Los presidentes en zapatillas (21 page)

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Authors: Mª Ángeles López Decelis

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BOOK: Los presidentes en zapatillas
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La segunda cuenta con los despachos de trabajo propiamente dichos, incluido el del presidente, la Sala Internacional, donde se celebran las sesiones plenarias de las cumbres, que cuenta con los más modernos sistemas audiovisuales y de interpretación, y la Sala Bores, de menor tamaño, aneja a la Internacional y donde el presidente celebra habitualmente las reuniones con sus colaboradores más cercanos. Balcones y ventanas ofrecen vistas de los jardines desde distintos ángulos y dos simétricas escaleras de mármol comunican ambas plantas.

El edificio es un auténtico museo, con obras relevantes de los más destacados pintores y escultores españoles. Además de los ya citados, cabe mencionar muy especialmente a Picasso, firmante de una selección de obras que presidieron el Consejo de Ministros en la etapa de González, por su expreso deseo, y a las que sustituyeron otras de Miró en la etapa de Aznar, también siguiendo su personal gusto artístico. Dicen los expertos que el arte y la ideología política están íntimamente relacionados...

No sería justo dejar de mencionar las obras del grupo El Paso y los maravillosos grabados de la colección de la Presidencia del Gobierno pertenecientes a autores del Equipo Crónica: Eduardo Caneja, Lucio Muñoz, Manolo Valdés, Pablo Palazuelo y otros muchos. Sin olvidar a Miquel Barceló, cuyas creaciones visten las paredes del edificio más internacional de la Presidencia del Gobierno. Los muebles, también de una gran calidad artística, los tapices y otras obras de arte y objetos pertenecen al Patrimonio Nacional. Expertos conservadores se encargan de vigilar periódicamente las condiciones de humedad y temperatura en las que deben permanecer estas obras de gran valor artístico y económico.

Para terminar, una exposición de regalos de Estado ha presidido el vestíbulo de la segunda planta durante años. En la actualidad se ultiman los retratos de nuestros presidentes democráticos, con el fin de que su presencia y experiencia permanezcan vigilantes y diligentes en la «Galería de los presidentes» que se prepara para este fin.

«Hemos sustituido nuestra falta de experiencia con el entusiasmo y la seriedad que Europa necesitaba», afirmaba un Felipe González exultante al cerrar la Presidencia española en junio de 1989. El presidente cumplió a la perfección con su papel de anfitrión desde ese gran salón cuya exigua y elegantísima decoración se complementó con una selección de sus mejores bonsáis colocados sobre peanas transparentes a distintas alturas, proporcionando un efecto óptico de suspensión en el aire.

Finalmente, el tema estrella del Consejo Europeo de Madrid, celebrado el 26 y 27 de junio de 1989, sirvió de pistoletazo de salida a la Unión Económica y Monetaria y puso en marcha el proceso que desembocaría en el euro como moneda única que hoy comparten once Estados europeos y que ha destronado al dólar como máximo valor omnipresente de nuestra reciente historia.

Para terminar, solo añadir que González decidió trasladar su despacho de trabajo al nuevo edificio, a medio camino entre el aislamiento puro y duro del Palacio y el populismo de Semillas. Por tanto, la Secretaría, en exclusiva, mudó personas y enseres detrás del jefe y desde el otoño de 1990 hemos disfrutado del monopolio de esta galería de arte singular, desde una soledad impuesta que a veces se convierte en una dura carga.

González se enfrentaba por tercera vez a unas elecciones generales como presidente del Gobierno, cuya fecha de convocatoria se fijó para el 29 de octubre de 1989. En estos comicios, y tras siete años como partido en el Gobierno, el PSOE se quedó a un escaño de revalidar una vez más la mayoría absoluta, ciento setenta y cinco. Sin embargo, pudo gobernar como tal, puesto que los cuatro diputados de Herri Batasuna se ausentaron de la Cámara durante toda la legislatura, con lo que el grupo socialista sumaba más de la mitad de los escaños del hemiciclo. El Partido Popular, que consiguió ciento siete diputados, se presentaba a la convocatoria tras su refundación, en ese mismo año, con José María Aznar a la cabeza.

Se inicia así la IV Legislatura de la democracia que, en lo que al Gobierno se refiere, tendrá como características la eliminación temporal de la Vicepresidencia, tras la dimisión de Alfonso Guerra en enero de 1991, a la que seguiría, en marzo, una profunda remodelación del Gabinete. Esta llevó a Narcís Serra a ocupar la Vicepresidencia vacante y a la renovación de titulares en ocho carteras. Las ministras sobrevivieron en ambos casos. El último cambio se produjo el 24 de junio de 1992, cuando Francisco Fernández Ordóñez traspasó sus poderes en Asuntos Exteriores a Javier Solana por motivos de salud. El ex ministro falleció el 7 de agosto siguiente, víctima de un cáncer.

