Secretos y facetas nunca contadas a lo largo de treinta años y cinco presidencias de Gobierno en un mismo entorno: el palacio de La Moncloa, la residencia oficial de los jefes de Gobierno de la democracia española. Una visión novedosa de la vida política desde centro del poder. Un relato en el que toman especial relevancia los datos de la vida cotidiana que generalmente no se incluyen en los libros de historia. Una narración fluida y bien construida que engancha desde el primer momento.
Mª Ángeles López de Celis
Los presidentes en zapatillas
La vida política y privada de los inquilinos de la Moncloa
ePUB v1.0
Cabensos01.01.11
A mi marido, a mi hijo, y a mis amigas del alma.
Ellas saben quiénes son.
Puedo decir, después de haber vivido personal, y apasionadamente, ese capítulo de la Historia de España que se conoce como la Transición, que los españoles han sufrido lo que podríamos llamar un bombardeo masivo de información, a veces rigurosa, a veces no tanto, y, en muchas ocasiones, contradictoria, sobre aquellos tiempos que parecen ya tan lejanos y que de ninguna manera lo son, aunque en España los ciudadanos menores de veinticinco o treinta años no tengan, por desgracia, esa percepción.
Se han revelado secretos, se han reivindicado figuras que, hasta ahora, permanecían en la penumbra histórica, y se ha producido una curiosa batalla dialéctica en la que muchos parecían reclamar para sí, o para los suyos, la autoría, el pilotaje o el diseño general, y aún detallado, de esos años decisivos que sirvieron para implantar la democracia en nuestro país. De todas formas, el debate ha sido, si no siempre honesto, sí interesante y enriquecedor.
Pero yo, en todo ese alud informativo, echo de menos una mayor atención sobre el papel que, en ese proceso histórico, desempeñaron personajes, más o menos anónimos, cercanos a quienes protagonizaron el proceso político, que estuvieron en el secreto de muchas de las decisiones que se adoptaron, que vivieron las flaquezas y grandezas del poder y de sus principales responsables, que trabajaron en centros clave del aparato del Estado y que, obedeciendo órdenes y cumpliendo escrupulosamente con su deber, hicieron todo lo posible para que el tránsito político y la consolidación de la democracia fueran posibles.
Hoy nos llega uno de esos libros que se echaban en falta. Un libro escrito por quien durante más de treinta años ha estado al servicio como secretaria, en el Palacio de la Moncloa, de todos los presidentes del Gobierno de España, desde Adolfo Suárez hasta José Luis Rodríguez Zapatero.
Ese es el libro del que Mª Ángeles López de Celis, vieja amiga, me ha pedido que le haga el correspondiente prólogo, invocando, además, a mi conocimiento de esa época y de muchos de sus personajes.
Entiendo este prólogo como paratexto, es decir, como contexto en el que se escribe una historia, la que en este libro cuenta Mª Ángeles, a la que este prologuista quisiera añadir determinadas vivencias personales que pueden complementar detalles de más de tres décadas de historia de nuestro país.
Aunque pienso que «hablar de uno mismo es hacer lírica», el empeño de la autora y de la editorial en que haga un retrato, desde mi punto de vista personal, de los cinco presidentes del Gobierno de España, es decir, de quienes han ocupado el Palacio de la Moncloa, con los que ha trabajado Mª Ángeles y de los que ella conoce muchos secretos, me obliga a recordar esos treinta años de nuestra historia que comienzan con las primeras elecciones democráticas de junio de 1977, en las que sale elegido Adolfo Suárez, y que terminan con José Luis Rodríguez Zapatero y la vuelta de los socialistas al poder en marzo de 2004.
De la primera Transición, en la que se aprobó la Constitución de 1978, a esta segunda transición que ha pretendido hacer Rodríguez Zapatero con la Reforma de los Estatutos (especialmente, los de Cataluña y Euskadi) y que puede terminar, si nadie lo remedia, en un nuevo modelo de Estado, un Estado federal asimétrico, difícil todavía de definir y articular.
