A pesar del continuo desgaste al que era sometido, Suárez creyó que tras esta reunión había conseguido, al menos, taponar las principales vías de agua que se abrían en el partido y en su propia dirección. Pero se equivocó completamente.
Sin lugar a dudas, 1980 fue un annus horribilis para Adolfo Suárez, a quien, por más que se empeñaba, no le salía nada a derechas: «Hasta las meigas han hecho algún conjuro para que no gane ni al mus», le decía a Pepe Higueras, su eterna pareja de juego, mientras veraneaba en O Grove con su familia.
Por cierto, que las vacaciones de los presidentes del Gobierno siempre han sido objeto de polémica en una doble vertiente. En primer lugar, en lo relativo a su financiación. España es el único país europeo donde las vacaciones del primer ministro se financian vía Presupuestos Generales del Estado. En segundo lugar, en lo relacionado con las consecuencias que se derivan de la cesión, por parte de empresarios, políticos o personajes conocidos, de fincas, yates o propiedades para el disfrute estival de los dirigentes del país y el precio que este tipo de favores podría con posterioridad ser exigido a cambio.
En 1977, el promotor inmobiliario canario Antonio van de Walle invitó al presidente y a los vicepresidentes Gutiérrez Mellado y Abril Martorell a su casa de Begur, en la Costa Brava, así que los tres máximos responsables del Ejecutivo y sus familias veranearon juntos. ¡Cómo sería la casa!
Los dos años siguientes, Suárez pasó sus vacaciones en Mallorca, utilizando un Mystère de la Aviación Civil para sus desplazamientos a la isla, mientras que el último de su mandato lo hizo en tierras gallegas.
Según llegó al municipio pontevedrés, saltó la noticia, que hasta entonces nadie había destapado, de que la finca La Atlántida, cedida al presidente para su descanso vacacional y propiedad del constructor Raimundo Vázquez, había sido construida sin licencia municipal y sin que existiera constancia de que el Ministerio de la Vivienda otorgara los oportunos permisos. Según se denunció en su momento, la propiedad ocupaba terrenos de monte, con delimitación y superficie poco claras, además de haber eludido los tributos municipales que le correspondían hasta aquel momento.
En fin... la atormentada vida de Adolfo Suárez era un cúmulo de despropósitos. Estalló una nueva crisis del petróleo, que elevó de nuevo y de forma desmesurada tanto la tasa de inflación como el paro. El terrorismo, como ya hemos dicho, vivía su momento álgido, y en el seno de la UCD cada facción campaba a sus anchas, sin tener en cuenta la línea política del partido que, por otro lado y siendo sinceros, tampoco existía. Los socialdemócratas, con Francisco Fernández Ordóñez al frente, actuaban como submarinos del PSOE, manteniendo a la oposición informada de cuanto ocurría dentro. Por otro lado, los democristianos, liderados por Miguel Herrero, se habían puesto a trabajar en la operación «acoso y derribo» como mejor opción para sus intereses.
Dado el desbarajuste nacional, los contactos entre PSOE y UCD se intensificaron, bajo la coordinación de Fernando Abril Martorell y Alfonso Guerra, tendentes a buscar una solución de futuro aceptable para ambas formaciones políticas. Como no podía ser de otra forma, cuando el presidente se enteró de que estas maniobras estaban ocurriendo a sus espaldas, acometió una crisis de Gobierno, la segunda que tuvo que resolver en el transcurso del año, la primera en mayo y esta en septiembre, cesando en este séptimo y último de sus Gabinetes al mismísimo Fernando Abril, que había ocupado una vicepresidencia ininterrumpidamente desde julio de 1977. ¡Cuánta ignominia y cuánta traición!
Y luego estaban las lentejas de Mona Jiménez, una periodista peruana nacionalizada española. Las lentejas que servía, plato único, estaban de moda y sus almuerzos se habían convertido en una excusa que utilizaba la élite de la nueva España para intercambiar opiniones y análisis políticos. Realmente, nunca estuvieron claras las verdaderas motivaciones de «Mona Jota», que fue presentada al gran público por el periodista Emilio Romero en 1978. El «todo Madrid» político, financiero, diplomático, castrense y periodístico asistía a esas reuniones, cuyas vías de financiación eran de todo menos transparentes.
En estos «mentideros de la villa» tomaban cuerpo muchas tramas, maniobras y operaciones ocultas, que en algunos casos tenían como fin último derrocar a Adolfo Suárez, o bien pactar para aprobar o bloquear determinados textos legales; alianzas, convenios, litigios y enfrentamientos de todo tipo, a los que no era de recibo dar publicidad. De ahí la frecuencia con la que los colaboradores del presidente asistían a este tipo de almuerzos, con el propósito de sondear opiniones y pareceres e informar después al jefe para que sacara sus propias conclusiones. Por esta razón es lógico pensar que, en función de la identidad de los invitados, estos no manifestaran abiertamente intenciones o finalidades, puesto que lo contrario suponía dejar la jugada al descubierto. En resumen, que yo nunca entendí el objeto de estos saraos, pero algo debe tener el agua cuando la bendicen, porque lo que recuerdo con claridad meridiana es que había que pedir poco menos que cita previa, como para ir al médico.
