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Authors: Mª Ángeles López Decelis

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Los presidentes en zapatillas (7 page)

BOOK: Los presidentes en zapatillas
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Internamente, Suárez había congelado la decisión de integrar a España en la OTAN ante la imposibilidad de consensuar la cuestión con la izquierda, con el agravante de que Washington supeditaba este extremo a cualquier otro movimiento de la diplomacia española. El Gobierno norteamericano quería una España segura y estable, sometida a sus dictados, integrada en la OTAN y dócilmente alineada en la confrontación de los bloques.

Ciertos movimientos del Gobierno español, como el viaje oficial a Cuba de Suárez para invitar a Fidel Castro a visitar España, o el recibimiento en Madrid, en 1981, de Yasir Arafat con honores de jefe de Estado, y monumental abrazo con pistolón al cinto incluido, se salían lisa y llanamente de la tónica esperada y no compartida por ningún otro país de la Europa comunitaria.

En el ámbito nacional había que afrontar una nueva tarea de especial dificultad, porque, a mi juicio, si algo nunca ha calado con la convicción deseable en la ciudadanía ha sido el Título VIII de la Constitución, que determina el sistema de organización del Estado en comunidades autónomas y las consecuencias que de ello se derivan: las diferencias entre unas y otras, tanto en los grados de autonomía como en su capacidad para influir en la toma de decisiones a nivel nacional. Desde el primer momento esas diferencias se pusieron de manifiesto y los primeros Estatutos de Autonomía que se aprobaron y refrendaron fueron los de Cataluña y País Vasco, cuyas Leyes Orgánicas 3 y 4 de 1979 se publicaron en el Boletín Oficial del Estado, en el mes de diciembre, de manera consecutiva. Los demás caminaron por otra vía más lenta y el agravio comparativo quedó claro desde el principio. Aunque los procesos de elaboración de los textos tuvieron lugar en sus respectivos territorios, los últimos toques se realizaron en Madrid. Durante algunas semanas trabajamos codo con codo con los «autonómicos», lo que supuso una experiencia muy interesante, porque desde la Secretaría fuimos testigos de interminables debates respecto de artículos y epígrafes, y asistimos en directo a un proceso de especiales características. Tomábamos notas sobre la marcha, a mano o a máquina, tachábamos, repetíamos, volvíamos a tachar, y en alguna ocasión, cuando el bloqueo era mayúsculo, nos pedían opinión.

Con todo esto, lo que quiero dejar patente es que la participación de los trabajadores en todas las tareas era total y la confianza, plena; formábamos parte del engranaje, cada uno desde su puesto y todos, todos, éramos importantes. Cuántas veces escuchamos al presidente darnos las gracias por nuestra colaboración y cuando le felicitábamos por alguno de sus éxitos, él siempre añadía que sin nosotros nunca habría sido posible.

Son muchas las personas que a base de rascar en la memoria siguen apareciendo mientras escribo esta peculiar historia. He olvidado su nombre, pero uno de los «funcionarios» que nos visitaba regularmente era el «falsificador», como le llamábamos nosotros. Como cualquiera puede imaginar, son muchas las cartas, documentos oficiales, textos legales, etc. que el presidente ha de firmar, además de fotografías, libros, banderas y un sinfín de objetos que los ciudadanos desean que les dedique. Si el presidente tuviera que realizar esa labor personalmente, no habría horas al día que le permitieran cumplirla, además de hacer su trabajo, recibir audiencias, visitas, viajar al extranjero, preparar intervenciones, elaborar normas legales y reservar tiempo para su familia y su descanso. Por ello y ante la falta de alternativa, figuraba en la plantilla un pendolista, una especie de imitador que, periódicamente, cumplía con ese cometido. Nosotros preparábamos en carpetas todo lo rutinario y lo almacenábamos hasta su visita. Él venía, lo firmaba y se marchaba hasta nuevo aviso. Su autógrafo era idéntico al del presidente o al de cualquier persona que tuviera que imitar. Su aspecto era un tanto siniestro y la rumorología decía que había cumplido condena por falsificar cheques. La verdad..., muy normal no era, no. Hoy todo esto es impensable, ya que existen máquinas que mediante un programa reproducen la firma a imitar con extraordinaria precisión y seguridad.

Finalmente, los Estatutos de Cataluña y del País Vasco fueron aprobados en referéndum y elevados al rango de Leyes Orgánicas en diciembre de 1979, a la vez que otras comunidades reclamaban, por vías no siempre del todo pacíficas, su cuota de autogobierno. Especialmente virulento fue el proceso autonómico andaluz.

Las críticas, provenientes tanto de la patronal como de los sindicatos, al programa económico del Gobierno eran demoledoras, la estabilidad política del país se tornaba cada vez más difícil y el clima de normalidad en el juego parlamentario entre Gobierno y oposición rozaba en algunos momentos la ingobernabilidad más absoluta. Santiago Carrillo, desde su escaño, no dejaba de pedir con insistencia un «Gobierno de concentración nacional». La consecuencia inmediata de esta situación fue el consenso entre UCD y PSOE, a fin de «imponer democráticamente» en el Parlamento las principales leyes que debían desarrollar la Constitución. Así salieron adelante la Ley del Tribunal Constitucional, el Estatuto de Radio Televisión Española (RTVE), el Estatuto de los Trabajadores, la Ley de Seguridad Ciudadana o la Ley de Autonomía Universitaria.

