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Authors: Mª Ángeles López Decelis

Tags: #castellano

Los presidentes en zapatillas (9 page)

BOOK: Los presidentes en zapatillas
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Ni él mismo imaginaba entonces que desde la radio y la televisión surgirían sus más importantes reconocimientos, es decir, aquellos que tienen que ver con la propia imagen, cuando sin lugar a dudas fue un brillante columnista y escritor desde su más temprana edad profesional.

Otro peso pesado de la comunicación de la Presidencia del Gobierno fue, sin duda, Josep Meliá. No solo ocupó la Secretaría de Estado de la Comunicación, sino que su cercanía ideológica y su trabajo constante junto a Adolfo Suárez fueron causa de mutuo entendimiento y verdadera amistad. Su físico, nada agraciado, escondía un corazón sensible y noble y una pluma inmejorable, que le llevó a escribir no solo novela, sino también poesía, monografías sobre arte y tratados históricos dedicados a su querida tierra mallorquina. La prensa oficialista lo incluiría invariablemente en el cajón de los «rojos». ¡Además, se hacía llamar «Josep»!

El presidente Suárez estaba enfadado y, sobre todo, herido. El Rey le había retirado su apoyo expreso; por eso repetía constantemente: «A mí no me van a hacer lo que a Carlos Arias». Sentado tras esa mesa que precisamente el Monarca le regaló y que fue a su vez obsequio de la reina Isabel II al general Narváez, preparaba una lista, encabezada por él, con vistas al Congreso de UCD que tendría lugar en Palma de Mallorca a finales de enero.

El 22 de enero de 1981 fue llamado a La Zarzuela. Mantuvo un despacho muy tenso con el Rey y regresó a La Moncloa de muy mal humor. Se encerró en su oficina y no quiso ver ni hablar con nadie. Josep Meliá recibió órdenes de informar a la prensa de que este brusco desenlace estuvo motivado, una vez más, por discrepancias en torno al nombramiento de Armada. Además, el presidente le encargó la elaboración de un discurso de dimisión y despedida, contemplando la hipótesis de que pudiera salir derrotado en el Congreso del partido, que finalmente nunca se celebró. El día 27 estalló una huelga de controladores aéreos y el Congreso se suspendió.

Fue en ese despacho, en el mismísimo Palacio de la Zarzuela, donde, según todos los indicios, tuvo lugar un gravísimo enfrentamiento entre Adolfo Suárez y un grupo de militares. La audiencia se prolongó más de lo acostumbrado, y, al final, el Rey apuntó la posibilidad de que se quedase al almuerzo que tendría lugar inmediatamente después y al que estaban invitados altos mandos del Ejército. Es más, el Rey insistió en la conveniencia de que el presidente asistiera. Finalmente, el presidente aceptó y la comida discurrió en un ambiente de alta tensión. En cierto momento, el Rey salió del comedor para atender una llamada telefónica y, aprovechando su ausencia, los presentes exigieron a Suárez que dimitiera «por el bien de España». Él respondió: «Yo he recibido el poder del pueblo». La crispación era tal que uno de los jefes militares llegó a echar mano de la pistola. El Rey regresó y todos disimularon.

Inmediatamente después del incidente, el presidente pidió consejo al cardenal Tarancón, que entonces presidía la Conferencia Episcopal y con quien Suárez mantenía una relación muy estrecha. Salió a toda prisa hacia el palacio arzobispal con el rostro desencajado. Sin duda, su preocupación estaba justificada. Lo que no sabemos es si, a la vista de lo acontecido, el cardenal también aconsejó a Suárez que dimitiera.

La relación entre ambos hombres siempre fue fluida y de recíproca confianza. Uno de los primeros gestos del presidente tras su nombramiento fue acudir a la sede arzobispal para hacer entrega a Tarancón de unas grabaciones que recogían las conversaciones privadas del cardenal con una monja, sor María Teresa, a cuya familia conocía de toda la vida, y a quien colocó en el departamento de causas matrimoniales del Arzobispado, atendiendo a su consideración de persona abierta e inteligente. El Gobierno Arias grabó las cintas, queriendo ver en esta relación un lío de faldas, porque no olvidemos que una de las principales preocupaciones del presidente del Gobierno franquista era «el erotismo, que todo lo invade».

Tarancón, a quien tantas veces pusieron en el paredón, nunca olvidó este favor.

Y harto de estar harto, el domingo, 25 de enero, por la noche, el presidente, que ya había madurado la idea e interiorizado sus consecuencias, le consultó a su mujer: «¿Qué te parecería la noticia de mi dimisión?». Ella respondió con un comentario que recogía toda la frustración y la amargura acumulada a lo largo de los últimos cuatro años y medio, en los que había visto a su marido llevar a cabo el mayor de los esfuerzos, pagado con la moneda del abandono y la traición: «Me parecería muy bien, si salieras dando palos».

Al día siguiente, lunes, recibió a Calvo-Sotelo y le comentó entre líneas sus reflexiones sobre la situación por la que atravesaba el partido y su temor a ser un obstáculo en una eventual conciliación interna. Calvo-Sotelo no acababa de interpretar sus palabras y salió de la entrevista preguntándose: «¿Querrá irse?».

