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Authors: Mª Ángeles López Decelis

Tags: #castellano

Los presidentes en zapatillas (3 page)

BOOK: Los presidentes en zapatillas
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Ella, como nadie, describe las interioridades de La Moncloa, utilizando una documentación de primera mano y aportando datos de color y de ambiente que hacen de su libro un ameno relato de cómo se viven, desde el poder, los problemas y las tensiones diarias en la forma de gobernar el país. Pero es que, además, la autora hace una relación exhaustiva, dentro de su contexto histórico, de todas las leyes, de todos los proyectos, que han hecho de este país una democracia estable y duradera.

Como digo, el libro de Mª Ángeles es de esas obras que se echaban en falta y que junto a las decenas y decenas que han aparecido sobre ese periodo de la Historia de España, constituye una aportación nueva para comprender muchas de las dificultades que hubo que superar durante una treintena de años.

Estoy seguro de que será un éxito editorial por los nuevos datos que aporta, por la forma en que cuenta su historia, por el enorme trabajo de documentación que maneja, por la sinceridad con la que describe a todos los personajes que ha tratado y conocido y por la objetividad con la que contempla los acontecimientos políticos que ha vivido desde un lugar privilegiado, como es el Palacio de la Moncloa. Solo entrelineas se pueden deducir las preferencias de la autora por uno u otro presidente, pero es tan sutil su lenguaje que esas preferencias exclusivamente se deducen a través de los hechos, de los datos.

Mª Ángeles López de Celis ha construido un relato vivo, lleno de contrastes, y ha conseguido dar una visión distinta de lo que ha sido una de las historias más apasionantes de la vida política en estos últimos treinta y cinco años. Porque está contada desde dentro mismo del centro del poder.

Desconozco si ha visto en zapatillas a alguno de los presidentes, pero los ha visto en los momentos de felicidad y de triunfo y en los de desgracia y frustración. Porque ella... estaba allí...

José Oneto

Junio, 2010

Preámbulo

Habla, pueblo, habla...

De padres madrileños, yo también nací en Madrid, pero el de Castilla la Nueva, en 1957, el mismo año que Carolina de Mónaco y el mismo en el que el mundo entero lloraba la muerte de Humphrey Bogart. Pocos días antes de mi alumbramiento, los seis países fundadores firmaban en Roma los Tratados constitutivos de la Comunidad Económica Europea, que tan lejos nos quedaba a los españoles de la época, tan lejos como viajó la perra Laika, que en aquel tiempo fue lanzada al espacio por la Unión Soviética, convirtiéndose en el primer ser vivo que experimentaba la ingravidez.

Según oí contar a mi padre muchas veces, aquel 11 de abril, jueves, el Real Madrid jugaba un importante partido de fútbol, de esos que tienen a todo el país junto al aparato de radio; no había televisores. Como es lógico, él deseaba que mi madre diera a luz sin contratiempos, pero, sobre todo y a ser posible, antes de que comenzara el encuentro. Finalmente, yo llegué a este mundo sin más problemas y el equipo de la capital venció al Manchester United para gloria nacional y orgullo del Régimen.

Y hablando del Régimen, como se puede deducir fácilmente, mi infancia y adolescencia transcurrieron al más puro estilo de la España de la época. Mi familia, típica y tradicional, se movía en los parámetros propios de los tiempos que corrían, en los que los españoles empezaban a vislumbrar un horizonte de progreso y prosperidad económica, hasta entonces invisible, tras dos décadas de recuperación de una Guerra Civil y una posguerra que aún sangraban por innumerables heridas. Mi padre, pluriempleado, trabajaba en un banco y en una aseguradora, y mi madre, la clásica mujer de la época, había dejado su ocupación en un taller de artes gráficas para casarse e ingresar en el redil doméstico dispuesto por la dictadura de Franco para las féminas, o sea, de profesión «sus labores». Mujeres cuya auténtica misión era convertirse en sostén de la propia familia y encargadas de que la nación contara con niños sanos, casas limpias y pueblos alegres.

Cinco años después vino al mundo mi único hermano, así que ya formábamos la «parejita». Desde que no era más que un bebé, él padecía con demasiada frecuencia preocupantes episodios asmáticos que amenazaban seriamente su salud. Amparado en esta circunstancia y con la ayuda del Hogar del Empleado, mi padre consiguió un hermoso piso en el barrio madrileño de Batán, junto a la Casa de Campo, con calefacción y agua caliente centrales, verdaderos lujos a principios de los años sesenta. Se trataba de la planta novena de una torre que contaba con ascensor y hasta con portero físico. Por supuesto, hablamos de una vivienda social en el lejano extrarradio, pero que nos permitía abandonar el oscuro y húmedo semisótano de Vallecas con el fin de que mi hermano mejorase de su afección pulmonar en aquella «casa-sanatorio», como la llamaba mi madre.