Pero la protesta popular contra estos métodos se agudizaba con el paso del tiempo y miles de trabajadores se manifestaban contra los topes salariales pactados entre patronal y sindicatos. El 13 de diciembre, en el curso de una manifestación, dos estudiantes murieron como consecuencia de una carga policial. La crispación era total, como lo era también el divorcio entre la política oficial y la calle.

Como guinda del pastel, un mal día, exactamente el 22 de febrero de 1980, el terrorismo, que no daba tregua, se nos acercó demasiado con un claro propósito de aviso. Aquella noche, desde un edificio contiguo al complejo presidencial, entonces vacío, que se conoce como «la corona de espinas», se lanzó una granada anticarro contra el Palacio. Según los expertos consultados, estaba en condiciones de atravesar los muros de hormigón. Afortunadamente, la consecuencia se redujo a un boquete en el jardín. Aunque el Gobierno, a través de su portavoz, Josep Meliá, restó importancia al incidente, la intentona confirmó las condiciones de indefensión en las que se encontraba la Presidencia del Gobierno, sus dependencias y su personal. Recuerdo que la «zona cero» quedó recompuesta en menos que canta un gallo con el fin de que el incidente se olvidara cuanto antes y evitar así la psicosis de cara al futuro.

Desde Josep Tarradellas hasta Felipe González, pasando por Fraga Iribarne, advirtieron al Rey de la gravedad de la situación y de la urgente necesidad de renovar la cabeza del Ejecutivo ante el desgobierno que imperaba en el país. En este contexto, el PSOE, aún consciente de que matemáticamente no prosperaría, presentó una moción de censura al Gobierno el 21 de mayo de 1980. Aprovechando la retransmisión de los debates, los ponentes socialistas asediaron sin tregua a un presidente del Gobierno manifiestamente mermado e incapaz de defenderse dignamente.

Aquellos fueron días de gran tensión; la preparación de las contrarréplicas se llevó muchas horas de trabajo, con el convencimiento generalizado de que cuanto hiciéramos no contrarrestaría los efectos de una batalla que, aunque se ganara legalmente, se iba a perder moralmente. Días y noches largos en los que, cada uno en nuestro puesto, copiábamos cuanto nos dictaban Josep Meliá, Fernando Abril y todos los miembros del Gabinete del presidente, que iban y venían de un despacho a otro, hablaban por teléfono sin parar, pedían informes, recogían faxes. Todo el material que se desechaba por inservible acababa en el suelo para evitar confundirlo con las páginas y fichas que finalmente se daban por válidas. Llegó un momento en que era difícil caminar... Y el presidente..., un Adolfo Suárez cansado, empequeñecido por las continuas traiciones, desprestigiado y vilipendiado por casi todos. Pero ya se sabe que del roce nace el cariño y nosotros le queríamos, a pesar de sus errores y defectos.

Desde el principio nos empeñamos en la empresa común de hacerle sentir nuestro apoyo, de transmitirle, a través del afecto, la confianza en que seguía siendo el mejor pastor para el rebaño. Pero no lo conseguimos. Él lo agradecía con una triste sonrisa y una mirada cargada de profunda amargura.

Como todos sabemos, UCD ganó la votación, pero la incapacidad de Suárez para seguir al frente del Gobierno se puso irremediablemente de manifiesto. La cacería acababa de empezar y él lo sabía.

Y en esto llegó el amigo americano, a lo Bienvenido Mr. Marshall, porque los Gobiernos estadounidenses, no nos engañemos, siempre nos trataron como a parientes pobres. Corría el 25 de junio de 1980 y, en honor a la verdad, habría que decir que Jimmy Carter se encontró con una España emergente, un pueblo al que le faltaba cultura política y académica, que vivía al margen de los foros de decisión internacionales, con estructuras bananeras, además de un Gobierno en horas bajas que no acababa de tener claro cuál debía ser nuestro lugar en Europa y en el mundo.

La visita duró exactamente veintiuna horas en las que, aparte de las reuniones y entrevistas de trabajo, hubo tiempo para la cultura y el deporte, además del indudable placer que proporciona la comida española, de la que los Carter dieron buena cuenta. Tan bien se lo pasaron que se autoproclamaron «padrinos» de la incorporación española a las instituciones occidentales, según explicaba en su crónica José María Carrascal, corresponsal de TVE en Nueva York. Pero Carter tenía los días contados en la Casa Blanca y ya sentía en la nuca el aliento de Ronald Reagan, al que se daba como su seguro sucesor en la Presidencia norteamericana. En consecuencia, todos teníamos la certeza de un giro radical en ciernes respecto de la política exterior americana y de Occidente. Pero hay un razonamiento incuestionable: el poder y el peso de Estados Unidos en el mundo son siempre superiores a los de sus presidentes.