Gracias a mi dilatada vida profesional (diez años en la dirección de Cambio 16, casi otros diez en la dirección de Tiempo, dos al frente de los informativos de Antena 3 Televisión y muchos de trabajo cotidiano para la elaboración de catorce libros) me han permitido conocer, de primera mano, a casi todos los políticos de la Transición y del cambio, tratar a todos los presidentes de Gobierno de nuestro país, intimar con algunos de ellos y ser testigo, para contarlo, de los principales acontecimientos históricos de España en esos años.
Creo que con el que tuve más confianza fue con Adolfo Suárez. Ahora vivo en su antigua casa de Puerta Hierro de donde salió para jurar su cargo de presidente del Gobierno de España, cuando nadie creía en él. Conservo parte de su antigua librería de caoba; recibo, de cuando en cuando, alguna correspondencia dirigida a su nombre, que devuelvo, y utilizo su mismo número de teléfono, aunque hace años que no hablo con él, sumido, como está, en las brumas del olvido con un cerebro prácticamente muerto.
Quiero que mi último recuerdo de él sea el de una cena en mi casa, que era la suya, en la que, de nuevo, explicó con brillantez, ante unos comensales asombrados y ganados para su causa, los principales hitos de la Transición y, sobre todo, el golpe de Estado de febrero de 1981, que quiso evitar dimitiendo días antes de la violenta entrada del teniente coronel Tejero en el Congreso de los Diputados.
Y cito el asombro de los comensales, porque, cuando Adolfo contaba algo, era capaz de apoderarse del interés de su interlocutor por la convicción que transmitía, por la ilusión con la que contaba cualquier acontecimiento y por la seguridad con la que hablaba.
En el trato corto, en el cara a cara, podía ser tan encantador que parecía que solo le importaba el que le estaba escuchando. Cuando era presidente parecía que ponía los secretos del Estado al servicio de su interlocutor. Parecía que el tiempo no transcurría, y que todo el que tenía te lo dedicaba por completo, olvidándose de sus compromisos, de su agenda, de su trabajo.
Le conocí siendo ministro secretario general del Movimiento, con Carlos Arias Navarro, cuando ya el Rey y Torcuato Fernández Miranda habían maniobrado para situarle, probablemente, en el puesto más delicado del Gabinete, ya que su misión era desmontar el partido del franquismo y conseguir que ese partido se hiciese el haraquiri para desatar lo que el general Franco había dejado «atado y bien atado».
Yo, que entonces no creía en esa reforma del franquismo desde dentro y que contemplaba con escepticismo la Ley para la Reforma Política elaborada por la clase dirigente que había ostentado el poder durante décadas, me tuve que rendir ante su osadía, ante su seguridad de que estaba dispuesto a que la democracia se instalase en el país, porque contaba con la complicidad del Rey y, sobre todo, con las enormes ansias de cambio de la sociedad española.
Días después de su toma de posesión como presidente, en julio de 1976, en un almuerzo con periodistas del club Blanco White (Juan Luis Cebrián, Ramón Pi, Miguel Ángel Aguilar, Federico Ysart, Pedro Altares, Pedro Calvo Hernando, José Antonio Novais, Lorenzo Contreras y Félix Santos), en el restaurante La Nicolasa, de Madrid, nos explicó cuál era su plan.
Se iban a legalizar todos los partidos políticos, se convocarían elecciones libres, se reconocería a los sindicatos, se decretaría una ley de amnistía, se elaboraría una Constitución e, incluso, se intentaría terminar con ETA, porque todos los presos saldrían a la calle.
Algunos no le creímos, pero estaba tan seguro de lo que decía, que le concedimos el beneficio de la duda y, sobre todo, le prometimos el apoyo que necesitaba porque, en aquellas circunstancias, era lo único que podíamos hacer.