Desde que tengo conciencia de mis recuerdos más remotos, fui una estudiante solvente, todo lo contrario que mi hermano, y creo que desde muy pequeña me preocupó especialmente cuanto sucedía a mí alrededor. Terminé los bachilleratos y sus reválidas, según el sistema educativo en vigor, y cursé COU en un colegio situado junto a la Plaza de España, ya lejos de mi barrio, donde me despojé del uniforme para siempre al tiempo que, por primera vez, hombres y mujeres compartíamos aulas, experiencias e inocentes historias de amor, siempre presididas por temores y prejuicios. La naturalidad de la adolescencia, en nuestro caso, siempre estuvo amenazada social y familiarmente por cuestiones de sexo que bloqueaban nuestras relaciones con su oscura sombra omnipresente.

Teníamos mucho trabajo entonces. Afanes que se dividían entre descubrir al sexo opuesto y tomar decisiones sobre lo que queríamos hacer con nuestra vida en un futuro que parecía lejano, pero en el que iban a incidir de manera decisiva nuestras actuaciones presentes.

Y así transcurrió mi infancia y mi primera juventud, entre el velo y la Formación del Espíritu Nacional, la llegada del hombre a la Luna y el Concilio Vaticano II, el Movimiento hippie y el asesinato de J. F.

Kennedy, Elena Francis y el negrito del África tropical, Laurita Valenzuela y Matías Prats, los festivales de Eurovisión y el 1, 2, 3... responda otra vez, Truffaut, Bergman y Paco Martínez Soria, y la música de los Beatles, Elvis Presley, Simon y Garfunkel, Antonio Machín y Concha Piquer.

De esta manera, casi sin darnos cuenta, nos plantamos en 1973, topándonos de lleno con la primera crisis económica globalizada de la que tengo conciencia: la crisis del petróleo. Cercanas ya las vacaciones navideñas, uno de los profesores irrumpió bruscamente en el aula para transmitirnos la noticia del atentado de ETA que causó la muerte al almirante Carrero Blanco y a su chófer. Nunca olvidaré sus palabras exactas:  «¡Han asesinado al presidente del Gobierno!». Se suspendieron las clases y nos mandaron a casa. En aquel momento, con dieciséis años y una escasísima vida política pública y privada, yo no tenía la más mínima percepción de la grave dimensión de aquel hecho, que suponía para nuestro país, como se demostró posteriormente, un cambio de rumbo radical. Recuerdo bien mi primer pensamiento: «¿Y quién es el presidente del Gobierno?». Además del golpe de timón que el acontecimiento supuso, dadas su envergadura y consecuencias, en lo que a mi vida personal se refiere, se evidenció como el descubrimiento de una realidad que aportaría, con el paso del tiempo, una nueva dimensión a mis prioridades e inquietudes: la política.

Finalmente, me matriculé en la Universidad Autónoma de Madrid con el fin de licenciarme en Psicología, no sin antes firmar una declaración, imprescindible para oficializar la matrícula, en la que juraba por mi conciencia y honor que realizaría el Servicio Social en el transcurso de un año como máximo, compromiso obligatorio e ineludible para tres millones de mujeres.

A la precariedad de la economía familiar, que no daba para dispendios, se alió la filosofía de la época basada en las recomendaciones de la Sección Femenina, que proclamaba que el lugar de la mujer española estaba en su casa, formando parte de la hermandad de «esposas sumisas y madres abnegadas», junto a un buen marido y dedicándose a la muy noble tarea de la procreación que tanto necesitaba la patria después de la sangría de la Guerra Civil. Por todo lo expuesto, no me quedó más remedio que enfrentarme a todo tipo de tópicos machistas y obstáculos provenientes de las propias filas femeninas, que se resumían a la perfección en estas perlas salidas de la boca y de la mente de Pilar Primo de Rivera: «No hay que ser una joven empachada de libros, que no sabe hablar de otra cosa... y, además, las mujeres no crean ni descubren nada; les falta el talento reservado por Dios a las inteligencias varoniles».

¡Pues eso!... Que para ver si me aburría y desistía en mi empeño me mandaron a estudiar Secretariado. Se trataba del paso previo para conseguir un trabajo que me permitiera ir a la Universidad, ya que era una adolescente cabezota e indómita que no se daba cuenta de que los hombres lo último que quieren a su lado es una mujer inteligente y culta que les haga sombra. Si la cosa ya estaba difícil, se agravó aún más con la circunstancia de que mi hermano, el varón, no quisiera continuar estudiando, por lo que a la tierna edad de catorce años se integró junto a mi padre como botones en la plantilla del banco.

Comencé la carrera en 1974, año por demás complicado, con una dictadura que daba sus últimos coletazos y que, lejos de aflojar la presión, se defendía como gato panza arriba frente a cualquier signo de apertura. Continúas revueltas y disturbios en la Universidad, donde se vivían con auténtica pasión todas las reivindicaciones sociales, laborales o de cualquier otro signo, interiorizándose como propias, a pesar y por encima de la represión policial. En algunos momentos, incluso, esas reclamaciones fueron respaldadas o, al menos, justificadas por miembros del propio Gobierno presidido por Arias Navarro, a quienes se acusaba de ser como ratas que abandonan el barco cuando se está hundiendo.

