política está en su esencia intrínseca, forma parte de su consustancialidad, pero en la distancia corta no se le nota. En petit comité parece encogerse de tamaño y, lejos de ser el gran comunicador que, sin duda, es cuando desde una tribuna se dirige a una multitud que le aclama y vitorea, se muestra como un hombre apocado, esquivo, tímido, parco en palabras, poco comunicativo, incluso huraño en ocasiones. Prefiere la idea a la acción, la palabra al hecho, la tranquilidad a la agitación y la vida contemplativa a la ejecutiva.

Pero, aunque él no lo quiera, su personalidad llena los espacios. Felipe González no seduce, hipnotiza. Es como si uno supiera de antemano que todo cuanto salga de su boca será importante y sus silencios previos crean tanta expectación como su discurso... Y sus manos, sus manos se mueven seguras, con una suave energía que emboba al que las contempla. Tal vez es esa habilidad manual la clave de su afición a compaginar las actividades intelectuales con las artesanales. De todos es conocida la afición de González a cultivar bonsáis, al diseño y la creación de joyas, al arte culinario —es un excelente cocinero— e incluso su gusto por el billar y la petanca, actividades más lúdicas que deportivas, en las que prima la precisión sobre la fuerza.

Es el segundo de los cuatro hijos del matrimonio formado por Felipe González y Juana Márquez. Su padre, de origen cántabro, se dedicaba al negocio del ganado en el barrio sevillano de Heliópolis. Disfrutaban de una economía saneada, lo que le permitió de niño cursar el Bachillerato en el mejor colegio de Sevilla. Pero una cosa es no ser pobre y otra muy distinta ser rico. Siendo aún universitario, su padre sufrió un infarto y tuvo que ralentizar su actividad laboral, así que el joven Felipe se vio en la necesidad de compaginar los estudios con su colaboración en el negocio familiar. Se ocupaba del transporte de las vacas y, según dicen, llegaba luego a clase con el olor a ganado impregnado en la ropa y en la piel. Al contrario que les sucedía a otros, nadie quería compartir su pupitre...

El nuevo presidente, a sus cuarenta años, reunía una gran preparación intelectual y práctica, una impresionante capacidad de análisis y su cualidad estrella: unas dotes dialécticas con talento para cautivar y convencer.

La primera encomienda: buscar sastre y asesor de imagen, quienes junto a Tony Vélez, el peluquero, se ocuparían de que el aspecto del presidente estuviera a la altura de las nuevas circunstancias. Desde el respeto y el afecto, y en honor a la verdad, hay que decir que, aun siendo buena la materia prima, salvo honrosas excepciones, el guardarropa general era lamentable y el buen gusto brillaba por su ausencia. ¡Madre mía! El sastre no daba abasto para tomar medidas y anotar encargos con el fin de intentar remediar ese look a lo Curro Jiménez y su banda que parecía formar parte de la mismísima esencia ideológica.

El despacho que ocupaba la Secretaría del presidente era en realidad la antesala del suyo. Continuaba con el de Julio Feo, el nuevo secretario general, exitoso director de la campaña del «cambio», en la que volcó todas las técnicas que había aprendido en sus años como intérprete de la Casa Blanca. Después le seguía su propia Secretaría, para continuar con la oficina de Eduardo Sotillos, portavoz del Gobierno, y sus correspondientes secretarias. Después, Julio de la Guardia, director general de Recursos Humanos, y sus chicas, que terminaban el pasillo.

Todos trabajábamos juntos, tan juntos que a veces era agobiante. El presidente se quejaba de que le interrumpían constantemente, porque todo el mundo accedía a su despacho a través del nuestro y era misión imposible frenarlos. Así que, siguiendo sus instrucciones, se instaló un vulgar pestillo que bloqueaba la puerta cuando él lo consideraba oportuno.

Julio Feo era nuestro vecino por la parte posterior y, aunque de trato correcto, era un hombre con mal carácter. Echaba broncas sin parar, empezando por los miembros de los Servicios de Seguridad y acabando por los de Protocolo. Los dos departamentos dependían de él y no había un día en que no encontrara motivos de queja. Hablaba siempre a gritos y con un lenguaje cuando menos vulgar. La mayor parte del día estaba fuera de sí, tanto que hasta se despeinaba, pero justo es reconocer que era el apagafuegos del presidente y solucionaba los mil y un problemas que surgían a diario. Estaba divorciado, y su ex mujer y él organizaban unas terribles peleas telefónicas a lo Guerra de los Rose; tantos eran los gritos que a veces bendecíamos la pared que nos separaba. Las únicas a las que no parecía impresionar semejantes voces eran sus secretarias, Pilar y Paquita, cuya sordera era directamente proporcional al volumen de los alaridos de su jefe.

