El trozo de papel es una servilleta con grandes trazos escritos a bolígrafo... Dice así: «Tú que eres tan militar, no tendrás inconveniente en que te dé un "sablazo". Mándame un billete de mil pesetas. No tengo nada en el bolsillo». Almorzaba yo en Jockey y Carmelo, el maître, me lo había entregado diciéndome que el presidente estaba en el piso de arriba con otros comensales y le encargaba que me lo entregase. El presidente del Gobierno estaba sin dinero, tenía que dejar una propina, había invitado él, y no quería que ninguno de los asistentes se enterase. Una hora más tarde, un motorista de La Moncloa me entregaba, en mi despacho de Cambio 16, un sobre con un billete de mil pesetas y una frase: «Me has sacado de un apuro».
El epílogo corresponde al libro Anatomía de un cambio de Régimen, que me editó Plaza y Janés y acompañaba al prólogo que me escribió Su Majestad el Rey y a los epílogos que me hicieron los ex presidentes Adolfo Suárez y Felipe González. En él, Leopoldo me pide que yo «como testigo de los hechos» cuente «la verdad histórica y la verdad política de lo que fue la Transición». «A Oneto corresponde —me dice Calvo-Sotelo— hacer la épica de esos años decisivos en los que se restauraron las libertades, se impone un estilo nuevo a los violentos modos políticos tradicionales, se hace la Constitución de todos, se arraiga un modelo de economía libre, se dibuja el mapa de las autonomías, se archivan, como un último episodio, los libros de caballerías militares, se da a la Iglesia su lugar en la sociedad española y a España, el suyo, entre las naciones de Occidente».
Su única preocupación en aquel momento era el «adanismo socialista», el que se pensase que la reforma política en nuestro país comenzaba, realmente, con la victoria de Felipe González en octubre de 1982.
Felipe accedió al poder con la Reforma ya hecha y protagonizó el «cambio». Para Felipe, el «cambio» era que España funcionase. Se lo pregunté en un programa de Televisión Española (Enrique Vázquez, Ramón Pi y Pilar Urbano) en septiembre de 1982, un mes antes de que ganase las elecciones por mayoría absoluta.
Él, en un programa preelectoral en la televisión pública, había anunciado que no habría nacionalizaciones, que se mimaría al empresariado, que se apoyaría a la Banca, que muchas cosas seguirían igual... «¿Entonces —le espete—, qué es el cambio?». Fue cuando dijo, rápido, sin siquiera pensarlo, que el cambio era que España funcionase y eso se convirtió en uno de los eslóganes de la campaña que le llevaría al poder.
Le acompañé durante toda la campaña electoral en una avioneta con la que recorrió España en el transcurso de tres semanas, junto con Julio Feo, que se convirtió en su principal consejero; Helga Soto, su jefa de prensa; Juan Alarcón, su chófer y amigo de juventud, y el Galleta, el militante de Vallecas que se convertiría después en uno de sus responsables de seguridad en La Moncloa.
Recuerdo de Felipe varias entrevistas que le hice (algunas todavía las conservo grabadas); algunos viajes por España y el extranjero; la primera cena recién salido de la clandestinidad (cuando muchos todavía ignoraban quién se escondía detrás de «Isidoro», su nombre de guerra) en casa de Miguel Boyer en la colonia madrileña de El Viso, con Javier Solana y Enrique Sarasola, en la que manifestó su razonado pesimismo sobre el proceso que seguiría a la muerte de Franco. Tengo memoria de muchos almuerzos, de los que conservo notas desperdigadas que nunca he ordenado; numerosas conversaciones que mantuvimos, («antes me voy que aprobar cualquier acción que vaya en contra de la ley»); su primera crisis en La Moncloa en plenas Navidades de 1982, cuando comenzaba a darse cuenta de lo que era el poder («tocas algo y te das cuenta que produce un efecto que no sabes el efecto que va a tener en el lugar o en la institución más insospechada»); los dos libros que escribí para Argos Vergara y Planeta sobre sus dos primeros años de mandato (¿A dónde va Felipe? y El secuestro del cambio), que enfriaron nuestras relaciones; una larga carta que me mandó después de una polémica periodística en la que él no salía muy bien parado («nunca pensé que podías tener esa idea de mí») y una anécdota con ocasión del concierto en el Auditorio Nacional de Madrid de la Royal Philharmonie Orchestra en el decimoquinto aniversario del semanario Tiempo.
Le convencí para que asistiese, a pesar de que iba a estar presente Mario Conde, con el que ya tenía sus diferencias. Solo me pidió que no le sentase al lado del entonces presidente de Banesto. En un momento determinado, mientras yo saludaba a don Juan de Borbón, conde de Barcelona, al que habían colocado en el antiguo Palco Real del auditorio, Mario Conde ocupó con rapidez, junto a Lourdes Arroyo, su esposa, la butaca contigua a la de Felipe. Al regresar a mi sitio, los ojos de González se clavaron en los míos como interrogándome sobre la cercanía de Conde, mientras arqueaba sus cejas preguntándome con la mirada. Forzando la situación, tuve que decirle al banquero que ocupaba una butaca que no le correspondía. Contrariado, pero sin aparentar ningún tipo de molestia, volvió a la butaca que se le había asignado, mientras los fotógrafos se retiraban después de hacer la foto que a Conde le interesaba, una de las pocas que existen del ex banquero y el ex presidente juntos, y que González quería evitar.
El concierto fue un auténtico acontecimiento, hasta el punto de que la orquesta regaló al público varias propinas. En un momento determinado, entre los aplausos de los presentes, Felipe —nada aficionado a la música clásica— se dirigió hacia mí y, susurrando, me rogó con un cierto nerviosismo: «Pepito, no sigas aplaudiendo, porque estos no terminan de tocar en toda la noche».
Después de su traumática salida del poder, he coincidido con él en algún restaurante, en algún que otro acto social, en algún viaje a México, en alguna conferencia, en algún seminario organizado por la Asociación de Periodistas Europeos, y he comprobado que no está envejeciendo inútilmente y que es más feliz que cuando llegó a tener todo el poder y la gloria. Sobre todo, se ha reconciliado consigo mismo.
No es el caso de quien le sucedió en la Presidencia del Gobierno, en el año 1996, José María Aznar, uno de los políticos más herméticos, distantes y contradictorios de todos los que he conocido y tratado. Impenetrable, tímido y, sobre todo, agresivo, como consecuencia de su timidez. Estar a solas con él era una verdadera tortura.
Antes de llegar a la Presidencia tuve con él el primer almuerzo. Habíamos coincidido en Ibiza en una fiesta organizada por Smilia, el alma de la moda adlib. Él tenía que pronunciar el pregón y yo estaba invitado como pregonero del año anterior. En un momento determinado, al finalizar la fiesta, no sé qué comentario le hice que pareció interesarle y me preguntó por qué no almorzábamos el lunes siguiente a ese fin de semana.
Quedamos a las dos y cuarto en un reservado de Jockey, y tengo que confesar que fue una de las comidas más duras que he tenido en mi vida. No hablaba nada. Yo tocaba todos los temas posibles y él respondía con monosílabos o con frases entrecortadas. A la media hora yo ya no podía más. Estaba agotado, pero él, fresco y con pose de esfinge, preguntaba de cuando en cuando. Tuve la suerte de que ese lunes estaba convocado el Comité Ejecutivo del Partido Popular a las cuatro de la tarde. Cuando me lo dijo, respiré tranquilo. Terminé el almuerzo sin saber qué era lo que realmente quería.
Ese fue mi primer almuerzo. El último, con un grupo de periodistas en el Palacio de la Moncloa, fue en julio de 1998, cuarenta y ocho horas después de ser cesado por Telefónica de la dirección de informativos de Antena 3. En su obsesión por crear un grupo mediático cercano al PP, Aznar había forzado a Antonio Asensio a vender sus acciones de Antena 3 a Telefónica, utilizando incluso a la Fiscalía Anticorrupción. Yo, José Manuel Lorenzo, director general de la cadena, y Javier Gimeno, consejero delegado, éramos los próximos peones que se iban a mover. Un viernes firmé el finiquito y el lunes siguiente comía con el autor de todo el terremoto mediático que se había producido. Me hice el firme propósito de no abrir la boca, no por devolverle su actitud en el almuerzo de Jockey, sino por su intervención en el contencioso Asensio-Antena 3. Antes del encuentro me tomé un Lexatin. Permanecí en silencio casi toda la comida, hasta que en un momento determinado (mi gran defecto es que a veces mi rapidez en las respuestas va por delante de lo que estoy pensando) salté. Algunos de los asistentes le habían preguntado qué tenía pensado hacer con la grave situación de Televisión Española. «Convertirla en la BBC», resumió. Casi sin dejarle terminar, le respondí que la BBC ya la tenía bien encauzada, «Villalonga, Carrascal», una tercera B, añadí y... En segundos pensé que lo iba a decir. Y lo dijo: «Te has equivocado, porque Villalonga es con V, no con B». Efectivamente, aunque parezca mentira, lo dijo. Su sentido del humor era muy peculiar. Eso sí, le encantaban los chistes verdes. Cuanto más verdes más se reía. Y para que él se riese...
Viajé con él en alguna ocasión y recuerdo sobre todo una visita a San Sebastián donde se le tributaba un homenaje a Gregorio Ordóñez, asesinado por ETA, en enero de 1995. Viajamos en un pequeño avión alquilado. San Sebastián estaba prácticamente paralizado por manifestaciones y por actos de kale borroka, y el tráfico estaba cortado. Tuvimos que permanecer prácticamente encerrados en el domicilio de Ordóñez, con su esposa y su hermana, casi cuatro horas, porque ni la policía ni por supuesto la escolta se podía exponer a un ataque callejero que estaba cantado. Después de muchas horas, nos trasladamos al cementerio para depositar allí, en medio de una gran tensión y una fina lluvia, una corona de flores ante su tumba. El asesinato de Ordóñez fue uno de los acontecimientos que más le marcó y mayor huella le dejó en todo su mandato.
