Como ya hemos dicho, el caso se cerró en 1991, reabriéndose en 1995. Garzón consiguió que Amedo y Domínguez recuperasen la memoria que perdieron dos años antes y, al comprobar que pasaba el tiempo y nadie se solidarizaba con ellos, decidieron tirar de la manta e implicar en la trama a sus inmediatos superiores. Sus testimonios llevaron a la cárcel al ministro del Interior y al secretario de Estado de Seguridad, Barrionuevo y Vera. El juez llegó a señalar la existencia de un «señor X» como supuesto ideólogo de la trama, aunque no pudo resolver su identidad por falta de pruebas. Algunos medios de comunicación llegaron a identificarlo con el presidente del Gobierno, Felipe González. Esta guerra sucia se cobró más de una veintena de muertos, entre militantes y simpatizantes de ETA, y destapó terribles historias sobre torturas y detenciones violentas. El escándalo GAL dañó para siempre al PSOE, que trece meses después caía derrotado en las urnas.
No puedo dejar de mencionar un asunto más que espinoso, aunque esta vez no fuera culpa del Gobierno, ¡qué ya es raro! Hablo de la intervención de Banesto por parte del Banco de España tras descubrirse un agujero en su caja de más de seiscientos mil millones de pesetas. El Gobierno de González respaldó la decisión del banco emisor y garantizó la seguridad a los clientes.
Corría el día de los Santos Inocentes de 1993. Mario Conde no dejaba de llamar por teléfono, insistiendo en la urgencia de hablar con el presidente. No es que las relaciones entre ambos fueran especialmente fluidas, pero cuando el presidente de uno de los bancos más importantes del país quiere mantener una conversación con el jefe del Ejecutivo, lo lógico es pensar que será atendido a la mayor brevedad posible. Nosotras, por nuestra parte, no dejábamos de asegurarle que ya le habíamos pasado recado y que él estaba al corriente. Parecía angustiado y especialmente humilde y amable... Yo diría que hasta suplicante. Horas después teníamos la explicación a la falta de respuesta por parte del presidente, quien, de haber sido otras las circunstancias, se habría mostrado dispuesto a atenderle con presteza. El Banco de España intervino la entidad bancaria y destituyó a Conde como presidente, que pasó de ser un referente para estudiantes y jóvenes empresarios a convertirse en un delincuente procesado por fraude. Atrás quedaban los tiempos en los que sus colegas y la prensa le rendían pleitesía, obteniendo todo tipo de reconocimientos, como el de la Universidad Complutense de Madrid, que le concedió el doctorado honoris causa.
Conde llegó a asegurar que había pagado a dirigentes socialistas comisiones en concepto de tráfico de influencias. En 1997, la Audiencia Nacional comenzó uno de los juicios más importantes de la historia financiera de España. Fueron necesarios sesenta y tres tomos de diligencias previas, ciento veintiún volúmenes de piezas separadas y doscientos diecisiete tomos de anexos documentales para instruir el caso. Comparecieron a declarar más de trescientos cincuenta testigos y la sentencia necesitó cuatrocientos treinta y cuatro folios. El proceso duró nueve años y Mario Conde fue condenado a veinte años de prisión.
Felipe González y el Gobierno socialista se enfrentaban a una segunda huelga general, convocada por las centrales sindicales mayoritarias en contra de la reforma laboral en marcha, con un paro registrado en febrero de 1994, de 3,7 millones de desempleados. Luis Roldán, el ex director general de la Guardia Civil y uno de los mayores sinvergüenzas convictos y confesos de este país, se fugaba antes de comparecer en el juzgado para declarar; aunque poco después fue neutralizado en Laos. Y ETA asesinaba de un tiro en la nuca a Gregorio Ordóñez, presidente del Partido Popular de Guipúzcoa. También lo intentó con José María Aznar por medio de una potente bomba que no pudo con el blindaje de su coche.
¡Menos mal! Por fin, una buena noticia que nos daba un respiro a los sufridos españoles: el 18 de marzo de 1995 la infanta doña Elena de Borbón se casaba en Sevilla con don Jaime de Marichalar. Además, España se hacía cargo por segunda vez de la Presidencia de la Unión Europea, durante el segundo semestre de 1995, cerrándose el ciclo con el acuerdo de los Quince en Madrid, y por unanimidad, del nacimiento del euro como moneda única.
Al mismo tiempo, la OTAN elegía a Javier Solana como secretario general de la Alianza. Solana dejaba su cargo en el Gobierno, en el que se había mantenido desde 1982. Era el último baluarte que le quedaba a González de su vieja guardia y ahora daba el salto a la política internacional. Su nombramiento fue muy controvertido, teniendo en cuenta que en la década anterior pasó por ser uno de los más firmes detractores de la Alianza Atlántica firmando el documento de su autoría: «50 razones para decir NO a la OTAN».
