Pocos días después se aprobó el proyecto de ley sobre Regulación de la Televisión Privada, que dio pie a una oferta variada de canales de televisión, asunto que despertó una gran expectación en la opinión pública.
Para desesperación del Gobierno y de todos los españoles, ETA continuaba en los ochenta su escalada imparable. En España reinaban unas condiciones incompatibles con la esencia y la razón de ser del terrorismo, es decir, contábamos con un país democrático en el que todas las voces eran escuchadas, formábamos parte del Mercado Común, donde las reivindicaciones históricas y las aspiraciones de las minorías eran tenidas en consideración, y con un Partido Socialista en el poder que venía dando repetidas muestras de estar dispuesto a sentarse a negociar los términos de un acuerdo de paz. A pesar de todo esto, y con inusitada crueldad, el 23 de febrero de 1984, ETA asesinaba, en presencia de sus hijos, al senador socialista Enrique Casas, uno de los dirigentes del partido en Euskadi con más futuro y amigo personal de Felipe González. Nueve meses más tarde, mientras pasaba su consulta como médico pediatra, el dirigente de Herri Batasuna, Santiago Brouard, era asesinado por dos encapuchados, justo cuando más necesaria podía resultar su intervención como enlace en unas hipotéticas conversaciones entre el Gobierno y la organización abertzale.
Estas dos muertes se unieron a la del teniente general Quintana Laccaci, asesinado en la misma época. Tal vez la explicación político-militar de estos asesinatos tenía que ver con que Casas y Brouard eran candidatos a encabezar los contactos de paz desde las dos orillas. Quintana, por su parte, representaba la defensa de la Constitución, habiéndose opuesto a la participación de las tropas a su mando en la I Región Militar durante el golpe de Estado del 23-F. Con su muerte, ETA apuntaba a lo más alto del escalafón y añadía odio y sed de venganza dentro del estamento militar. Igualmente, el asesinato de Casas estaría detrás de la política de ojo por ojo que saldría a relucir con las primeras condenas de Amedo y Domínguez, y que llevaron al ministro del Interior, José Barrionuevo y al secretario de Estado de Seguridad, Rafael Vera, a la cárcel.
Después, el 19 de junio de 1987 tendría lugar el atentado de Hipercor de Barcelona, una de las acciones terroristas más crueles y sangrientas de la historia criminal de ETA. El atentado consistió en la colocación de un potente explosivo dentro de un coche robado y estacionado en el aparcamiento del citado centro comercial. Sobre las tres de la tarde, uno de los miembros del comando realizó tres llamadas telefónicas para avisar de las consecuencias, pero miembros de las Fuerzas de Seguridad, tras efectuar una inspección ocular, no encontraron nada, por lo que la dirección del centro no consideró necesario el desalojo del local. Cuando se produjo el estallido, se abrió un tremendo cráter en el suelo y un agujero en el techo por el que pasó una bola de fuego que asfixió y abrasó a empleados y clientes. Murieron veintiuna personas y otras cuarenta y cinco resultaron heridas.
Posteriormente, las autoridades francesas entregaron a las españolas a treinta y ocho miembros de ETA, y el 30 de septiembre fue detenido en Francia el dirigente etarra Santi Potros. En venganza, el 11 de diciembre del mismo año, un nuevo atentado contra la casa cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza acababa con la vida de once personas, entre ellas, cinco niñas.
El 28 de enero de 1988, ETA anunció su disposición a mantener un alto el fuego de sesenta días y, a cambio, pidió al Gobierno que se reanudasen los contactos en Argel, interrumpidos desde el atentado de Zaragoza. El Gobierno así lo hizo, una vez comprobada la veracidad de la tregua, pero el 24 de febrero siguiente ETA secuestraba en Madrid al industrial Emiliano Revilla. Como consecuencia, el Gobierno interrumpió de nuevo los contactos y el señor Revilla fue liberado tras ocho meses de secuestro.
Los trabajadores de La Moncloa hemos sido concienciados, por nuestra propia seguridad, sobre la posibilidad real de convertirnos en objetivo del terrorismo y somos advertidos con regularidad del cuidado y la responsabilidad adicional que requiere este lugar y la naturaleza de nuestra tarea, así como del material con el que trabajamos. Es fácil entender que nuestras identidades, una vez conocidas, podrían convertirse en un fin en sí mismo para cometer un atentado, inclusive en el corazón de la propia Presidencia. Debemos ser especialmente vigilantes respecto de nuestras acreditaciones personales e intransferibles, que cada día nos permiten el acceso al complejo, así como del vehículo que cada uno utiliza a diario para desplazarse al trabajo, susceptible de sustracción o manipulación.