El mundo no se detenía, y en octubre de 1989 Camilo José Cela conseguía el Premio Nobel de Literatura, para orgullo de las letras españolas y de todos los hispanohablantes. Poco después, el Consejo de Ministros aprobaba el proyecto de ley por el que se crea el Instituto Cervantes para la promoción y difusión del español, y la izquierda perdía a una de sus figuras más emblemáticas, tras su muerte, en Madrid, a los noventa y tres años, de Dolores Ibarruri, La Pasionaria, presidenta del Partido Comunista.

Y un buen día, sin previo aviso, caía el Muro de Berlín, que desde el 13 de agosto de 1961 había estado allí como símbolo de la guerra fría separando a las dos Alemanias. La historia cuenta que la totalidad del muro se levantó en una noche y en otra cayó para asombro del mundo entero. Aquel 9 de noviembre de 1989, el pueblo alemán daba por terminada una era, enterraba su pasado y con él todo lo peor del siglo XX, dejando atrás dos guerras mundiales provocadas por hijos de su propia nación y de cuyas consecuencias fueron las primeras víctimas. De esta forma se anticipaba el final de los bloques, la reconciliación de dos ideologías políticas y de dos mundos culturales contrapuestos, abriendo la puerta a la reunificación de las dos Europas que hoy, veinte años después, está muy cerca de ser un hecho consumado con una Unión Europea integrada por veintisiete Estados soberanos, buena parte de ellos antiguos miembros del Pacto de Varsovia.

La segunda legislatura socialista y gran parte de la tercera, hasta 1992, estuvieron marcadas por un fuerte y rápido desarrollo económico. Este crecimiento se concretó en una ambiciosa política de inversiones públicas en infraestructuras favorecida, como ya hemos mencionado, por la notable transferencia de fondos procedentes de las Comunidades Europeas. Los servicios educativos, sanitarios y de pensiones se modernizaron y generalizaron, sufragándose a través de un sistema fiscal relativamente progresivo. Por primera vez se podía hablar en España de un Estado del Bienestar.

Sin embargo, la recesión mundial iniciada a principios de los noventa golpeó duramente a nuestro país. La profunda crisis, agravada por la incorrecta política económica del Gobierno, disparó la inflación y el paro, que llegó a alcanzar la dramática cifra de tres millones de desempleados. Felipe González no encontraba el camino de la recuperación, y como los males nunca vienen solos, se le acumulaban los escándalos de corrupción encima de la mesa, enterándose de todo ello «por la prensa», según su famosa frase que ya ha pasado a la historia.

El GAL, Filesa, el asunto Juan Guerra y una confrontación interna dentro del PSOE hicieron que, irremediablemente, cayera la cabeza del vicepresidente en los primeros días de enero de 1991.

Si algo se puede decir de Alfonso Guerra es que nunca dejó a nadie indiferente. Personaje que se debate entre el amor de muchos y el odio de muchos más, es recordado como uno de los oradores más polémicos, cáusticos e incisivos de la Cámara Baja, pero también poseedor de uno de los discursos más inteligentes y directos que se recuerdan.

Alfonso Guerra nació en Sevilla, en el seno de una familia más que numerosa —doce hermanos, de los que murieron dos—, atacada por la pobreza y la posguerra. En la sociedad andaluza de la época esto significaba que la responsabilidad de todos los miembros caía sobre los hombros del que salía del agujero, al que se consideraba el triunfador. Y eso fue lo que le pasó a Alfonso Guerra; llevaba incrustado bajo la piel el concepto de servidumbre familiar, que no le abandonó en toda su vida. Pero algunos, amparados en la obligación del hermano de velar por el clan, tiraron demasiado de la cuerda y la cuerda se rompió. ¡Eso pasa en las mejores familias! Pero cuando uno se ha erigido en el adalid de la lucha contra la corrupción, la injusticia y las malas prácticas de Gobiernos de otros tiempos, no es fácilmente justificable que la familia de uno se manche con los lodos de la corrupción y el escándalo sin pagar por ello una elevada factura. Aunque en ningún momento se vertieron acusaciones directas contra su persona, tras un año de férrea presión política y social, Alfonso Guerra dejó de estar «pasmao» y renunció a su cargo.

Estudió Ingeniería Técnica Industrial en la Escuela de Peritos de Sevilla, donde fue profesor de dibujo hasta 1975. Completó su formación con la licenciatura de Filosofía y Letras, donde conoció a Felipe González, una de sus más sagradas fidelidades. La otra, sus hijos: Alfonso, que nació de su matrimonio con Carmen Reina, y Alma, la niña de sus ojos, fruto de su unión con la pintora María Jesús Llorente.

Al término del debate parlamentario sobre el caso Juan Guerra, González anunció que él también abandonaría el Gobierno si su vicepresidente se tenía que ir. Afirmó que si alguien intentaba cobrarse esa pieza, la de Alfonso, tendría «dos por el precio de una». Era el cobro revertido de una larga amistad, que se resquebrajaría irremediablemente a partir de ese día. Aunque la sentencia de González no se cumplió, porque Guerra cayó y él sobrevivió probablemente más allá de lo que en principio imaginaba, esto significó el Rubicon a partir del cual nada fue lo mismo en el PSOE, que comenzó su decadencia hasta la derrota final.