La incógnita se despejó enseguida, porque Suárez reunió a sus caballeros de la mesa redonda aquella misma tarde para transmitirles su decisión irrevocable, sin que el Rey lo supiera aún.

El martes, 27 de enero, acudió a La Zarzuela para comunicar al Monarca su renuncia y, de repente, hizo algo que seguramente había planeado aquella misma mañana, o tal vez incluso en el coche mientras recorría el corto trayecto que separa ambos palacios. Antes de entrar decidió pasar por el despacho de Sabino Fernández Campo, entonces secretario de la Casa de Su Majestad. Estaba claro que buscaba un testigo que diera fe de la forma en que se iban a producir los hechos, evitando la menor sospecha que permitiera deducir que fue el Rey quien le pidió la dimisión. Después de informarle de la decisión, Adolfo Suárez se mostró muy decepcionado, no solo porque no le había pedido, ni siquiera de manera oficiosa, que reconsiderase su postura, sino que la reacción ante su retirada había sido demasiado rápida, tanto que resultaba precipitada. Inmediatamente, él le preguntó: «¿En quién has pensado como sucesor?».

Si a Suárez le quedaba el menor atisbo de duda respecto a qué hacer, ahora las cosas estaban muy claras y, una vez digerida tan amarga píldora, incluso se atrevió a bromear acerca del desenlace: «A lo mejor resulta que tengo que irme para que hablen bien de mí».

El miércoles, 28 de enero, Meliá preparó el borrador del discurso, es decir, entre todos preparamos el borrador del discurso más triste que nunca habíamos escrito. Estábamos conmocionados, preocupados, y éramos muy conscientes de la gravedad del momento que vivíamos. Tal vez la excesiva responsabilidad nos abrumaba, porque hubieron de pasar horas hasta que la cosa comenzó a funcionar como es debido. No dábamos pie con bola. Julia, experta taquígrafa, no entendía la mitad de las cosas que había copiado, y yo, contagiada de su nerviosismo, no era capaz de mecanografiar una línea completa sin un borrón. Charo e Inocencio Amores eran los encargados de repetir el mismo discurso que nosotras escribíamos, encapsulado en el rollo de papel con margen a ambos lados que se coloca en el monitor, fuera del alcance de las cámaras, pero a la vista del orador, lo que le permite leer mirando al frente y no a los papeles. De esta manera se transmite la impresión a los televidentes de que el conferenciante tiene la alocución poco menos que aprendida. Así funcionan los telediarios y todas las intervenciones de personas que han de hablar ante las cámaras a partir de un guión escrito. El texto debe pasar por la pantalla al tiempo que es leído, ni más rápido ni más lento, porque de otro modo el disertador se perdería. Ese día, el dichoso rollo tenía más cortes y empalmes que una película de amor en tiempos de censura. Y, hablando de rollos, alguien decidió colocarnos a mano uno de papel higiénico que sirviera para secarnos ojos y nariz, porque a cada rato, según íbamos plasmando en el papel todas esas frases dramáticas y dolorosas, las lágrimas se escapaban sin control.

Ya terminado, al día siguiente se procedió a su grabación. El presidente parecía aliviado y únicamente le preocupaban dos cosas: la aceptación de Calvo-Sotelo por parte de todos, y que después de esto no se armara tal zapatiesta que se acabaran convocando nuevas elecciones generales.

El jueves, 29 por la mañana, el propio Sabino Fernández Campo acudió a La Moncloa para conocer de primera mano la forma en que se iba a oficializar la dimisión. Suárez le enseñó el discurso, que ya estaba preparado. Sabino, tras examinarlo, le hizo una importante observación: en todo el texto no había una sola mención al Rey y eso había de corregirse indefectiblemente. Debía dar las gracias a Su Majestad. Y se fue llevándose una copia.

La televisión montó el dispositivo y se inició la grabación del mensaje, que hubo de repetirse dos veces. ¡Ni siquiera con el maquillaje mejoraba la palidez del presidente ni se disimulaban sus ojeras! Alberto Aza nos pidió encarecidamente que no presenciásemos la grabación con el fin de evitar distracciones ante un posible estallido emocional.

Todo estaba dispuesto. Una mano anónima colocó una foto del Rey detrás de la mesa para que saliera en pantalla. Finalmente, cuando la televisión emitió a todo el país el discurso de dimisión del presidente del Gobierno, Sabino Fernández Campo comprobó, en primer lugar, que el presidente había hecho una mención a la Corona, pero solo una. Y en segundo lugar, que Suárez había leído una frase que no figuraba en el texto primario, la cual, pocas semanas después, cobraría un inusitado sentido: «Yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la Historia de España».

Terminada la alocución, afloraron los sentimientos y nos abrazamos unos a otros y le abrazamos a él. Recuerdo bien a Charo, que le decía entre lágrimas mientras acariciaba su cara: «Presidente, siempre será nuestro presidente». Otros no fuimos capaces de articular una sola palabra..., pero no hacía falta. Él solo nos daba las gracias una y otra vez y nos pedía la misma colaboración con el presidente siguiente.