Podría contar muchas más historias sobre Aznar, especialmente historias de desencuentros y de enfrentamientos, en los que siempre tuvo un papel relevante su secretario de Estado de Comunicación, Miguel Ángel Rodríguez. Pero no sé si aportarán mucho al conocimiento del personaje, un personaje que muchos dijimos que carecía de liderazgo, pero que estuvo en el poder ocho años. Cuatro presididos por el sentido común y otros cuatro (después de la mayoría absoluta) presididos por la soberbia. La soberbia le perdió, y esa misma soberbia en el manejo de la crisis del atentado del 11 de marzo permitió el triunfo de José Luis Rodríguez Zapatero, el primer candidato a la Presidencia del Gobierno que ganaba a la primera, en unas primarias que nunca se habían producido antes en nuestro país.
Creo que fui de los primeros en pronosticar desde el programa Protagonistas, que entonces hacía desde Onda Cero Luis del Olmo, el triunfo de Zapatero en el Congreso del PSOE, donde fue elegido secretario general, y Luis es testigo. Aunque también pronostiqué el triunfo de Rajoy, antes del atentado de Atocha, y fue Zapatero el que ganó las elecciones del 14 de marzo.
He estado varias veces con él. Hemos coincidido en el Congreso de los Diputados, he tenido dos comidas desde su llegada a la Presidencia (las dos off the record que suelo respetar escrupulosamente) y tengo que decir que me parece un misterio dentro de un enigma. Tiende a ignorar a todos los que han tenido un papel en la Transición política, a no hacer caso a los que han ejercido el poder o han estado cercanos a él y, probablemente, es el dirigente que más ha mandado en el Partido Socialista. Pienso que cree en lo que dice y que uno de sus grandes problemas para su futuro político es su mujer, Sonsoles Espinosa. Pero esa es otra historia que nadie ha contado y que, algún día, habrá que contar.
Precisamente, ha sido el libro de Mª Ángeles, un libro que cualquiera puede leer de un tirón, porque, además, está escrito en un lenguaje accesible para el gran público, el que ha puesto en marcha la máquina de mis recuerdos y de una cierta nostalgia... Nostalgia que también se desprende al terminar de leer esta historia que ha sido capaz de contar, con sencillez y precisión, la autora.
Conociéndola como la conozco, sé del trabajo minucioso, ordenado hasta la obsesión que ha venido realizando, durante meses, para construir una crónica viva y apasionante de lo que ha sido la vida en el Palacio de la Moncloa, desde que Adolfo Suárez, por cuestiones de seguridad, decidió convertirla en el centro del poder político del país.
Mª Ángeles comenzó su trabajo profesional precisamente con Adolfo Suárez, cuando este era ministro secretario general del Movimiento, con Carlos Arias Navarro como presidente del Gobierno.
En el libro cuenta su entrada en aquel edificio de la calle Alcalá, cuya fachada estaba cubierta, en su integridad, por el yugo y las flechas de la Falange, sus despachos ocupados por antiguos falangistas de bigote fino y pistola escondida y sus mesas llenas de secretarias que parecían sacadas de un viejo documental del NODO.
Allí llegó una jovencísima auxiliar administrativa que pretendía compatibilizar su trabajo con la obtención del título de Psicología, con los ojos muy abiertos a lo que estaba pasando, con la curiosidad innata de alguien que por primera vez entra en el mundo de la política, muerto ya el general Franco, y con la ilusión y el convencimiento de que el país no tendría más remedio que cambiar.
Observadora, profesional, con una capacidad especial para conocer a las personas, he podido comprobar que el retrato que hace de los cinco presidentes del Gobierno con los que ha trabajado coincide, desde la distancia, con el mío, aunque el de ella es más completo (a pesar de la prudencia que muestra) y descubre facetas desconocidas, hasta ahora, para la mayoría de los ciudadanos.
Habla de la calidez de Suárez, de la seriedad y coherencia de Calvo Sotelo, de la adustez de Aznar, del encanto de Felipe González y de la impasibilidad de Zapatero ante las mayores dificultades y problemas.
Pero Mª Ángeles no se limita a retratar con precisión de psicóloga la personalidad de los cinco presidentes del Gobierno con los que ha trabajado codo con codo, sino que ese retrato lo amplía a sus esposas, que tanta influencia tienen en muchas decisiones. Y destaca la sencillez de Amparo Illana, la independencia de Carmen Romero, el intervencionismo, casi religioso, de Ana Botella y la incomodidad de Sonsoles Espinosa de Zapatero por vivir fuera de su hábitat natural de señora de provincias.
Pero es que, además, Mª Ángeles realiza toda una visión 3D de la vida en La Moncloa, de la decoración de sus aposentos, de la intendencia de Palacio, de la forma en que se preparan las comidas oficiales, del protocolo de los actos de Estado, de la mecánica de trabajo en la Presidencia del Gobierno, de cómo se elaboran los discursos oficiales, de la vida familiar de los presidentes del Gobierno y de algunos «chismes» de Palacio que le dan al relato un especial morbo e interés.