Unos días antes de las vacaciones en tierras gallegas, el 28 de julio de 1980, Suárez viajó a Lima para asistir a la toma de posesión del presidente electo de Perú, Fernando Belaúnde Terry. En el transcurso de la visita accedió a conceder una entrevista a la periodista Josefina Martínez del Álamo, algo excepcional, pues el presidente hacía tiempo que huía de los profesionales de la información como los vampiros de la luz del sol. En esos momentos su desaliento y su cansancio eran máximos e incluso llegó a confesar que se estaba haciendo insociable porque tenía la sensación de que ya no podía confiar en nadie. Sus decisiones eran cuestionadas por todos: la derecha no le perdonaba la ruptura con el régimen anterior y la izquierda le acusaba de no imponer la ruptura con el régimen anterior. Pero este hombre empecinado no acababa de rendirse y, a trancas y barrancas, siguió intentando la convivencia de todos y la aceptación «sin ira» de unas normas nuevas para un nuevo futuro. Reprochaba a los medios de comunicación que utilizasen su recién estrenada libertad de expresión para hacer leña del árbol, que era él mismo, a punto de caer, y de responsabilizarle de cuanto de malo ocurría en España. Confesó sin pudor que se sabía un hombre absolutamente desprestigiado, pero que estaba dispuesto, en aras del mejor servicio a España, a inmolarse y a aceptar ese altísimo grado de impopularidad, como lo estuvo desde el primer día que asumió el cargo... Y su ambición personal, esa ambición desmedida de la que muchos le acusaban, no tenía fundamento alguno, porque «¿Es que nadie se ha parado a pensar que ya se han cumplido todas mis ambiciones y que, aunque nunca tuve vocación de estar en la Historia, irremediablemente ya lo estaré?». Pero todo esto no le compensaba y declaró que su mayor preocupación era la convivencia y que seguiría trabajando, mientras le dejasen y las fuerzas no le faltaran, para crear las condiciones necesarias que permitieran a los españoles coexistir más allá de sus ideas políticas.
Para entonces, las encuestas registraban una subida espectacular de los socialistas, que desde la moción de censura no dejaban de crecer en apoyo popular. Además, el clima en los cuarteles era de tensión creciente, teniendo en cuenta que el Rey iba por fin a visitar Euskadi de forma inminente. El anuncio del citado viaje sorprendió al propio Gobierno vasco, que no tuvo confirmación de la noticia hasta poco antes de la visita. Según explicaba la prensa en aquellos últimos días del mes de enero de 1981, la visita de los Reyes la prepararon, en Vitoria, Marcelino Oreja y Rodolfo Martín Villa, quienes comunicaron la noticia al lehendakari Garaikoetxea de manera confidencial. Este se mostró sorprendido por la urgencia del desplazamiento, y no digamos Adolfo Suárez, que había intentado llevar a cabo la empresa en más de una ocasión sin éxito alguno. En fin, uno a cero para Marcelino Oreja, que se apuntaba el tanto personalmente y, en consecuencia, nuevo fracaso a anotar en el «debe» del presidente.
A la mesa del vicepresidente Gutiérrez Mellado llegaban informes extremadamente alarmantes sobre posibles planes de golpes de Estado, con distinto sello y en distintos plazos. Sin embargo, para Adolfo Suárez, hombre de profundas convicciones religiosas, lo que más enmarañaba su alma era un eventual enfrentamiento con la Iglesia. El proyecto de Ley de Divorcio sobrevolaba por encima de las cabezas y de las conciencias de una clase política y una ciudadanía para las que pesaban demasiado los dictados de Roma. Y, además, estaba la viuda de Herrero Tejedor, mensajera del Opus Dei, que, a cada poco, hacía llegar al presidente las consideraciones de la Obra a través de doña Amparo, so pretexto de tomar con ella el té en La Moncloa.
Ya por aquellos primeros días del otoño, Leopoldo Calvo-Sotelo se presentaba en algunos círculos como el repuesto en la Presidencia del Gobierno: «Para eso hace falta un entrenamiento en la vida parlamentaria, y yo lo tengo. Hay que conocer la política exterior, y yo la conozco. Y hay que saber como yo sé de economía». Adolfo Suárez no poseía ninguna de esas tres características cuando llegó al poder y, según cuentan, durante los primeros meses se pasaba las noches estudiando economía con enorme entusiasmo, como si tuviera que aprobar un examen.
Lo que estaba claro es que Suárez no sería el candidato de UCD en las elecciones de 1983, pero era necesario echarle antes o provocar su dimisión a fin de realizar el recambio con el tiempo suficiente para que los ciudadanos fueran asumiendo la nueva imagen.
Y comenzaron a llegar recados a La Zarzuela: Suárez debe dimitir. Y visitas al Rey: Suárez está quemado.