De este modo perdimos la presencia diaria en nuestras vidas de un político único, artífice sin reservas de la Transición española y mano de hierro cuando se trataba de mantener bien prietas las filas de su propio partido; un hombre que quiso ser maestro de escuela y que se convirtió en referente ideológico del socialismo más puro. Incansable lector, «Andrés», como rezaba su sobrenombre, fundó en su juventud la emblemática librería sevillana Antonio Machado, en la que se celebraban reuniones clandestinas de políticos e intelectuales y que se utilizaba como plataforma de difusión de la doctrina socialista. Pero lo peor fue que perdimos la imagen del hombre con el que coincidíamos en los pasillos y nos daba los buenos días con la amabilidad de la gente corriente y la cercanía del igual. Ya no sonreiríamos observando al padre esconderse al otro lado de la escalera o tras la mesa del ordenanza mientras jugaba al escondite con su hija Alma, en las ocasiones en que la niña visitaba a su padre. Se iba el jefe tierno que compraba souvenirs a todas las chicas de su Secretaría cuando salía de viaje, el «descamisado» que escuchaba a Mahler y el ser humano que hace poco tiempo declaraba que a su edad —está a punto de cumplir los setenta— lo que quiere es «hacer las paces con todo el mundo».

Autor de poemas, artículos y un buen número de obras políticas, su compromiso humanístico sigue intacto, y aún hoy, como presidente de la Comisión Constitucional del Congreso, forma parte de esa élite a la que pertenecen los que cuentan con una larga experiencia parlamentaria, una suerte de comité de sabios a los que se consulta cuando no se sabe muy bien qué hacer y cuyos consejos y opiniones tienen el valor de un teorema.

Sin embargo, y sin duda lo más importante, fue que Felipe González perdía uno de sus hemisferios cerebrales...

A finales de mayo de 1991 reventaba un nuevo escándalo, Filesa, cuando la prensa puso en conocimiento de la opinión pública que varios bancos y empresas pagaron cientos de millones de pesetas a pequeñas sociedades relacionadas con la financiación del POSE a cuenta de unos estudios que jamás se realizaron. Estos fondos se habrían empleado para financiar el referéndum de la OTAN y la campaña electoral del PSOE en 1989. Filesa se cargó rápidamente en las cuentas corrientes del «guerrismo», pero los principales partidos políticos tampoco pusieron el grito en el cielo, dada la oscuridad que siempre ha caracterizado a la búsqueda de fondos para financiar campañas y partidos. El caso llegó hasta el Tribunal Supremo, que dictó sentencia el 28 de octubre de 1997, y en el juicio tuvieron que prestar declaración los dos ex del Gobierno, González y Guerra.

Una escalada interminable de escándalos golpeaba al socialismo. Uno tras otro se sucedían los procesos por corrupción, salpicando incluso al Banco de España, con Mariano Rubio a la cabeza, y a la Guardia Civil, en el caso Roldán. Narcís Serra se vio obligado a dimitir al destaparse «los papeles del CESID» y las escuchas ilegales. Y Julián García Valverde, implicado en el caso RENFE, abandonaba el ministerio de Sanidad, que hasta entonces ocupaba.

Consideración especial merece el caso GAL, cuya sentencia, dictada el 18 de septiembre de 1991 por la Audiencia Nacional supondría el encarcelamiento de varios miembros de las Fuerzas de Seguridad del Estado y de la cúpula del Ministerio del Interior en los años ochenta. Amedo y Domínguez cargaron con la peor parte y recibieron la condena más dura, ciento ocho años, como principales responsables de la organización de la denominada «guerra sucia» contra ETA. Lejos de cerrarse aquí este negro capítulo, la teoría del terrorismo de Estado resurgiría, con más virulencia aún, dos años después, de la mano del juez Baltasar Garzón y el fracaso de su incursión en política formando parte de las listas del PSOE en las elecciones generales de 1993. ¡Pero esta es otra historia!...

A todo esto, el 2 de agosto de 1990 y sin tener conciencia de la gravedad de lo que ocurría, comenzamos a recibir noticias sobre la invasión de Kuwait por parte de Irak. «¿Y eso por dónde cae?», preguntaban algunos. «En el Golfo Pérsico». «Pues como pilla lejos, no vamos a molestar al presidente, que está de vacaciones», deducía mi compañera, no sin parte de razón. Pero los teletipos echaban humo y las Naciones Unidas reaccionaron de inmediato exigiendo la retirada incondicional de todas las fuerzas iraquíes de las posiciones ocupadas y amenazando con sanciones económicas.

El conflicto iba tomando cuerpo. Aquella parte del mundo, que nos tocaba de refilón, se convertía en la raíz de un problema de consecuencias incalculables en aquellos días. La ONU y la comunidad internacional se muestran invariablemente impotentes para doblegar las ilegítimas aspiraciones de dominadores y sátrapas cuando se empeñan en trastornar el orden mundial establecido.

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