Con regularidad, los Servicios de Seguridad nos recuerdan estos extremos, así como la conveniencia de no difundir, fuera de nuestro círculo de amigos o familiares más cercanos, quiénes somos y a qué nos dedicamos. Igualmente es importante no olvidar las medidas de precaución que debemos adoptar con respecto a la paquetería o correspondencia que recibimos en nuestro domicilio y la atención que hemos de prestar a nuestro coche, con el fin de detectar cualquier indicio o detalle inhabitual que pudiera resultar sospechoso.
Durante los catorce años en que Felipe González permaneció al frente del Ejecutivo, aumentaron las medidas de seguridad y se fue dotando al complejo de los mecanismos de protección que corresponden a la Presidencia del Gobierno de cualquier país de nuestro entorno. Empezando por el control de entradas y salidas de personas, vehículos y mercancías, y continuando por la vigilancia interior y exterior de todo el perímetro del complejo. Sofisticados sistemas de seguridad funcionan las veinticuatro horas, auxiliados por un equipo de fantásticos perros entrenados en la detección de explosivos, de cuyo adiestramiento se ocupa la Guardia Civil. ¡Es todo un espectáculo verlos trabajar! Para terminar, el autobús oficial que transporta al personal que no dispone de vehículo propio también cuenta con modernos sistemas de inhibición de frecuencias.
En cualquier caso, una vez en el exterior del complejo, nosotros mismos debemos ser los mejores garantes de nuestra propia seguridad y la de los nuestros.
Avanzaba imparable el año 1988. El juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón solicitaba datos sobre los fondos reservados que manejaba el Ministerio del Interior y se acordaba procesar al subcomisario de Policía José Amedo y al inspector Michel Domínguez, acusados de pertenecer a los GAL.
Tal y como andaban las cosas, Felipe González encaró la cuarta reestructuración del Ejecutivo, en el que se renovaron seis carteras, formando parte por primera vez de un Gobierno socialista dos mujeres, Matilde Fernández como ministra de Asuntos Sociales, y Rosa Conde como portavoz del Gobierno, que, además, tendría una gran influencia en la vida personal del Presidente.
A los sindicatos no les convencieron las reformas del ministro de Economía, Carlos Solchaga. Prueba de ello fue el abandono de Nicolás Redondo de su escaño de diputado durante la presentación de los Presupuestos Generales del Estado para 1989. A esto se unió la incapacidad del ministro de Trabajo, Manuel Chaves, para lograr un acuerdo con patronal y sindicatos sobre la reforma laboral, cuya negociación llevaba rota desde el mes de octubre.
Con este panorama, UGT y CCOO convocaron una huelga general para el 14 de diciembre, paro que marcaría un hito en la reciente historia sindical de España. Ocho millones de personas, el 90% de la población activa de entonces, secundaron el paro, que supuso el primer gran golpe para Felipe González y la política económica de su Gobierno. Las consecuencias, en primera instancia, fueron la ruptura entre González y Redondo y la separación entre un PSOE, que cada vez se situaba más cerca del centro del espectro político, y su sindicato histórico, UGT, que se mostraba mucho más exigente con las políticas sociales.
En La Moncloa, aquel fue uno de los días más fríos que recuerdo. El termómetro marcaba diez grados bajo cero, y la gélida temperatura unida a un Madrid desierto y fantasmal provocaba aún más escalofríos. Nadie nos influyó en relación con la postura a adoptar frente a la huelga. Se fijaron los servicios mínimos y se dio libertad al resto de los trabajadores para que actuaran según su voluntad. Los controles de firma se pasaron dos veces por la mañana y una por la tarde, con el fin de adoptar las medidas sancionadoras en caso de huelga, como en cualquier centro de trabajo.
Ante esta victoria sindical sin atenuantes, González tuvo que reconocer el «éxito político de la huelga» y el «duro golpe» que había supuesto para el Gobierno. Desde entonces, los desencuentros entre Felipe González y Alfonso Guerra se hicieron cada vez más frecuentes. Lo mismo sucedió con otros colaboradores y «fontaneros» igual de cercanos, aunque de menor relevancia, y en un tiempo relativamente corto se produjeron algunos recambios. Es verdad que, en otros casos, el motivo de la sustitución estaba relacionado con el puro desgaste que produce un tiempo dilatado en la misma tarea, como en el caso de Eduardo Sotillos, a quien sustituyó en primera instancia Javier Solana, y a este, a su vez y como ya hemos apuntado, Rosa Conde. Otros adujeron razones personales, como el caso de Ana Navarro, que decidió dejar la jefatura de la Secretaría y que fue sustituida por Pilar Navarro, que procedía del grupo de Julio Feo. Era de sobra conocida de todas nosotras, por lo que el equipo habitual no sufrió alteraciones. Aunque el apellido era coincidente, no había entre ellas ningún parentesco, además de que, a fuer de ser sinceros, era en lo único en lo que coincidían.