En abril de 1983 tuvo lugar en Madrid una exposición antológica sobre Salvador Dalí en el Museo de Arte Contemporáneo, a cuya inauguración asistieron, entre otros, el presidente de la Generalitat de Cataluña, Jordi Pujol, y el conseller de Cultura, Max Cahner. La llegada de Pujol en su coche oficial, portando el banderín catalán, ya fue motivo del primer comentario de Julio Feo: «Vaya, ya está aquí el de la banderita», e hizo todo lo posible para apartarle del resto de las autoridades que recibirían a los Reyes a su llegada. Cuando le presentaron al conseller, Feo se limitó a decir: «Ese, arriba», refiriéndose a que su lugar debía ser de inferior categoría al adjudicado por el Protocolo oficial. Cuando, obediente, el conseller, se disponía a ocupar su lugar, pudo oír: «Al Cahner que le den por el culo».

Semejantes incidentes desataron las iras del nacionalismo catalán, que encontraba en el comportamiento de Feo la más profunda ofensa a su bandera y a sus instituciones. Se convocó una concentración en la plaza de Sant Jaume como reafirmación de la soberanía nacional de Cataluña y exaltación de su bandera, y en la Presidencia del Gobierno recibimos treinta mil postales editadas especialmente para pedir la dimisión de Julio Feo. El texto, dirigido a Felipe González, era el siguiente: «Señor, puesto que somos un pueblo bien educado y respetuoso con los derechos de los demás, os pedimos que ceséis inmediatamente en su cargo a Julio Feo para que el Gobierno estatal no sea considerado nuevamente un grupo de gente que se dedica a insultar a nuestra bandera y a nuestras instituciones». El paso del tiempo se encargó de aplacar los ánimos y de rebajar la indignación provocada en la Generalitat y en los ciudadanos de Cataluña.

Otro altercado tuvo lugar unos meses después. Como Felipe González no tenía previsto a corto plazo visitar Guinea, Teodoro Obiang, su presidente, presionó para desplazarse a Madrid. Corría el 28 de julio de 1983 y hacía un calor agobiante en las pistas de Barajas. Un DC-8 de la Fuerza Aérea española trasportaba a Obiang, que iba acompañado, como siempre, por un nutrido séquito en el que destacaban los rostros blancos de los marroquíes que hacían de guardaespaldas del presidente africano.

El avión tomó tierra y se prepararon la alfombra roja y la banda de música que tocaría el himno guineano. Felipe González y Fernando Morán permanecían al pie de la escalerilla aguantando un sol de justicia. La puerta se abrió, pero pasaban los minutos y nadie descendía del avión. Era una situación incómoda para todos y los periodistas comenzaron a preguntarse por la razón de la demora. Más de diez minutos hizo esperar Obiang a todos los presentes... La visita no empezaba con buen pie.

El séquito de Obiang seguía a su jefe en compacta formación y se producían codazos y forcejeos con los agentes de seguridad españoles, incluso a la entrada del vehículo oficial que transportaba a los dos presidentes. Al llegar a La Moncloa, donde tendría lugar un almuerzo y una reunión de trabajo, ocurrió un incidente grave y anormal en la visita oficial de una personalidad que se considera «amiga». Después de la foto en la escalinata del Palacio, ambos mandatarios entraron en el Salón de Columnas, mientras el secretario general de la Presidencia, Julio Feo, pedía a la guardia de Obiang que esperase en el exterior. Uno de los escoltas guineanos contestó en francés que él no pensaba marcharse y que no entendía español, y unos cuantos trataron de entrar en el Palacio. Un guardia civil que custodiaba el edificio se colocó delante y bloqueó la entrada. Julio Feo les explicó de nuevo, y en francés, la situación, pero uno de los guineanos sacó su pistola y apuntó a Feo, por lo que el teniente de la Guardia Civil no tardó ni un segundo en montar su subfusil. Comenzaron los gritos y el presidente González, dejando solo a Obiang, salió para ver qué ocurría. Fue él quien consiguió apaciguar los ánimos: «Estén tranquilos, por favor; esta es la casa del presidente del Gobierno español, que respeta a Obiang y a Guinea. Recuerden que se trata de un ambiente de amistad y cordialidad», insistió González.