No puedo resistir la tentación de hacer una breve reseña dedicada al señor Solana, uno de nuestros políticos mundialmente más conocidos, de cuya valía diplomática e intelectual nadie duda. Pero el hombre, desnudo de sus innegables atributos políticos, le quitó la estufa a sus secretarias a raíz de una avería en el sistema de calefacción. Formaba parte de esa tribu que los funcionarios denominamos «grandes discapacitados», bautizados así porque tienen un serio problema de invidencia, además de ser sordos y mudos. Javier Solana era un discapacitado de alto standing, es decir, los demás no existíamos en su mundo, éramos invisibles. Nunca daba los buenos días, ni parecía que por sus oídos se introdujeran las palabras pronunciadas por los demás. Una de sus secretarias, Sofía, se rompió una pierna y caminaba por la oficina renqueando con una magnífica escayola y una muleta; jamás, en cinco semanas, su jefe advirtió ningún cambio en ella y nunca le preguntó por las causas de su minusvalía temporal. Con mucha sorna, le justificábamos diciendo que a lo mejor pensaba que su secretaria había nacido así. En fin, que no es oro todo lo que reluce, como dice el refrán.
Según me han dicho no hace mucho tiempo, el señor Solana, con la edad y la experiencia, ha ido ganando en calidad humana y ahora es un hombre amable y respetuoso con sus semejantes.
El PSOE estaba herido de muerte, la situación era cada día más insostenible y el momento político, de absoluta crispación. Unos a otros se acusaban de la responsabilidad de todo ello. La puntilla corrió a cargo del nacionalismo catalán. Pujol retiró su apoyo al Gobierno negándose a aprobar los Presupuestos Generales del Estado para 1996 y obligando a González a convocar elecciones anticipadas.
Pues ya estábamos los españoles otra vez delante de las urnas, el 3 de marzo de 1996, cuyo proceso tuvo un resultado histórico. Por primera vez en el periodo democrático ganaba unas elecciones el centro-derecha pero, para sorpresa general, el margen de la victoria del Partido Popular fue mínimo. Los ocho o diez puntos de ventaja que auguraban los sondeos se quedaron en menos de tres, lo que traducido a escaños proporcionaba un complicado mapa parlamentario, ya que los populares consiguieron ciento cincuenta y seis diputados, y los socialistas, ciento cuarenta y uno. De ahí la «amarga victoria» del ganador, frente a la «dulce derrota» del perdedor, conclusiones que se escuchaban en los análisis de aquellos días. Ningún observador auguraba a Aznar más de seis meses en La Moncloa. Para empezar, tuvieron que pasar dos de intensas negociaciones entre Pujol y el presidente electo hasta que se formó el primer Gobierno del Partido Popular, con fórmula idéntica a la del PSOE después de los comicios de 1993: Gobierno monocolor con apoyo parlamentario de nacionalistas catalanes y vascos.
A las once y media de la noche de aquel domingo electoral, Aznar aparecía por fin en el balcón de la sede de la calle Génova para celebrar la victoria. Junto a él, Ana Botella, su esposa, Francisco Álvarez-
Cascos, Rodrigo de Rato y Mariano Rajoy. De este modo se ponía fin a catorce años de hegemonía socialista y a la legislatura del «Váyase, señor González».
Para que no faltara de nada, ETA despidió la era González secuestrando a José Antonio Ortega Lara, funcionario de prisiones, y asesinando a Fernando Múgica, dirigente histórico del Partido Socialista de Euskadi, muy cercano al presidente saliente, y a Francisco Tomás y Valiente, catedrático de Historia del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid e insigne miembro de la comunidad educativa y humanística de España. Todo en el mismo mes, febrero de 1996. Todas las buenas gentes de España salieron a la calle con las manos pintadas de blanco.
Tal vez el cansancio acumulado que implicó tan larga e intensa andadura al frente del Gobierno, o tal vez el desencanto del hombre que se sentía traicionado por algunos de los suyos, o el desgaste que proporciona estar en el punto de mira de una campaña de acoso y derribo despiadada; todo esto sumado y aderezado con la frustración de la incomprensión y la retirada de la confianza de los ciudadanos, hizo que Felipe González durante las últimas semanas pareciera triste, pero aliviado, como aligerado de una pesada carga. Más solitario de lo habitual, se entretenía con sus bonsáis mientras preparaba su partida y ponía en marcha la casa que estrenaría en Somosaguas. Muy pocos le acompañaban en aquellos días: su jefe de Gabinete, José Enrique Serrano, hombre fiel y leal donde los haya, que llevó personalmente el traspaso de poderes correspondiente a la Presidencia del Gobierno propiamente dicha; Alfredo Pérez Rubalcaba, que junto con Francisco Álvarez-Cascos se ocuparon de los demás asuntos con fluida comunicación, y Rosa Conde, que se mantuvo junto al hombre, ejerciendo el papel de apoyo con connotaciones femeninas que venía desempeñando desde hacía tiempo. No cabía duda de que entre ambos siempre hubo una atracción especial que trascendía lo puramente profesional. En un momento dado, el despacho de Rosa Conde, que estaba siendo sometido a una pequeña reforma, se hizo inhabitable y el presidente le prestó temporalmente el suyo, mientras él se instalaba en el Palacio. La visitaba con frecuencia en la tranquilidad del edificio y, eventualmente, echaban el pestillo de la puerta.
