En aquellos tiempos, la Guardia Civil destinada en La Moncloa y responsable de la seguridad de sus instalaciones y personas realizaba prácticas y maniobras sobre el terreno y no era raro encontrar a los números escondidos por el jardín, tras los matorrales, apostados en los árboles y fuentes o avanzando agazapados hacia el Palacio. Los simulacros parecían tan reales que tenían tintes de auténtica veracidad. Los funcionarios solicitamos el cese de ese tipo de actividades después de los sucesos del 23-F con el fin de evitar situaciones de pánico.
Tras el referéndum constitucional y su exitoso resultado se sucedieron unos días de relajo y seudocelebración, en los que llovieron las felicitaciones desde dentro y fuera de España. Terminaba así un largo y sinuoso camino que había ocupado incontables horas de conversaciones, llamadas, reuniones y negociaciones de mucha gente que colaboró, desde sus respectivas responsabilidades, a este final feliz que más bien era un punto de partida para la vida en democracia.
Lógicamente, muchos fueron los documentos que tuve que organizar y archivar relacionados con el texto constitucional y su proceso de elaboración, entre los que se encontraba un «Borrador para la Constitución Española», que constaba de unas treinta páginas y que se preparó dos meses y medio antes de las primeras elecciones generales de junio de 1977. El boceto aparecía fechado el 30 de marzo de 1977 y su autoría pertenecía a la Subsecretaría Técnica de la Presidencia del Gobierno, cuyo titular entonces era José Manuel Otero Novas, quien dibujó las líneas maestras junto con otros técnicos en la materia y, desde luego, de acuerdo con las indicaciones del propio Adolfo Suárez, a quien obsesionaba la armonía entre la España legal y la España real.
Muchas anécdotas y detalles relacionados con todos aquellos documentos anteriores a mi aterrizaje en La Moncloa me eran desvelados por los compañeros más antiguos ante la insistencia de mis preguntas. A este borrador se le llamó la «Constitución de Gades», porque cuando finalizó su elaboración, Otero y sus colaboradores decidieron celebrarlo y eligieron para ello un restaurante que por aquel entonces tenía Antonio Gades en Madrid.
Su Majestad el Rey sancionó la Constitución en sesión solemne y conjunta del Congreso de los Diputados y del Senado el 27 de diciembre, y se publicó en el Boletín Oficial del Estado el 29 de diciembre, para evitar el 28, festividad de los Santos Inocentes, fecha que se consideró poco seria para tan magno acontecimiento.
Recuerdo mi primera Navidad en La Moncloa con mucho cariño. Éramos una pequeña gran familia. No era raro que el mismo presidente compartiera charla y café con nosotros algún que otro día, que nos preguntara por nuestras familias y actividades fuera del trabajo y que se interesara por opiniones o sugerencias. Siempre tenía una palabra amable, y en más de una ocasión contestaba al teléfono si sonaba y no había nadie para atenderlo. Él mismo descolgaba y tomaba nota de los recados. Fumaba mucho, demasiado; entonces todos fumábamos demasiado, comía poco y siempre tiraba de la eterna tortilla francesa a la que añadían, por indicación de doña Amparo y bajo la supervisión de Pepe Higueras, el más fiel de los mayordomos, algo de relleno o una guarnición de ensalada o patatas fritas, que casi siempre acababa sin tocar en el plato.
Los Suárez tenían cinco hijos: Mariam, Adolfo, Sonsoles, Laura y Javier. En esos días de vacaciones escolares, los niños y su espontaneidad daban vida al Palacio. Cada dos por tres, encontrábamos las bicicletas apoyadas a la entrada, los muñecos de las pequeñas por cualquier rincón y el árbol de Navidad sufría una metamorfosis casi diaria: la gran estrella lo mismo estaba en lo alto de la copa que atada con espumillón a la barandilla de la escalera, y los ángeles y papás Noel a veces abandonaban su hábitat natural para convertirse en soldados en formación antes de proceder a una encarnizada batalla.
Todos convivíamos bajo el mismo techo, por lo que no era de extrañar que hubiera una armonía casi perfecta entre la vida familiar y la laboral, teniendo en cuenta que ambas solo estaban separadas por una planta de la casa. Los chicos llegaban del colegio, y quién puede extrañarse de que un crío, que no entiende las razones que le obligan a esperar, se plante directamente en el despacho de su padre, teniéndolo allí mismo, para contarle o pedirle algo que él supone importante. Además, bajaban con frecuencia para hacer fotocopias o para pedirnos algún que otro favor relacionado con los trabajos escolares. Nosotros colaborábamos siempre de buen grado; nada más agradable que hacer un paréntesis en el trabajo, dedicar unos minutos a la relajada charla con un muchachito ocurrente y a la noble tarea de enseñar al que no sabe.