Piluca, como la conocen todos, era y sigue siendo una mujer de físico poderoso; muy alta y de gran envergadura; su sola presencia impresiona. Dotada de un desparpajo sin límites, desempeñaba su papel a las mil maravillas. Sin duda, sus competencias iban mucho más allá de lo que corresponde por definición a una secretaria. Por eso, y por su natural tendencia a delegar cuantos asuntos y cometidos requerían trabajo y esfuerzo sin reportar glamour ni lucimiento personal, transcurrieron unos años en los que era el personal auxiliar quien llevaba una Secretaría tan compleja y delicada como la del presidente del Gobierno en todas sus vertientes y facetas. Estas iban desde la elaboración de los despachos con el Rey hasta la elección del regalo para una boda a la que los González estaban invitados, pasando por el control de la agenda y de todos los documentos que el presidente precisa para su actividad diaria, nacional e internacional.
El presidente confiaba tanto en nosotras que durante aquellos años y en cualquier circunstancia no se le caían de la boca frases como «esto, que lo vean las niñas» o «el discurso, que lo revisen las niñas»... La compenetración era total y todo marchaba como la seda. Sin olvidar que la confianza ciega tiene como contrapartida la total dedicación, que incluía, siempre que era necesario, trabajar domingos o fiestas, empezar temprano y acabar a altas horas de la noche. Después disponíamos de carta blanca para organizamos el tiempo libre cuando el presidente estaba de viaje o la actividad bajaba de intensidad. El presidente estaba contento y Piluca podía así dedicarse a las encomiendas de otra naturaleza, con la tranquilidad que le proporcionaba saber que la Secretaría estaba en buenas manos. Nosotras, contentas también, porque nuestro equipo era una auténtica piña y funcionaba como un reloj, además de la satisfacción personal que supone una valoración tan positiva por parte de los superiores.
Resultaba muy divertido trabajar con Piluca. Tenía una gracia innata para contar chistes y anécdotas, y un aguante infinito para encajar nuestras bromas. No tenía una especial preparación académica. La verdad es que ninguna de las mujeres que han estado al frente de la Secretaría de los cinco presidentes democráticos la tuvo, pero hay que reconocer que Piluca era genial. Natural de Tenerife, contaba con esa cadencia que tienen los canarios al hablar, un temple envidiable para salir de las situaciones comprometidas y un manejo único de las public relations. Hablaba un inglés aceptable, pero sus conocimientos de francés se limitaban a cuatro frases hechas y poco más, aunque en la vida conocí a nadie capaz de sacar a tan escasos recursos tanta rentabilidad.
Acompañaba al presidente en todos sus viajes y ocupaba un lugar destacado en las listas de las delegaciones de cualquier evento. Cuando nos traíamos entre manos algún tema que requería trabajar fuera del horario habitual, le teníamos prohibido mandar, organizar o disponer. Solo estaba permitido que se ocupara del café y de la intendencia y, como mucho, los papeles únicamente pasaban por sus manos para hacer fotocopias. Ella lo aceptaba de buen grado, y si alguna vez cometimos un error y alguien nos acusaba de ser las responsables, Piluca sacaba inmediatamente su instinto gregario y nos defendía con tanta vehemencia que, al final, los razonamientos esgrimidos se daban la vuelta y el acusador abandonaba la pelea como gato escaldado.
Y, por fin, España estaba a punto de asumir su primera Presidencia europea en el primer semestre de 1989. Nuestro país iba a ostentar la responsabilidad de llevar las riendas de Europa, que entonces agrupaba a doce Estados. Todo un reto para un país, aún de segunda fila, con poca experiencia en Bruselas. Felipe González consiguió en unos pocos meses lanzar la idea de cohesión económica y social para compensar las deficiencias de los países más pobres en el mercado interior. La tesis española defendía la necesidad de facilitar el equilibrio de los países con menor renta, déficit comercial y alta inflación, a través de unos fondos de compensación que supusieron el balón de oxígeno que permitió a España afrontar los grandes retos pendientes y avanzar con rapidez para colocarnos a la altura de nuestros socios comunitarios.
Por fin González vería cumplido su sueño de reunir en Madrid a todos los líderes europeos en los salones de un nuevo edificio construido para albergar cumbres y reuniones de alto nivel, que hoy ya se cuentan por decenas. El edificio del Consejo de Ministros es el único que se encuentra dentro del perímetro de máxima seguridad; junto con el Palacio y los jardines, se engloba en una especie de isla dentro del complejo.
El palacete, amplio y funcional, consta de dos plantas y un sótano. Este último nivel reúne el garaje, las cocinas y los almacenes. En la primera se encuentra el emblemático salón desde donde se dirige el país, celebrándose, cada viernes, el Consejo de Ministros. Además, las salas Miró, Millares y Tàpies, autores de las obras que se encuentran en cada una de ellas y que les ceden sus nombres, así como el comedor principal, con capacidad para más de cien comensales. Cuadrado y cubierto por una bóveda, cuyo material transparente proporciona luz natural en todo momento, ha albergado eventos de todo tipo. Despachos, otras salas auxiliares y un gran office completan la estructura de esta planta.