«España va bien», repetía el presidente sin cesar y, a pesar de que el eslogan era excesivamente simplista, lo cierto es que España empezaba a funcionar como un reloj. Económicamente, los resultados fueron rápidos y llamativos, fruto de la política inteligente de Rato; en el plano social se consiguió lo que los Gobiernos de González no fueron capaces de conseguir: un pacto con los sindicatos sobre pensiones hasta el horizonte de 2001.
Visiblemente satisfecho, el presidente, de cabeza fría y pacienzudo como un chino, dio muestras de haber adquirido a zancadas la seguridad en sí mismo que al principio le faltaba... ¡Aquello iba a durar!
Mientras tanto, en junio de 1997, Felipe González, líder histórico e indiscutible del socialismo español, abandonaba la Secretaría General de su partido. De esta forma se ponía fin a un ciclo dentro del PSOE, cuya cabeza visible pasaba a ser Joaquín Almunia. La dimisión de González, que no se sentía cómodo en su papel de líder de la oposición, fue una sorpresa para muchos españoles, que nunca acabaron de digerir el relevo.
Las relaciones de Aznar con sus principales socios parlamentarios, nacionalistas vascos y catalanes, se fueron deteriorando hasta que el PP alcanzó cotas de enfrentamiento sin precedentes que llevaron a la desaparición del mero diálogo normal entre instituciones. Acusó al PNV de ser incapaz de plantarle cara a ETA y de romper los lazos con Herri Batasuna. A mayor abundamiento, los populares aseguraron públicamente que el Gobierno vasco no involucraba a la Consejería de Interior y a la Ertzaintza en la persecución tanto del terrorismo como de su vertiente urbana o kale borroka.
El martirio de un buen número de concejales del Partido Popular en el País Vasco a manos de ETA no hizo retroceder ni un ápice al presidente y a su Gobierno, esgrimiendo desde el primer momento una política firme y rotunda que mereció el respaldo de la opinión pública y el apoyo de la ciudadanía en bloque contra el terrorismo.
En este punto álgido, un caluroso 10 de julio de 1997, la banda terrorista ETA secuestró a Miguel Ángel Blanco, joven concejal de Ermua (Guipúzcoa), y amenazó con matarle en cuarenta y ocho horas si no se producía el acercamiento de los presos etarras a las cárceles vascas. Las altas temperaturas no supusieron ningún obstáculo para que la sociedad española en su conjunto se lanzase a la calle para pedir su liberación. El presidente del Gobierno y su ministro del Interior, Jaime Mayor Oreja, habían perdido el color del rostro: el peso de la responsabilidad resultaba insoportable, pero la decisión era firme: no se podía ceder ante la presión de los terroristas.
Las vigilias en las calles y plazas de las principales ciudades españolas se multiplicaban y la noticia trascendía nuestras fronteras. Mandatarios europeos y de todos los continentes no dejaban de enviar mensajes de apoyo y solidaridad. El mundo entero estaba con Aznar y con el pueblo español.
El 12 de julio, sábado, a las cinco menos diez de la tarde saltaba la temida noticia. Habían pasado cincuenta minutos del límite del ultimátum de ETA. De rodillas y en mitad de un camino vecinal de la localidad guipuzcoana de Lasarte, Miguel Ángel Blanco recibió dos disparos en la cabeza. No murió en el acto, y fue trasladado al hospital, donde llegó aún respirando débilmente, pero falleció durante la madrugada.
Desde el 24 de febrero de 1981, tras el intento de golpe de Estado, Madrid no recordaba una manifestación de estas dimensiones. Corría el 15 de julio de 1997 y el ardiente asfalto no impedía a los madrileños volver a llenar las calles, pulverizando cualquier previsión de asistencia. España entera era un clamor de unidad frente al terror. Todos nos sentíamos Miguel Ángel Blanco y su familia; su dolor era el de todos los españoles. Nos habían herido en lo más profundo de nuestra dignidad, pero la marea humana que recorría las calles de España con el luto de sus lazos negros estaba firmemente decidida a vivir en libertad y a resistir como una piña ante las amenazas, los chantajes y la muerte.