Durante su estancia en Madrid, Jimmy Carter no renunció a su habitual ejercicio de jogging, que llevó a cabo a las seis y cuarto de la mañana en el parque del Retiro. Recorrió diez kilómetros a buen ritmo, entre fuertes medidas de seguridad, y demostró tener una excelente forma física.

La verdad es que Adolfo Suárez nunca sintió la menor inquietud deportiva. Menos mal que el pabellón español quedó dignamente defendido, en lo que al terreno atlético se refiere, por el ministro de Asuntos Exteriores. Marcelino Oreja, avezado tenista, vapuleó al consejero para Asuntos de Seguridad norteamericano, señor Brzezinski, en un partido disputado en las pistas del Palacio de la Moncloa, mientras se celebraba la entrevista Carter-Suárez.

No puedo por menos que describir brevemente la llegada de Carter a Moncloa, que, al echar la vista atrás, parece sacada de una película de Almodóvar. El presidente norteamericano viajaba a bordo del Rolls Royce de Franco, aún en activo, seguido de una caravana de innumerables carros americanos como los que vemos en el cine made in Hollywood, muchos motoristas, muchas banderas, una ambulancia, más coches y más parafernalia. Un buen número de curiosos y funcionarios del propio complejo, entre los que me incluyo, nos habíamos situado a ambos lados de la calle para no perder detalle del espectáculo, cuando, al abandonar la carretera de La Coruña y tomar la entrada al complejo presidencial, el autobús F de la Empresa Municipal de Transportes (EMT) se intercaló en la comitiva, exactamente delante del autocar que transportaba a los periodistas y corresponsales de Estados Unidos y de otros países que cubrían la información de la visita... Pero el autobús tenía que realizar sus paradas establecidas, la última justo antes de la puerta del Palacio, para luego tomar la calle de la izquierda, que conducía al Consejo Superior de Deportes y a la avenida Martín Fierro. Los periodistas, atascados detrás del autobús, no paraban de hacer aspavientos, gestos amenazadores y vociferaban, en inglés, claro está, con tal vehemencia que, aún desconociendo el idioma, se adivinaban los improperios y exabruptos dirigidos al conductor del vehículo municipal. Este, sin cortarse lo más mínimo, amén de otras lindezas que no viene al caso reproducir, gritó por la ventanilla: Yankees go home!... ¡Madre mía! ¡Seguro que era lo único que el paisano sabía decir en la lengua de Shakespeare y encima se lo habrían enseñado en el sindicato el día anterior! Ante la posibilidad de un incidente diplomático, Josep Meliá, templando gaitas, prometió distribuir a todas las agencias las fotografías de la llegada y del saludo entre presidentes, momento solemne al que únicamente asistió el fotógrafo de La Moncloa. Alguien se ocupó al día siguiente de hablar con quien fuera menester en el Ayuntamiento para que el dichoso autobús F modificara su recorrido para siempre.

Después de sopesar cuidadosamente los pros y los contras, Carter también se entrevistó con Felipe González, dando muestras de la tranquilidad con que Estados Unidos se enfrentaba a un eventual Gobierno socialista en España.

Bueno, pues eso... Final feliz. Carter pudo explicar a su hija Amy Lynn las cualidades de El Greco, su pintor favorito, sobre los originales del Museo del Prado y ejercitarse con el español, único idioma extranjero que hablaban él y su esposa Rosalynn, y que practicaban juntos leyendo todas las noches la Biblia en castellano.

Corría el 7 de julio de 1980, festividad de San Fermín. En una finca que el Ministerio de Obras Públicas tenía en Manzanares el Real se celebró la reunión habitual y periódica de la Comisión Permanente de UCD. Era este un órgano que Suárez se vio obligado a crear para saciar los afanes de protagonismo de los jefes de filas de las distintas familias centristas que, no formando parte del Gobierno, reclamaban su cuota de poder. El orden del día, el clásico: perspectivas políticas, análisis de la situación y funcionamiento del partido. Falso: el objetivo real, someter a discusión y votación el liderazgo de Adolfo Suárez en su presencia.

Joaquín Garrigues, representante del sector liberal y, quizá, el poseedor del discurso más claro y «sin pelos en la lengua», le dijo al presidente con rotundidad: «Vamos a hablar a calzón quitado. Entre tú y Abril se ha producido una concentración de poder desproporcionada. No estoy de acuerdo en absoluto en cómo se lleva el Gobierno, el partido y el grupo parlamentario, así que si yo te respaldo es para estar a pachas. El pastel hay que repartirlo».

Fue entonces cuando el presidente aceptó que se cuestionara su jefatura, pero también explicó que si el comportamiento de UCD no cambiaba radicalmente y sus barones no abandonaban las actitudes que estaban debilitando al partido, él podría presentar su dimisión irrevocable. A continuación, Suárez abandonó la reunión para que el sanedrín ucedeo pudiera debatir libremente y tomar una decisión, que se resumía bien en la idea de Pío Cabanillas ante la enorme dificultad y el alto riesgo que suponía la sustitución de Suárez: «Dadas las circunstancias, lo más sensato es potenciarle al máximo y ponerse debajo de su paraguas».

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