Por lo demás, todo transcurrió con la normalidad requerida por la alternancia democrática en el poder, a la que los españoles nos empezábamos a acostumbrar. Los González cumplieron impecablemente hasta el final e invitaron a los Aznar a almorzar en su casa con el fin de que fueran conociendo las dependencias que, como familia, iban a ocupar, además de presentarles al personal de servicio y comentarles las cuestiones domésticas que debían conocer. Más o menos como cuando un matrimonio vende su piso a otro y, una vez materializada la operación, la pareja saliente pone al corriente a la entrante de algunos temas secundarios que deben conocer.
Todo el papel acumulado durante tantos años dio como resultado la destrucción de gran parte de los archivos, salvo los documentos históricos, y los que, por su naturaleza especialmente significativa, se conservan en el Archivo General. El resto se destruye en hornos crematorios, bajo la vigilancia del personal de la Secretaría del presidente. Como es obvio, la parte de documentación privada se traslada con el presidente saliente hasta que este decide su nueva ubicación.
Luis María Ansón dijo en cierta ocasión: «A Felipe, González se le echó del poder literalmente». Después de que, contra todo pronóstico, el PSOE ganara las elecciones generales de 1993 por un millón de votos, un grupo de periodistas decide que hay que utilizar todos los medios para acabar con la hegemonía de González. Si hubiera ganado de nuevo, con la bonanza económica no habría habido quien lo echase hasta 2004, y los españoles no podíamos permitirnos salir de cuarenta años de Franco para entrar en treinta de González.
Para Ansón, «la capacidad de comunicación, la fuerza política, la habilidad extraordinaria que tenía, hizo pensar a muchas personas que había que hacer algo para que su etapa concluyera». Pero los ataques, furibundos entre 1992 y 1993, no acabaron con él, así que había que elevar el listón y hurgar en el oscuro mundo de las irregularidades y la corrupción.
Un grupo de periodistas que se hicieron llamar Plataforma de Defensa del Derecho a la Información de los Ciudadanos y de la que formaban parte los directores de los principales medios de comunicación españoles conservadores se reunían periódicamente para planear la estrategia que erosionara al Gobierno y acabara con su presidente. Hubo momentos en los que el acoso fue de tal magnitud que el propio González denunció «la socavación de la estabilidad del propio Estado». Hablamos de una operación que se escudó en el mejor servicio a España y al sistema democrático y, llegados a este punto, cabe preguntarse: ¿Esto no trae oscuros recuerdos de otros tiempos en los que las maniobras de presión asfixiante acabaron forzando la dimisión de Adolfo Suárez? ¿Qué habría pasado si González hubiera conseguido de nuevo el respaldo de la mayoría de los españoles? Pues poco faltó, menos de trescientos mil votos, y ahora me cuestiono qué camino habría tomado la derecha española para torcer las cosas...
El Partido Popular tomó nota del poder de los medios de comunicación y de la necesidad de mantenerlos bajo control.
Felipe González se despidió de sus votantes la noche electoral con un «hemos sido dulcemente derrotados, pero volveremos», y de todos nosotros, con la tranquilidad del deber cumplido y el agradecimiento pintado en la cara. En el XXXIV Congreso de su partido, en junio de 1997, dimitió por sorpresa y fue sustituido por Joaquín Almunia. Conservó su acta de diputado por Madrid hasta el 2000, presentándose después por la circunscripción de Sevilla. Posteriormente, acabó renunciando a participar en posteriores comicios.
El 26 de julio de 2007 se anunció su nombramiento como embajador plenipotenciario y extraordinario para la celebración del bicentenario de la independencia de América, actos que comienzan en México en 2010. El 14 de diciembre del mismo año, los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea, reunidos en Bruselas, designaron a González como presidente del Grupo de Reflexión sobre el futuro de Europa, formado por nueve personalidades de reconocido prestigio político y académico. Su misión es la de presentar un informe al acabar la Presidencia española, en junio de 2010, sobre el rumbo y objetivos de la Unión en el horizonte de 2020 a 2030, aludiendo a las cuestiones a las que deberá enfrentarse Europa en las próximas décadas en lo referente a su modelo económico y social, el Estado de Derecho, el medio ambiente, la estabilidad global, la inmigración, la energía y el cambio climático, el crimen organizado y el terrorismo. Para el ejercicio de estas actividades, en la primavera de 2008, trasladó su despacho al Palacio de Viana, propiedad del ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación.