No había un minuto que perder y demasiadas piezas que encajar, pero el entusiasmo podía con todo. El 25 de octubre de 1977, después de largas jornadas de negociación y redacción, Adolfo Suárez, como presidente del Gobierno de España, y los principales partidos políticos con representación parlamentaria, contando con la anuencia de las asociaciones empresariales y los sindicatos Comisiones Obreras (CCOO) y Unión General de Trabajadores (UGT), firmaron los Pactos de La Moncloa. Su objetivo era contribuir a la estabilización del proceso de transición al sistema democrático, además de instrumentalizar una política económica que hiciera de muro de contención a la imparable inflación, que ya alcanzaba el 47%. Como colofón al proceso, se aprobó la última amnistía general que liberaba a los presos políticos que aún quedaban en las cárceles.
Paralelamente, los funcionarios de la Secretaría fuimos dispersados y reubicados en otros Ministerios. Yo fui a dar con mis huesos a los servicios de una Comisión Liquidadora, dependiente de la Presidencia del Gobierno, cuya misión consistía en dar carpetazo económico a los innumerables bienes y propiedades que el Movimiento Nacional había atesorado durante décadas.
Perdí de vista a las señoras del NODO y las cambié por mis nuevos compañeros: un grupo de diez hombres que parecían zombis salidos del Valle de los Caídos, con unos métodos de trabajo tan ancestrales como ellos mismos. Para una mujer joven y llena de esperanza en el futuro, no tenían mucha gracia ni la compañía ni la naturaleza del trabajo en sí. Yo no quería liquidar, lo que deseaba era crear, participar e integrarme en unas estructuras modernas y salir del baúl de los recuerdos que suponía mi entorno. Así que en cuanto surgió la oportunidad, no lo pensé dos veces. Una muy querida amiga, con la que había trabajado anteriormente, que compartía mi forma de pensar y conocía mis aspiraciones, me habló de la posibilidad de sumarme al equipo del flamante presidente del Gobierno, donde se necesitaba una «chica para todo». Ella ya formaba parte del reducido staff. La perspectiva a corto plazo consistía en una mejora en el sueldo, una tarea apasionante y mucho..., muchísimo trabajo. Tenía veintiún años, estudiaba el último curso de Psicología y mi vida entraba en una nueva etapa, una larga travesía que aún no ha terminado.
Para hacer esta muralla, tráiganme todas las manos...
Nada más jurar su cargo como presidente del Gobierno, Adolfo Suárez abandonó la calle Alcalá. Se instaló en el palacio del Marqués de Villamejor, en el número 3 del Paseo de la Castellana, ocupando el mismo despacho que Carrero Blanco y Arias Navarro. Posteriormente se decidió su traslado al Palacio de la Moncloa por razones de seguridad, comodidad y espacio. Desde entonces el edificio acoge la sede de la Presidencia del Gobierno de España, a la vez que la residencia oficial del presidente y su familia.
Martes, 28 de noviembre de 1978. Por fin había llegado el día y, teniendo en cuenta el nerviosismo contagioso que amenazaba a toda la familia, mi padre decidió llevarme en su coche, haciéndome bajar anticipadamente para que llegase caminando hasta la verja de entrada del Palacio.
Aún no había amanecido y el tráfico era mínimo. Las aceras y los jardines aparecían cubiertos por una alfombra de hojas marrones y amarillas, procedentes de los álamos blancos que flanquean el paseo por la derecha. Estampa típica de otoño, en perfecta armonía con un día neblinoso y gris, como mi traje de franela, probablemente el único que tenía.
El guardia civil de la garita movió la cabeza, sonrió levemente cuando me identifiqué y me indicó el camino, no sin advertirme de que aún era temprano y que ni el secretario general ni ningún otro miembro de la Secretaría habían llegado.
Bien... Seguí las instrucciones y me interné en los jardines, que parecen más un parque en el que predominan cedros, cipreses y araucarias, chopos y acacias, además de los famosos plátanos que adornan el camino hasta el Palacio, cuya poda se realiza de tal forma que sus ramas se entrecruzan formando una bóveda vegetal de gran originalidad. Según un estudio reciente firmado por López Lillo, se concentran en este jardín ciento catorce especies diferentes de plantas, lo que lo convierte en un lugar de importancia inigualable para un botánico.
Finalmente llegué a mi destino, y la verdad es que el aspecto del edificio, con aquella luz y aquella bruma, era un tanto fantasmagórico. No se veía a nadie ni se oía nada, a excepción de las urracas y los mirlos que huían de los árboles a mi paso con enorme estruendo. Ni una luz en las ventanas. Cuando estaba a punto de subir los cinco peldaños de la escalinata para llamar a la puerta, escuché el motor de un autobús del Parque Móvil que se acercaba hacia mí y del que bajaron unas cuantas personas. ¡Alabado sea Dios! ¡Por fin, gente! Eran jardineros, ordenanzas y personal del servicio que enseguida me arroparon con una bienvenida entrañable y me invitaron a acompañarles a la cocina para tomar un café, ante lo temprano de la hora. Entramos por la puerta lateral, desde la que se accede a través de un reducido vestíbulo, tanto a las dependencias oficiales propiamente dichas como a esta parte de la casa que está en el sótano. Un pequeño ascensor subía también a la vivienda, situada en la segunda planta, y a las buhardillas, donde se encontraban los importantísimos servicios del Gabinete Telegráfico, encargados día y noche de las comunicaciones del presidente. Además, Amparo Illana, la esposa de Adolfo Suárez, disponía aquí de una minúscula oficina, desde donde atendía las obligaciones que se derivaban de su estatus. Poca gente sabe de la impagable labor que doña Amparo llevó a cabo en favor de la comunidad gitana, lo que le valió, años después, en 1996, el premio Romi Lachi («Mujer Buena») por su callado y eficaz servicio a los gitanos.
Cinco minutos y todos uniformados. Comenzaba la actividad; se organizaban los desayunos de la familia y los preparativos correspondientes a los menús de la jornada. Buen ambiente y profesionalidad fue lo primero que percibí en estas dependencias que conforman lo que no se ve, pero cuyo correcto funcionamiento es esencial para la buena marcha de la vida diaria del Palacio, de sus inquilinos y sus visitantes.
Agradecida por el recibimiento, me despedí y subí de nuevo hasta la puerta. Como seguía sin ver a nadie, decidí salir otra vez a la calle e intentar el acceso por la puerta principal, ya abierta y con un coche oficial delante que esperaba a los niños para llevarles al colegio.
¡Ahora sí que estaba dentro! Ante mí y tras pasar el primer vestíbulo, me encontré en el segundo, que hace las veces de distribuidor de las distintas oficinas y dependencias. En el centro y sobre la alfombra, una mesa redonda con un gran jarrón de flores, y el resto de la decoración se componía de objetos del Patrimonio Nacional, de estilo neoclásico. A la derecha, la escalera y el ascensor, continuación de los que había visto en el sótano; inmediatamente después, el despacho del presidente, que en aquel momento se estaba limpiando. Frente a mí, el famoso Salón de Columnas, que no es ni más ni menos que el antiguo patio porticado y cubierto. Esta obra se acometió previamente a la visita del presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, en 1970, con el fin de dotar al edificio de más espacio para albergar grandes séquitos. La reforma se completó con un cerramiento de vidrieras que permite una fantástica vista de la parte trasera y más privada del jardín, además de las columnas de piedra artificial, que son las que dan nombre al salón. A la izquierda, el despacho del secretario general y una salita de espera... Y eso hice, esperar.
Me senté en uno de esos sillones con telas adamascadas y estructura revestida de pan de oro, propios de los museos, el bolso sobre las rodillas; no me sentía cómoda y, aunque hacía calor, tampoco me atreví a quitarme la chaqueta. Los periódicos del día estaban sobre la mesa, así que decidí coger uno para informarme y distraerme a la vez. No me dio tiempo; la puerta se abrió de golpe y apareció el general Gutiérrez Mellado. Al levantarme, con el sobresalto, cayeron al suelo bolso y periódico. «¡Tranquila, hija, no se levante; siento haberla asustado!». Me sentí enrojecer y balbuceé palabras sin sentido. Providencialmente entró al quite el secretario general, José Coderch, quien sería mi jefe directo a partir de aquel momento. Después de darme los buenos días, me rogó que le esperase allí, mientras acompañaba al general al despacho del presidente, donde desayunarían juntos. Él y su familia también vivían en el complejo.
Cuando Pepe Coderch regresó, y para conocernos mejor, mantuvimos una conversación más bien personal. Era un hombre joven, diplomático de carrera, dinámico y atractivo, y muy, muy alto. Al presidente Suárez le gustaba rodearse de gente joven y guapa, savia nueva e ideas frescas, para acometer una etapa de la historia de España tan incierta como apasionante. Enseguida conectamos y me contagió su entusiasmo.
Me acompañó al que sería mi lugar de trabajo en el futuro inmediato. Primer sartenazo: ante la falta de espacio, compartiría despacho con Julia Martínez Lafuente, la colaboradora más antigua y cercana al presidente, alguien por quien él sentía auténtica gratitud y veneración. Los dos trabajaron estrechamente con Fernando Herrero Tejedor y, según cuentan, este le hizo prometer a Suárez que siempre la protegería. Y así fue. El recibimiento por parte de Julia me resultó frío y distante, como si quisiera dejar claro que si yo estaba allí era en contra de su voluntad y que, desde luego, no era bienvenida.
Al otro lado del salón y bordeando las columnas por la izquierda, se llegaba al otro despacho, en el que trabajaba el resto de la Secretaría, compuesta por Charo, Marta y María del Pino, quienes se encargaban de los temas protocolarios, que en otros tiempos no fueron más que cuatro normas ceremoniales transmitidas de viva voz por Protocolo de la Casa Real, pues no había pautas marcadas y se funcionaba con el sentido común. Aquí sí que había un ambiente alegre y distendido; todas estaban en la treintena, así que yo era la niña. Charo me advirtió que la convivencia con Julia sería difícil, pero que la naturaleza de la tarea y el rodaje que de ella se derivaba valían la pena. El grupo se completaba con Inocencio Amores, una especie de asistente para temas más domésticos, asuntos propios de la familia, organización de los coches, helicóptero, y otros de ámbito personal.
Quedó claro que mi tarea principal consistiría en montar un archivo de documentación y correspondencia en el que se pudiesen localizar los papeles cuando se buscaran o cuando el presidente los necesitase, misión imposible por aquel entonces. Informes, carpetas y material de todo tipo se amontonaban en una habitación-armario totum revolutum. Nadie se había ocupado hasta entonces por falta de tiempo... ¡Sudores me dieron! Horas de fichas y expedientes constituirían mi futuro inmediato. ¿Y qué haría con las cucarachas? ¿Archivarlas en la C?
Mientras planificaba el trabajo, antes de que hubiera tocado un solo papel, se me avisó con énfasis del interés que despertaría la posible localización de un documento «histórico» al que todo el mundo se refería como el «papelito». Cuentan que una vez el príncipe don Juan Carlos visitó Segovia y coincidió con Suárez, entonces gobernador civil de la provincia. La conversación que ambos mantuvieron derivó por tales derroteros que el príncipe llegó a interrogarle sobre su opinión respecto a lo que habría que hacer cuando se produjera la sucesión. Suárez, que lo tenía más que pensado, le entregó un papelito en el que se establecían las líneas maestras de la transición a la democracia, la devolución de la soberanía al pueblo, la elaboración de la Constitución, la amnistía y la legalización de los partidos políticos. Hablamos de finales de la década de los sesenta. Después, cuando el Rey llamó a Suárez para comunicarle su decisión y encomendarle la Presidencia del Gobierno, en sustitución de Arias Navarro, le dijo, sacando el papelito: «Es tu oportunidad». Aunque algunos niegan la existencia de ese plan, todo apunta a la confirmación de que el misterioso «papelito» existió. Lamentablemente, yo nunca lo encontré, aunque me advirtieron por activa y por pasiva de la importancia del hallazgo, si es que se producía.
Durante aquellos primeros días, toda la actividad se centraba en las actuaciones previas al referéndum que respaldaría la Constitución y cuyas previsiones daban una victoria de la respuesta afirmativa a la pregunta planteada. Mi primer encuentro con el presidente estaba a punto de producirse. Debí de parecerle muy joven, porque me preguntó mi nombre y mi edad, y yo le expliqué que era la primera vez que iba a ejercer como ciudadana mi derecho al sufragio y que por ello estaba muy excitada. Inocencio Amores andaba buscándole, porque Pedro, el peluquero, ya había llegado. Aquel corte de pelo a navaja que marcó tendencia... No cabía duda, Adolfo Suárez era el prototipo de hombre que representaba la imagen del nuevo español. Desde luego, ya me había captado a mí también, pasando inmediatamente a formar parte de su club de fans.
Parecía satisfecho, feliz. Tal vez en aquellos días estaba teniendo lugar el punto álgido de su mandato y el éxito de su misión se dejaba traslucir en aquella mirada suya tan peculiar. No hablo de unos ojos bonitos, sino de una manera penetrante de fijar la mirada, entre confiada y veloz, limpia y afectuosa; te hacía sentir que realmente estaba encantado de conocerte y que a partir de ese momento se consideraba tu amigo. Había otra manera de mirar, con tintes más varoniles, cuando compartía conversación con una mujer de su agrado. «¡Ya está poniendo ojitos!», decíamos nosotras. No cabía duda, Adolfo Suárez era un seductor y las mujeres lo adoraban.
Me viene a la memoria la visita de la actriz italiana Gina Lollobrigida con motivo de la primera exposición de sus fotografías en una galería madrileña. El «todo Madrid» se dio cita con ocasión del acontecimiento y ella, agradecida, visitó al presidente del Gobierno en La Moncloa a título personal. Había que verle llevando de su brazo a esa supermujer, cubierta de espectaculares joyas y cuyo desparpajo la había llevado a lucir un abrigo de piel de color zanahoria que prácticamente barría el suelo. Era febrero y hacía frío, pero su generoso escote desafiaba sin pudor los rigores del invierno. Después de las fotos, vino el encuentro privado en el despacho a puerta cerrada, mientras que los compañeros del género masculino se quedaban con un palmo de narices y la baba colgando.
Estábamos en 1978 y tan solo unos días faltaban para el 6 de diciembre. Una nueva prueba se superaría con éxito y otra promesa cumplida a tachar en la lista. Los españoles tendríamos una Constitución que nos marcaría el camino. Pero el Ejército estaba vigilante, unas Fuerzas Armadas que entonces eran las de Franco y a las que se les acababa de desmontar la «Operación Galaxia», siendo encarcelados los cabecillas por unos meses, los mismos que tardaron en planear la intentona siguiente.