La sociedad española clamaba por la libertad en estas horas bajas en que se firmaban sentencias de muerte, ante el horror y la impotencia de la comunidad internacional, que nos retiró trece embajadas y, en especial, de los europeos de nuestro entorno, con los que queríamos compartir una incipiente unión económica y política. Recuerdo como si fuera ayer las pintadas que se extendían por los muros del campus pidiendo amnistía y libertad para Salvador Puig Antich, cuya ejecución finalmente se llevó a cabo y a la que siguieron otras.

Mientras tanto, yo continuaba resistiendo a duras penas con trabajos de escasa entidad y clases particulares. Hasta que por fin, a través de unas amigas de la familia, me enteré de que en la Secretaría General del Movimiento precisaban auxiliares administrativos. Y allí me planté con decisión. Corría la primavera de 1976, con Franco muerto y enterrado, por lo que el «movimiento» que le podía quedar al Régimen tenía que ser mínimo, como lo eran mis posibilidades de conseguir cuanto antes otro trabajo que me aportara el dinero suficiente para seguir estudiando. No me lo pensé dos veces. Me seleccionaron e inmediatamente me pusieron a trabajar con unas señoras que parecían sacadas del NODO: por aquel entonces los funcionarios se jubilaban a los setenta años, por lo que algunas de aquellas empleadas públicas estaban tan deterioradas que no eran capaces de dar un paso sin su bastón multiusos, que lo mismo hacía las veces de báculo que de puntero y hasta de instrumento de castigo o de llamada de atención, golpeando con él a todo el que se ponía a tiro. Y qué decir de los saludos entre caballeros con taconazo y alzamiento de brazo derecho incluidos, y algunas pistolas al cinto que aún circulaban entre determinados elementos, como si estuviéramos en el Far West. Completaban aquel paisaje surrealista unas mesas metálicas con encimera de cristal que teníamos que dejar relucientes cada día al terminar la jornada, las míticas Olivetti Lexicon 80, que tapábamos religiosamente con su funda, sin olvidar el día de cobro, operación que se realizaba a través de una especie de taquilla, donde se nos hacía entrega del dinero y una tira de papel dentro de una bolsa de plástico tamaño cuartilla.

Calle Alcalá, 44, yugos y flechas, camisas azules, vieja guardia, alféreces provisionales y una fauna absolutamente fascista y anclada en un pasado que chocaba abiertamente con el ambiente universitario que vivía a la par, hervidero de protestas, reivindicaciones y profundas ansias de democracia y libertad. Y entre toda esa colección de antigüedades, y brillando con luz propia, la sonrisa limpia y el encanto personal de Adolfo Suárez, por entonces ministro secretario general del Movimiento.

A partir de ahí, la ya conocida historia del desmantelamiento del aparato del Régimen y los pasos que poco a poco se fueron dando, dirigidos por Su Majestad el Rey y ejecutados por Adolfo Suárez hasta llegar a la celebración del referéndum sobre la Ley para la Reforma Política y las primeras elecciones generales de junio de 1977: cuarenta y un años después de las últimas celebradas en España durante la Segunda República, y precedidas por dos hechos de especial relevancia dada su delicada naturaleza: el atentado tardofranquista contra el despacho de abogados laboralistas de la calle Atocha de Madrid, el 24 de enero, y la legalización del Partido Comunista (PCE), el 9 de abril del mismo año.

En lo que a mí se refiere, desde la segunda planta del edificio de Alcalá asistía como mera espectadora a todas estas transformaciones y acontecimientos que se vivían con especial intensidad en la capital de España, impotente ante la imposibilidad de participar activamente en estas consultas que iban a cambiar el destino de los españoles y, desde luego, el mío. Como todo el mundo sabe, hasta la aprobación de la Constitución de 1978, la mayoría de edad estaba fijada en los veintiún años, así que no había nada que hacer salvo esperar al año siguiente para introducir por vez primera mi voto en una urna electoral. ¡Y yo, muerta de ganas!

Indignada y frustrada, sí, pero no menos ilusionada ante un nuevo futuro que se hacía realidad con pasos de gigante, asistí como todos los ciudadanos a la celebración de unas elecciones ejemplares que tuvieron como resultado la victoria de la moderación: en primer término, la Unión de Centro Democrático (UCD) de Adolfo Suárez, seguida por el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), liderado por Felipe González. Una vez constituidas las nuevas Cortes se procedió al nombramiento de los miembros de la Ponencia Constitucional, encargada de redactar el nuevo texto que regiría desde ese momento la vida de los españoles, que seríamos llamados de nuevo a las urnas para su refrendo expreso.

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