Finalmente, se calmó la tensión y el presidente anunció en rueda de prensa el desbloqueo de las relaciones entre los dos países. Además, el Rey se desplazó expresamente a Madrid desde Palma de Mallorca, el 30 de julio, para entrevistarse con Obiang antes de que iniciara el viaje de regreso. Desde entonces, cada vez que el guineano visita España, inexorablemente se recuerdan los incidentes y se hace hincapié en que no vuelva a pasar «lo que con Julio Feo».

En aquellos años había mucha costumbre de utilizar el hilo musical en oficinas, comercios y hoteles, con el fin de que la actividad laboral contara con un fondo musical relajante que, según estudios, favorecía la productividad y mejoraba las relaciones humanas, siempre y cuando, claro está, el canal elegido fuera de música clásica o instrumental. Cada oficina podía opcionalmente utilizar o no el servicio, que se escuchaba en el vestíbulo y en los pasillos. Su central de operaciones se situaba en el office, junto a la cafetera y el frigorífico. A primera hora de la tarde, Herminia iniciaba su jornada fregando y recogiendo el menaje utilizado durante la mañana al ritmo de un canal de heavy metal al más puro estilo Led Zeppelin. Cuando Julio Feo llegaba después de comer y escuchaba tan enloquecedores acordes armaba la de San Quintín y Herminia escuchaba improperios tan heavys como su música.

Feo encontró la excusa perfecta para deshacerse definitivamente del invento una tarde en la que, por los altavoces de todo el edificio, se escuchaba simultáneamente y en tiempo real la conversación telefónica que Alfonso Guerra mantenía con un interlocutor sin identificar. Algún cortocircuito en las conexiones internas había provocado semejante desatino. Así que Feo, a punto de darle algo, arrancó aparato y cables por las bravas y sin miramientos.

Quien se lo agradeció sinceramente fue Eduardo Sotillos, cuya cultura musical le venía de la infancia y a la que hacía referencia en muchas ocasiones. Sotillos, con su voz especial, conocida por todos los españoles a través de los telediarios, desarrolló, a mi juicio, el mejor trabajo de comunicación de la reciente historia democrática de España. Su habilidad para transmitir se derivaba de su formación como político y como periodista, que tanto monta monta tanto; su temple y sus buenos modales eran un excelente ejemplo de que cuando la labor está bien hecha sobra recurrir a descalificaciones y bravuconadas. ¡Los kilómetros que su secretaria Mari Loli recorrió detrás de él mientras le llamaba insistentemente: «¡Don Eduardo...!». Pero don Eduardo, enfrascado en sus cosas, raramente atendía.

Una de las primeras medidas del Gobierno tras su toma de posesión fue la apertura de la verja de Gibraltar, al principio solo para peatones. La orden establecía que el paso entre La Línea y Gibraltar, y viceversa, se efectuaría exclusivamente por el puesto de Policía habilitado para tal fin. El paso solo podría llevarse a cabo una vez al día por los ciudadanos españoles con pasaporte en vigor y por los británicos con residencia legal en Gibraltar. Poco después, el 21 de diciembre, se amplió el permiso de tránsito a los cónyuges, ascendientes y descendientes en primer grado, lo que posibilitó la reunión de las familias ante las inminentes fiestas de Navidad. Un año después de la apertura, se calculaba que un millón y medio de personas habían cruzado la frontera por el citado paso policial.

La segunda medida, de gran repercusión en la opinión pública, fue la expropiación de Rumasa, en virtud del Decreto Ley 2/1983. En aquel momento, el grupo estaba constituido por setecientas empresas, con una plantilla que alcanzaba los sesenta y cinco mil trabajadores, facturando trescientos cincuenta mil millones de las pesetas del momento. Las razones de la expropiación: reiterada falta de auditorías externas, obstrucción permanente a la inspección del Banco de España, arriesgada espiral de adquisiciones e inversiones del grupo y una astronómica deuda con la Seguridad Social.

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