Meses más tarde, cuando comenzó a cumplir todo lo que había prometido, le regalamos en otro almuerzo un cómic del Capitán Trueno por la valentía con la que estaba actuando, aunque estuvimos a punto de acompañarlo de otro cómic, casi desaparecido, que en su momento respondía al nombre de Hazañas Bélicas, porque su labor se desarrolló en medio de una auténtica guerra en la que participaban muchos de los dirigentes del franquismo y arañada, además, por el terrorismo de ETA y del GRAPO.
A lo largo de su mandato tuve con él numerosos encuentros, almuerzos, cenas y conversaciones privadas, algunas de ellas comprometidas, que nunca revelaré (especialmente las que afectan al Rey y a sus relaciones con él), y otras que afectan a políticos ya desaparecidos que no se pueden comprobar.
Pero tengo que decir que durante toda su presidencia, asediado por el terrorismo, tuvo el convencimiento de que había una mano negra cuyas terminales estaban en poder de los servicios de inteligencia. Era obsesivo con la CIA norteamericana y pensaba que algunas potencias no querían una democracia plena para España.
Tuvimos una larguísima conversación cuando saqué a la calle mi libro Los últimos días de un Presidente, editado por Planeta, y, por primera vez, le vi derrotado y con los ojos vidriosos cuando me contó su última audiencia con el Rey, la definitiva, en la que le presentó su dimisión y no encontró en don Juan Carlos el mínimo signo de retenerle, la más pequeña señal de convencerle o pedirle que se lo pensase.
Era el final, aunque lo intentó de nuevo, en 1986, con la creación del CDS (Centro Democrático y Social), a la búsqueda del partido bisagra que defendiese la moderación en el mapa político nacional. En esa lucha termino con la «Operación Reformista» de Miquel Roca.
En el último intento de Roca y de Florentino Pérez (convertido hoy en uno de los hombres más ricos del país) de pactar con Suárez, tuve yo un papel protagónico. Florentino Pérez me pidió que intentase por todos los medios que Suárez cediese. Monté una reunión en el despacho de Antonio Maura, pero Suárez, después de muchas horas de debate, y aunque le prometieron una financiación que él no tenía (los bancos le negaron cualquier tipo de crédito) y que a los reformistas les sobraba, rechazó el acuerdo. Iría solo a las elecciones.
Así fue, y consiguió superar la docena de congresistas, mientras que Miquel Roca no consiguió siquiera su acta de diputado, aunque contaba con muchos apoyos de militantes de la casi desaparecida UCD y la simpatía, incluso, de su último presidente, Leopoldo Calvo-Sotelo.
Calvo-Sotelo, por decisión de Adolfo Suárez, se convirtió en su sucesor. Su investidura fue interrumpida por el golpe de Estado que se estaba preparando contra Suárez, y su mandato, que duró solo dieciocho meses, no contribuyó al conocimiento de un personaje profundamente culto y cultivado, que disfrutaba con la música (que siguió disfrutando hasta su muerte, donde seguí viéndolo en el Auditorio Nacional de Madrid, en una butaca de abono cercana a la mía) y que hubiera sido un gran presidente si España fuese Luxemburgo, o si el país no hubiese tenido que pasar por las terribles consecuencias de un golpe de Estado y por un juicio contra los golpistas que condicionó todo su mandato.
De Leopoldo conservo el recuerdo de una gran amistad (solía, de cuando en cuando, almorzar con él y con quien fue jefe de su Gabinete, Luis Sánchez-Merlo), una foto insólita y muy divertida, un trozo de papel con una sorprendente petición y el epílogo de uno de mis libros. La foto está tomada en una copa de fin de año en el Palacio de la Moncloa y aparece él (normalmente hierático), en una postura nada presidencial, porque parece estar bailando el Aserejé, con una bufanda amarilla que me tomó prestada, en medio del asombro de su mujer Pilar Ibáñez y la risa abierta de Carmen Rico Godoy. Carmen entonces le traía loco con los diálogos del Ficus de la Moncloa.