Hay que tener en cuenta que los hijos de los presidentes del Gobierno sufren una auténtica transformación en sus vidas mientras sus padres ocupan el cargo. Han de someterse a unas estrictas normas de seguridad que coartan su libertad e interfieren de lleno en su vida social. Mientras son pequeños, la situación no es traumática porque, en cualquier caso, los niños de corta edad lo que realmente quieren es estar con sus padres y eso es algo que se mantiene, independientemente del domicilio y del puesto de trabajo de sus progenitores. El tema se complica cuando los muchachos llegan a la adolescencia, y los problemas que se derivan del eterno enfrentamiento generacional se agravan con la situación de control férreo a la que necesariamente son sometidos. Entonces tiene lugar una verdadera conmoción familiar que, en algunos casos, puede llegar a convertirse en una etapa conflictiva que, lógicamente, dura bastante tiempo. Mariam y Adolfo, los hijos mayores de los Suárez, empezaban a entrar por aquellos años en esa etapa difícil. Pero la verdad es que para ellos fue llevadera y, en consecuencia, también para sus padres.
Pocos días antes de la Nochebuena y para celebrar las fiestas, decidimos almorzar todos juntos, a cuenta de la paga navideña, en el restaurante Portonovo, cercano al complejo. El presidente excusó su asistencia, pero cuando estábamos terminando, ante la sorpresa de los presentes, apareció exclamando: «¡No pensaríais que me lo iba a perder!». Brindamos, reímos e incluso cantamos. Por cierto, era la primera vez que yo probaba las ostras y me sentaron tan mal que estuve dos días a manzanilla y arroz blanco, además de tener que soportar un sinfín de bromitas sobre mi burdo paladar y mi rústico estómago.
Pasaban los meses entre el trabajo y el estudio, al que cada vez dedicaba menos tiempo. Uno de mis más firmes propósitos desde el principio se centró en ganarme el respeto y el afecto de Julia Martínez Lafuente, que se mostraba inflexible en su postura e inamovible en sus planteamientos. Me prohibió usar el teléfono, tocar nada de su mesa, conectar el hilo musical, que entonces estaba muy de moda, escribir en su máquina IBM, abrir la ventana, etc. Yo no discutía una sola de sus órdenes; mi actitud era de absoluta sumisión y cada mañana le ofrecía una rosa o cualquier otra flor que cogía del jardín. Me interesaba por su anciano padre y me deshacía en elogios sobre su vestido o su peinado. «De acuerdo, Julia», «Lo que tú digas, Julia», repetía una y otra vez. Ella estaba cada vez más desconcertada con mi táctica, incluso mi jefe me bautizó como la «Ghandi de La Moncloa». Como no podía ser de otra manera, se produjo el desarme y Julia acabó por claudicar y por sentir verdadero afecto por mí. ¡Me consta! Guardo un entrañable recuerdo de aquella mujer, de la que tanto aprendí y que acabó muriendo sola en una institución, atacada por un despiadado cáncer de huesos.
Se acercaban las primeras elecciones generales constitucionales, que se celebrarían en marzo de 1979. Se preveía una confrontación electoral dura, con un Partido Socialista que contaba con una estructura cada vez más fuerte y unos planteamientos que calaban hondo en la sociedad, sin olvidar a las bases, que se movilizaban de manera organizada al son de las consignas de sus dirigentes. La UCD que lideraba Adolfo Suárez era una sopa de letras, una ensalada cuyos ingredientes se daban de tortas según qué temas y, para colmo, no había bases que movilizar. Por cierto, que cuando se creó la coalición, formada por dieciséis partidos, grupos y federaciones, su primera denominación quedó fijada como Centro Democrático. Fue idea de Leopoldo Calvo-Sotelo añadirle la palabra «Unión» por delante para reforzar la idea de cohesión.
Yo creo que durante aquellas semanas preelectorales del mes de febrero, el presidente ya sabía que se iría en un futuro cercano. Así se lo comunicó a Helmut Schmidt, entonces canciller alemán, de visita oficial en España. Schmidt le vaticinó un furibundo ataque socialista, y él, que parecía adivinar el futuro inmediato, confesó a su homólogo que estaba seguro de que su peor enemigo no estaba entre las filas socialistas, sino dentro de su propio partido. Una vez superada la convocatoria electoral, se abriría la caja de los truenos.
Efectivamente, UCD era una merienda de negros que se mantenía como organización política exclusivamente por ser la única vía para hacer frente al resto de las fuerzas parlamentarias y conservar su posición de poder. Al presidente le llovían las puñaladas por todos los flancos y las turbulencias amenazaban con convertirse en un auténtico tsunami. Quien más y quien menos exigía la cabeza de Adolfo Suárez, en la absurda idea de que cambiando al conductor funcionaría el coche.
En vísperas de los comicios, los sondeos daban al PSOE como favorito, y esa perspectiva fue la que empujó a Suárez, aconsejado por sus colaboradores, a dirigir a los españoles un mensaje televisado, la verdad que con un cierto tufo de otros tiempos. El presidente leyó el guión y le horrorizó, pero el temor a la anunciada derrota terminó por imponerse y grabó el discurso más dramático que pronunció nunca, basado en el pronóstico del «Apocalipsis rojo» en el caso de que la izquierda se hiciera con el poder. Una izquierda que defendía el aborto libre y subvencionado por el contribuyente y que planeaba la desaparición de la enseñanza religiosa, así como la imposición de un sistema económico que caminaría sin remedio hacia el colectivismo y la autogestión. Con este tinte de viejo cuño, la UCD ganó la contienda electoral, pero la dirección del PSOE dio por terminado el consenso que se había practicado hasta entonces, desenterrando el hacha de una guerra sin cuartel.