El 22 de octubre de 1980 se celebró una reunión en casa del alcalde de Lérida, a la que asistieron representantes de todos los partidos, además del general Alfonso Armada. En esta reunión se diseñó el «golpe de Estado blando», que consistía en presentar una nueva moción de censura por parte del PSOE, que sumaría los apoyos de un buen número de diputados de UCD que previamente se comprometerían por escrito. Como resultado de la misma, se formaría un Gobierno de concentración nacional que presidiría Armada, hombre independiente, no vinculado a ningún partido político y apoyado por la Corona. Esta operación se urdió como «plan B» en el caso de que Suárez no aceptase dimitir, tal y como estaba previsto que le pediría el Rey.
Por supuesto, aunque no con detalle, el presidente conocía este plan, que tenía mucho de maquiavélico, y por esa razón se negaba a nombrar al general Armada como segundo jefe del Alto Estado Mayor. El Rey se lo planteaba insistentemente en los despachos oficiales, y él, erre que erre, se negaba en redondo. Además, el Monarca ya comentaba en algunos círculos que Adolfo estaba agotado y sin ideas, y que Leopoldo Calvo-Sotelo sería un buen candidato para sustituirle, dada la delicada situación por la que atravesaba España.
Suárez no sabía cómo resolver los problemas que le desbordaban, menos aún el autonómico, asunto que se llevaba el primer premio en cuanto a complejidad. Nadie sabía qué hacer, ni siquiera Rodolfo Martín Villa, recién nombrado ministro de Administración Territorial, aunque al menos no levantó sospechas respecto a eventuales deseos de desmembrar la unidad del Estado.
El presidente inició entonces una huida hacia delante y se propuso no claudicar, como ocurrió con la Ley de Centros Docentes, que acabó siendo un texto derechizado a tope. Se propuso sacar adelante una Ley de Autonomía Universitaria y otra de Divorcio aceptables, al menos para los sectores laicos.
El año 1980 llegaba a su fin y las cosas no mejoraban. La idea de estar llegando al final de una etapa hacía mella en todos nosotros, que, envueltos en el ambiente navideño y tocados por su espíritu, hacíamos piña más que nunca en torno al presidente y su familia. Algunos de los que empezaron ya no estaban. Ahora nos tocaba despedir, de forma especialmente desgarradora, a Pepe Coderch, que durante esos años fue nuestro jefe y amigo y a quien el presidente envió a Barcelona como gobernador civil. Aunque, lógicamente, él aún no lo sabía, le tocaría lidiar, en los pocos meses que permanecería en el cargo, con el secuestro del futbolista Enrique Castro, Quini, y con el asalto al Banco Central de Barcelona y su misteriosa relación con el 23-F, dos acontecimientos que tuvieron al país en vilo y que se resolverían felizmente gracias a su eficaz intervención.
Alberto Aza se convirtió en nuestro punto de referencia, algo así como nuestro padre laboral. Hombre de talla personal y profesional indiscutible, y de una lealtad a prueba de bombas, se mantuvo, igual que Josep Meliá, al lado del presidente hasta el final y más allá, porque ambos participaron en el despacho de abogados que Suárez abrió posteriormente en la calle Antonio Maura de Madrid.
Decir Alberto Aza es decir «santa paciencia», virtud de las llamadas morales, que este hombre practicaba hasta sus últimas consecuencias. Para empezar, paciencia con sus secretarias, Pilar y Marifé, típicas funcionarías de manual, compitiendo cada minuto del día por ser la favorita del jefe. Cuando las llamaba a golpe de timbre, salían escopetadas como si estuvieran siempre preparadas para tomar la salida en una carrera de cien metros lisos, con cuaderno y lápiz en ristre y empujándose mutuamente por el pasillo para llegar la primera a la meta. Cada día, Aza recibía las quejas de una respecto a la otra, se chivaban de las costumbres e incompetencias de la compañera para desacreditarla y le lloraban, literalmente, para hacerse las víctimas e inspirarle lástima. Él, como si del santo Job se tratara, intentaba quitar hierro y hacerles entender de la necesidad que él tenía de las dos, que debían funcionar como un equipo por el bien de la importante tarea que teníamos todos que realizar. Unas cuantas lagrimitas de cocodrilo, propósito de la enmienda, y al día siguiente, vuelta a empezar.
Otros se fueron también y dejaron un enorme vacío. Como ejemplo, Fernando Ónega, quien, al principio de los tiempos, fue una suerte de portavoz del Gobierno o, para ser más exactos, de la Presidencia del Gobierno. Su imagen de hombre tranquilo, como le apodaba Luis del Olmo, voz elegante y ojos azulísimos, le imprimieron siempre un sello de gentleman británico, y los discursos que le escribía al presidente conseguían una musicalidad especial al ser leídos. Pero yo le recuerdo cada mañana haciendo resúmenes de prensa, a partir de una montonera de periódicos, con unas enormes tijeras con las que recortaba y pegaba como si de un collage se tratara, y luego, con una suerte de técnica metódica, procediendo a ordenar los trozos para después empezar a escribir.