Días después, el Parlamento Europeo expulsó de la Cámara al eurodiputado de Herri Batasuna, Karmelo Landa, con la etiqueta de persona non grata. Era la primera vez que se producía una situación como esa. Además, como consecuencia de la ola de indignación sin precedentes que estos hechos provocaron y las exitosas liberaciones del industrial vasco José Antonio Aldaya, del abogado vizcaíno Cosme Delclaux y del funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara —quinientos treinta y dos días encerrado en un zulo—, la banda terrorista se sentía acorralada. En septiembre de 1998 se firmó el Pacto de Estella-Lizarra, basado en el acuerdo de paz de Viernes Santo en Irlanda del Norte, e inmediatamente y como lógica consecuencia, ETA declaró una tregua unilateral.
Como veremos, quince meses después se rompería el periodo más largo de la democracia sin terrorismo.
Dos días antes de los sucesos de Ermua, el 8 y 9 de julio de 1997, Madrid había amanecido tras una corta noche de verano y, en La Moncloa, comenzaban a llegar los primeros técnicos y operarios que se ocuparían del montaje de la Cumbre de la OTAN, a punto de celebrarse en la capital de España. La mayor concentración de poderes del planeta acapararía durante dos días la atención internacional. ¡Y nosotros seríamos los anfitriones!
Mientras, Milagros hacía jogging, como cada mañana, corriendo alrededor del vestíbulo del edificio, a la vez que desgranaba las cuentas de un rosario que después entrelazaba en la peana de su lámpara de mesa. Martina, la mujer que en estas horas tempranas limpia los suelos y pule las barandillas de la escalera, respondía «ora pro nobis» a las sucesivas letanías y, por si no fueran suficientes tareas a la vez, tenía que estar atenta al número de vueltas que nuestra atlética jefa desarrollaba en progresión cronométrica. ¿Quién habló de surrealismo? Para que no faltara de nada, los perritos del presidente, Zico y Gufa, ya estaban parapetados tras la puerta ladrando sin parar, pidiendo entrar. Nada más abrir, Zico se lanzó en tromba y bautizó las alfombras imperiales, ante la desesperación de Martina y los chillidos de Milagros. Como almas que lleva el diablo, los canes subieron las escaleras y se encaramaron a los sofás del Patrimonio Nacional.
La Embajada de Estados Unidos en Madrid reservó doscientas habitaciones con motivo de la Cumbre, pero hasta pocos días antes no se pudo confirmar la presencia de los Clinton en España por razones de agenda. La noticia causó preocupación en la dirección del hotel, porque el mandatario norteamericano no tenía intención de ocupar la suite presidencial, sino que deseaba cuatro habitaciones comunicadas entre sí. Los hoteleros están acostumbrados a las exigencias más extrañas y sorprendentes de sus insignes clientes, así que en este caso la cosa parecía simple. Los Clinton solo necesitaban una cama grande y alta, almohadas king size antialérgicas, tres muebles maleteros y antideslizantes en el baño. Cada estancia se dedicaría, por este orden, al dormitorio, el vestidor, la tercera con dos camas para el servicio de seguridad y la cuarta se reconvertiría en una pequeña sala de estar con mesa de despacho. En la alcoba presidencial, lencería de cama color té, dos grandes espejos en el vestidor y flores sin polen para evitar un brote alérgico de la primera dama, especialmente sensible a las gramíneas y sus derivados. Otras tres habitaciones en otra planta serían ocupadas por el médico, el fisioterapeuta y un mayordomo. Los Clinton desayunaban siempre en sus aposentos.
Bill, consciente de la imagen de prepotencia con la que los europeos tendemos a asimilar a los presidentes norteamericanos, no pudo hacer más esfuerzos para mostrarse encantador y servicial, caer bien a todo el mundo y hacernos olvidar que era el jefe de la primera potencia mundial. Pero lo de las negociaciones era otro cantar. Tan inamovible en sus planteamientos se mostró que llegó a desesperar al francés Chirac. En perfecto inglés le recriminó: «Ustedes no negocian. Ustedes exigen y así es imposible una relación entre aliados».
Francia parecía no encontrar a sus amigos tradicionales y el alemán Helmut Kohl dejó en la estacada al «cher Jacques», intentando durante toda la Cumbre evitar el tradicional eje París-Berlín. Lo cierto es que el canciller alemán nunca pasaba inadvertido, por más que se empeñara, empezando por su propio tamaño. Su silla en las reuniones de trabajo tuvo que ser sustituida por un trono especial que diera cabida a sus ciento veinte kilos de peso.
¿Y qué ocurría con aquella partida de botellas de agua mineral? No había manera de abrirles el tapón. Tras varios segundos de forcejeo, Clinton desistió y se quedó sin beber, a pesar del calor de la jornada. Lo mismo le ocurrió a Chirac, pero ante el fracaso con su botella, decidió beberse el agua de su compañero de mesa, el presidente del Gobierno danés.
Para paliar los efectos agotadores del calor y de tanta reunión, se celebró en los jardines de La Moncloa una velada de flamenco. Antonio Canales fue el elegido para actuar ante los líderes mundiales, haciendo honor a su flamante Premio Nacional de Danza, además de que su flamenco, menos duro, parecía más asequible para los invitados. Si alguien vivió la noche con pasión fue Chirac, que a cada pieza se ponía en pie para gritar «bravos» y «olés» y aplaudir hasta dolerle las manos. Ana Botella, que se desenvuelve sin problemas con ese inglés que se le atraganta a su marido, charló animadamente con Bill y Hillary.
Cerca de nuestros despachos se habilitó una sala como camerino y durante todo el día el cuerpo de baile ensayó sin parar. Nosotras acabamos por aprendernos las piezas al ritmo de los palmeros y casi, casi, detectábamos los errores a la vez que ellos. La verdad es que los guardias civiles con sus tricornios y el trasiego de gitanos ataviados con los faralaes y los claveles creaban una imagen imprevista de una España ya olvidada...
Mientras, Chelsea Clinton, que acompañó a sus padres en este viaje junto a una amiga, se dejó ver después de cenar en un local de moda, en la calle Alcalá, de nombre explosivo y preocupante para los Servicios de Seguridad: Boom.
El Cadillac blindado, perfectamente limpio y a punto, esperaba a los Clinton en el garaje del hotel mientras el cocinero preparaba unos huevos revueltos con patatas a lo pobre que el mayordomo sirvió a los distinguidos visitantes como último desayuno. Era jueves y las habitaciones volverían a tener su aspecto habitual, retirándose el eventual blindaje antibalas de puertas y ventanas. ¡Misión cumplida!
Además de asiduos visitantes del Coto de Doñana, los Aznar gustaban de disfrutar de sus vacaciones en la soberbia villa castellonense de Playetas de Bellver, propiedad del fallecido José Soriano, dueño de Porcelanosa. En Playetas no hay chiringuitos, ni souvenirs, ni boutiques, ni siquiera bares. Playetas es un paraíso donde la playa y la montaña unidas se abren al mar y al cielo del Mediterráneo. La urbanización está situada entre Oropesa y Benicasim, con unas ciento setenta y cinco villas, un club social y deportivo y una playa de aproximadamente doscientos metros.
Como mandan las tradiciones, el despliegue de seguridad era magnífico al acercarse el mes de agosto, pero, además, en vista de que el municipio se iba a convertir en la sede estival de la familia presidencial de forma más o menos asidua, el alcalde dispuso del necesario presupuesto para adecentar los accesos a la urbanización, construir una acera para facilitar los paseos del presidente con sus perritos y asfaltar la Carretera Nacional 340.
Alcaldes populares agasajaban a la familia con los mejores productos de la comarca y les invitaban a degustar, en los restaurantes de la zona, los mejores arroces que los valencianos preparan como nadie.
Como jefe del Ejecutivo, Aznar pasó cinco veranos en Oropesa, pero en 2001 el presidente decidió cambiar de destino y eligió Menorca, instalando el campamento en la finca Morell. Después, los Aznar repitieron isla en 2002 y 2003, pero en la finca Son Camaro.
Para concluir las vacaciones, final de fiesta en el monasterio de Silos y comienzo del curso político en Quintanilla de Onésimo. ¿Y por qué Silos? Fue el ministro de Trabajo, Juan Carlos Aparicio, amigo del abad benedictino, el que aficionó a Aznar a visitar concretamente este monasterio, teniendo en cuenta que la comunidad castellanoleonesa está plagada de ellos. Y lo así lo hacía desde 1987, cuando Aznar era vicepresidente de la Junta y Aparicio le dijo: «Silos representa en la cultura castellanoleonesa lo que Monserrat para los catalanes. Y ya ves lo que hace Pujol».
Al dirigente popular le convenció el argumento y repitió el ritual año tras año. Llegaba a la localidad burgalesa de Santo Domingo en helicóptero, que aterrizaba en un campo de fútbol situado a las afueras, y recorría a pie el trayecto que separaba el improvisado helipuerto del monasterio benedictino donde era recibido por su abad, Clemente Serna, y una multitud que le jaleaba y aplaudía sin parar.
La visita constaba de una frugal comida a base de verduras y pescado todo ello acompañado de un poché de cebollas y patatas, y de postre, ciruelas y otras frutas de la huerta monacal. Después, una breve sobremesa de charla y tertulia con los monjes, a quienes siempre desvelaba algún que otro plan todavía secreto pergeñado durante las vacaciones. No fue así en la visita del verano de 2003, cuando cada día se hacían quinielas con el nombre de su sucesor, que no desveló a estos hombres de oración ni bajo secreto de confesión.
Por último, una breve visita a Quintanilla de Abajo, que cambió su apellido por ser la cuna de Onésimo Redondo. ¡Dudoso honor para el municipio! Allí comenzaba oficialmente el curso político, tomando unos chatos en el bar propiedad de José Antonio Redondo y echando una partida al dominó... Redondo se lamentaba de que cada año el presidente pasaba en el pueblo menos tiempo. Y regreso a casa.
Hacia el final de la primera legislatura, el Coto Nacional de los Quintos de Mora, en los Montes de Toledo, se convirtió en lugar de recepción institucional para altas personalidades, cuya visita a España es apreciada especialmente por el Gobierno de turno, celebrándose los encuentros en un ambiente más distendido, fuera del corsé que impone La Moncloa.
Hablamos de 6.864 hectáreas, situadas en la comarca de Las Guadalerzas en los Montes de Toledo, pertenecientes al término municipal de Los Yébenes. Su historia se remonta a 1829, cuando como consecuencia de la desamortización, el monte de los Quintos se segregó del municipio de Mora, al que pertenecía desde que Fernando III el Santo, su primer propietario, lo comprara. Al Estado pasó en 1942, formando parte oficialmente del Patrimonio Forestal. La finca adopta la forma de un rectángulo, cuya mayor extensión, de norte a sur, abarca alrededor de doce kilómetros y la menor, de este a oeste, unos siete kilómetros. Desde el punto de vista hidrológico, hay que decir que todas las aguas que discurren por el coto pertenecen a la cuenca del río Guadiana y son recogidas principalmente por el río de las Navas, existiendo igualmente numerosos arroyos.