Una broma macabra del destino hizo que el 5 de febrero, Agustín Rodríguez Sahagún, ministro de Defensa, nombrase al general Alfonso Armada Comín segundo jefe del Alto Estado Mayor, promoción que le colocaba en las mejores condiciones para ser catapultado a la Presidencia del Gobierno. Armada recibió la felicitación telefónica del propio Monarca, que le llamó desde el aeropuerto de Barajas, mientras esperaba a que se abriera el de Vitoria, cerrado por mal tiempo, para realizar su primera visita oficial al País Vasco.

Los Reyes descansaban en Baqueira tras los incidentes que el 4 de febrero de 1981 tuvieron lugar en la Casa de Juntas de Guernica, protagonizados por militantes de Herri Batasuna, que acabaron con la expulsión de los alborotadores por parte de las Fuerzas de Seguridad. La reina Sofía recibió la noticia del agravamiento del estado de salud de su madre, por lo que se trasladó a Madrid sin pérdida de tiempo. Mientras, el Rey mantuvo una larguísima entrevista con el general Armada en Arties, y otro contacto más, pero breve, el día 17, ya en Madrid.

Tras la celebración del II Congreso de UCD, el Rey propuso a Leopoldo Calvo-Sotelo como candidato a presidente del Gobierno e inició una ronda de consultas con los diferentes líderes políticos encaminadas a cumplimentar los trámites preparatorios de la investidura del nuevo presidente.

A partir de aquí, la sucesión de los hechos que dieron lugar al intento de golpe de Estado del 23-F es por todos conocida. En este enrarecido escenario, el día 18 de febrero Calvo-Sotelo presentó su programa de gobierno, que se votó el día 20, sin obtener la mayoría necesaria para ser investido, por lo que el lunes 23 se procedería a una segunda votación. Esta fue la fecha elegida por los golpistas para llevar a cabo su «Operación Congreso».

Por lo demás, en el Palacio de la Moncloa estábamos ya metidos de lleno en nuestra propia «operación retirada», tarea que supone la recogida de papeles y los preparativos correspondientes al traspaso de poderes que se realiza siempre que se produce el cambio en la cabeza del Ejecutivo.

Mientras trabajábamos, la radio y sus ondas nos permitieron seguir la sesión de investidura del que sería nuestro nuevo jefe. Cuando se produjo la irrupción de los guardias en el hemiciclo, nos agolpamos en el despacho de Alberto Aza, horrorizados por los acontecimientos, que solo pudimos escuchar. La primera hipótesis: terroristas de ETA disfrazados de guardias civiles iban a cometer una auténtica masacre.

Pero los periodistas, que continuaban transmitiendo, reconocieron inmediatamente a Tejero, y Aza nos tranquilizó asegurando que se trataba de una intentona golpista. No pretendía decir que los acontecimientos no fueran de extraordinaria gravedad, pero la opción terrorista suponía un peligro mucho mayor para las vidas de todos los que se encontraban retenidos.

Los Servicios de Seguridad recibieron órdenes de cerrar todas las puertas del complejo presidencial y convertirlo en una fortaleza, prohibiéndose entradas o salidas de cualquier clase sin el conocimiento del subsecretario, entonces la máxima autoridad en el interior del recinto. Varias patrullas de la Guardia Civil se presentaron con el fin de «montar las defensas»: ametralladoras y armamento pesado que serían instalados en las azoteas y tejados de los edificios como medida preventiva ante la posibilidad de un asalto. El subsecretario no sabía qué hacer. Dudaba ante la inseguridad que le planteaba el desconocimiento de la identidad de los guardias y sus verdaderas intenciones, por lo que preguntó al que dirigía el grupo: «¿Y a ustedes quién les envía?», a lo que su interlocutor contestó, cargado de razón: «Pues, nuestro capitán». «Pero ¿quién es su capitán?», insistió. «Mire, señor, si lo que quiere saber es cuál es nuestra posición, nosotros estamos con el Rey y con la democracia». Aclarada la cuestión, la patrulla procedió a poner en marcha su misión y el subsecretario respiró aliviado.

Por lo demás, en La Moncloa se vivió el golpe con la misma preocupación que lo hizo el resto de los españoles. Alberto Aza nos mantenía informados de cuanto sabía en todo momento, y la familia Suárez permaneció en su domicilio como una piña a la espera del desenlace. Hubo un momento de especial preocupación cuando se recibió la noticia de que Adolfo Suárez, Gutiérrez Mellado, Rodríguez Sahagún, Felipe González, Alfonso Guerra y Santiago Carrillo habían sido separados del resto de los diputados, desconociéndose la finalidad. Se temía por sus vidas.

Pero el tiempo pasaba y, poco a poco, los indicios fueron apuntando a que los golpistas cada vez parecían menos seguros de sí mismos. Hacia las nueve de la noche se permitió la salida de los trabajadores que se encontraban en el interior de la Cámara y de las diputadas que desearan abandonar su escaño. Durante el resto de la noche los golpistas se dedicaron a lo único que podían hacer: negociar su rendición.

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