Durante la campaña electoral, el presidente viajó por el país, manejando las riendas de su partido y del Gobierno. Aquel mes de febrero de 1979 estaba siendo especialmente frío, y Suárez enfermó de amigdalitis. Sus anginas estaban tan inflamadas que parecía que tuviera paperas y las placas de la garganta le producían fiebre alta. Su cara era un poema: demacrado, con unas ojeras de color oscuro casi negro y un dolor de garganta que le impedía pronunciar dos palabras seguidas. Emilio Vera, su médico, insistía en que debía guardar cama y tomar antibióticos, pero el presidente, ante la imposibilidad de seguir las instrucciones, le pidió una alternativa. Solo cabía probar un remedio que fuera rápido y eficaz, uno de esos que se utilizan en los pueblos y que no se venden en las farmacias, pero que obraría el milagro y devolvería al presidente la compostura y el don de la palabra para cerrar la campaña debidamente. En la cocina se dispusieron a preparar el cocimiento, a base de vinagre, alcohol de quemar, eucalipto y algún otro ingrediente más sin identificar, que aplicarían directamente a la garganta del presidente, abriéndole la boca y levantando las pústulas por medio de un hisopo. Él bromeaba con el símil de Fraga y sus queimadas. ¡Aquello iba a doler! ¡Ya lo creo que dolería!
Con él, Pepe Higueras, el médico, doña Amparo y su cuñado Aurelio. Todos los demás tras la puerta cerrada del despacho con la oreja pegada esperando escuchar gritos y lamentos. No se oyó ni una queja ni un suspiro, pero cuando salió, sus ojos, esos ojos que irradiaban vida y optimismo, ahora aparecían mortecinos, enrojecidos, su rostro ajado, descompuesto, y la camisa húmeda por el sudor. Al día siguiente la fiebre había cedido y solo fueron necesarias unas gárgaras del mismo bebedizo.
En aquel tiempo teníamos siempre mucho que hacer y escaso margen para hacerlo, por lo que salíamos del Palacio en contadas ocasiones y, cuando lo hacíamos, únicamente pensábamos en regresar a casa. Lo peor del invierno había pasado, en lo meteorológico y en lo político, y empezábamos a agradecer pequeños paseos para gozar de los jardines en su esplendor de primavera. La opinión era unánime: trabajábamos en un lugar privilegiado, pero apenas lo disfrutábamos.
Dando la vuelta al Palacio, por su cara norte, está la zona más bella del jardín, y si uno se posiciona mirando en dirección a Madrid, puede contemplar la fachada menos conocida del edificio, la que no sale en las fotos. Cierto día, mientras los hijos del presidente jugaban en esta zona de los jardines, encontraron entre la vegetación, tapada por la tupida hiedra, la entrada a un pasadizo que iba a dar a la antigua mantequería de la duquesa de Alba. Según datos históricos, la calidad de la mantequilla que se hacía en este lugar era excepcional, lo que explica que la duquesa enviara expresamente cada día a una persona de su servicio a La Moncloa para que llevara el mencionado producto hasta el palacio de Buenavista. La reina Isabel II hizo lo propio durante su reinado, por lo que algunos documentos se refieren a este lugar como «la mantequería de la Reina».
Tres eran los edificios que integraban el primitivo conjunto, además del Palacio de la Moncloa, que anteriormente se denominaba Palacio de Sora o Casa Pintada. Esto se debía a las pinturas que adornaban el edificio por dentro y por fuera en los tiempos en los que, según la leyenda, su propietaria, la decimotercera duquesa de Alba, se reunía en secreto, mal guardado, con Francisco de Goya. En realidad, el nombre actual lo tomó de los jardines, muy del gusto de los madrileños y, por entonces, propiedad del conde de Monclova. Todo se perdió durante la Guerra Civil, porque el Palacio quedó prácticamente destruido por los bombardeos. Los otros edificios son: el INIA, cuyas siglas denominan, aún hoy, el Instituto Nacional de Investigaciones Agrarias, y el edificio llamado de las «Semillas Selectas», sedes respectivas de la Vicepresidencia Primera del Gobierno, donde el general Gutiérrez Mellado tenía también su residencia familiar, y el Ministerio de la Presidencia. Además, dos edificios de menor tamaño completaban el conjunto, los anexos 1 y 2, en los que se ubicaban los servicios correspondientes al gabinete del presidente con sus distintos departamentos, que le proporcionaban asistencia y cobertura en primera instancia. Estos pequeños edificios se rehabilitaron con este fin, dado que en un principio se antojaron inservibles para albergar oficinas. Se trataba de una especie de laboratorios destinados a la investigación botánica. Eran naves de dos plantas que contenían salas con paredes de blancos baldosines, pilones y lavabos, que continuaban por la parte trasera con unos viveros típicos de cristal, adosados y abarrotados de plantas y macetas, todo ello abandonado y en estado casi ruinoso.