En segundo lugar, la reforma de la Ley Electoral, que se declara como una de las normas más injustas de nuestro sistema jurídico. Cada vez que se materializa la convocatoria de unos comicios, se alzan las voces que denuncian la arbitraria proporcionalidad del sistema electoral que rige en España. Tal y como está actualmente redactada, la ley alimenta el bipartidismo, favorece a los grandes partidos y a las formaciones nacionalistas y penaliza a los grupos pequeños que deben multiplicar por cuatro el número de votos para lograr escaños en algunas provincias.
Todas las iniciativas que se han puesto en marcha hasta ahora para efectuar algún cambio han sido infructuosas, porque tanto socialistas como populares se escudan en que una reforma de este calibre, que conllevaría, además, modificaciones constitucionales, sería impensable sin un amplio consenso. Pero no hay que olvidar que no solo es injusto, sino peligroso convertir a los periféricos en árbitros de la formación de los Gobiernos, como la experiencia ha demostrado reiteradamente. El principio democrático por excelencia, y que en absoluto puede obviarse, es que el voto de todos los ciudadanos tiene el mismo valor y no pueden seguir siendo admisibles las actuales distorsiones de un sistema que se muestra incompetente para llevar al Parlamento la voluntad de los ciudadanos.
El primer sistema electoral que entró en vigor en España se aprobó con prisa y por decreto pensando en las inminentes elecciones de 1977, pero con la idea de una reforma futura. La entrada en vigor de la Constitución, un año después, así como la aprobación de la Ley Orgánica de Régimen Electoral General de 1985, plasmando prácticamente íntegro el texto con sus virtudes y defectos, afianzaron los errores de un sistema que las tímidas reformas ulteriores no lograron modificar en esencia. Sin ninguna duda, este problema precisa de una solución acorde con la equidad y la ecuanimidad que requiere la estructura en la que descansa la soberanía popular.
El tercer problema, mucho más complejo que los anteriores, es el terrorismo y su vil amenaza sobre una ciudadanía a la que el Estado se manifiesta incapaz de proteger y cuyo saldo de destrucción y muerte va más allá de lo que un pueblo puede soportar. No digo nada nuevo al afirmar que la lucha contra el terrorismo ha sido una de las prioridades de todos los Gobiernos de la democracia, aunque la forma de abordar la haya tenido etapas distintas en función de la propia actividad terrorista y de la determinación del Gobierno de turno para poner en marcha líneas de acción de mayor o menor dureza frente a la banda terrorista y el entorno político que la sustenta. Todas las estrategias han perseguido siempre el mismo objetivo: la desaparición de ETA. Y la neutralización de la banda se ha buscado siempre mediante la combinación de decisiones de carácter político, medidas de ámbito judicial y policial, y la cooperación internacional. Pero no hay que negar ni tampoco olvidar la existencia de contactos y acercamientos entre representantes del Gobierno y de la banda terrorista, a los que han recurrido todos los Ejecutivos desde UCD, pasando por PSOE y PP. Por otra parte, en ningún caso consiguieron el fin perseguido. ¿Y por qué? Lo sintetizaremos en una sola frase. La premisa que articula ETA para resolver el conflicto, siempre la misma, no puede tener contrapartida posible: «El abandono de la lucha armada a cambio de la autodeterminación de Euskal Herria», considerándose el «alto el fuego» una concesión para facilitar el proceso de acuerdo. A partir de este razonamiento, está claro que no es posible ofrecer la soberanía requerida, debido a las limitaciones que imponen el Estado de Derecho y la Constitución. Por tanto, nunca se conseguirá el fin dialogado porque falla el intercambio, salvo que la negociación se circunscriba al abandono de las armas y a las posibles medidas de gracia que favorezcan su final, como consecuencia de la rendición de la banda. Es evidente que la renuncia voluntaria por parte de ETA a conseguir los objetivos por los que lleva luchando cincuenta años es más que improbable, de lo que se deduce la imposibilidad de llegar a un acuerdo.
La solución no parece fácil, ya que tampoco la lucha legal-policial contra los violentos, a pesar de sus éxitos indiscutibles, se ha mostrado determinante, porque la cantera de la que se abastece el terrorismo es consustancial a una buena parte de la sociedad vasca, que siente suyas las reivindicaciones nacionalistas radicales.
En cualquier caso, ojalá más pronto que tarde el pueblo español y sus dirigentes encuentren la fórmula que acabe con esta lacra que atenta directamente contra el progreso de un país y que es un claro obstáculo en el posicionamiento de España como un Estado pleno en su desarrollo, más allá de sus indicadores económicos y sociales.
Otro tipo de problemas son los que se derivan de la corrupción política, tan al uso en nuestros días. Cuando esta salta a la primera página de la prensa de forma continua, una de sus consecuencias es que la clase política en sí misma se convierte en un problema. Al hilo del razonamiento, cuando esto ocurre, la principal preocupación de los representantes políticos no es limpiar su imagen, sino ensuciar la de sus adversarios electorales, es decir, la estrategia del ventilador, desparramando la porquería en todas direcciones.
El mensaje que alerta de un caso de corrupción, o sea, presunto enriquecimiento ilícito mediante la utilización de cargos y fondos públicos, llega a la población a través de los medios de comunicación, pero en la mayoría de los casos los ciudadanos lo perciben como acontecimientos ajenos a ellos, a su vida cotidiana. Esta baja percepción de las consecuencias directas de la corrupción es uno de los factores que hace que el voto apenas se mueva, al menos a corto plazo. Por tanto, si los partidos políticos no sufren los efectos negativos del problema, está claro que el que finalmente paga cara la corrupción es el ciudadano, que ve cómo una parte de sus impuestos se evapora por agujeros diversos en detrimento de una mejora de los servicios públicos y, en definitiva, de la calidad de vida. Y los ciudadanos, cuando finalmente llegan al hastío, deciden «no votar» en las elecciones como rechazo a la clase política.
El planteamiento debe ser cristalino: la corrupción daña lo más vulnerable y esencial para el desarrollo social, económico y político de un país, como es la confianza en las instituciones y en los representantes públicos, tanto en una dimensión interna como en nuestra imagen exterior que se ve erosionada gravemente.
La estrategia debe perseguir la deslegitimación de tales prácticas. Tolerancia cero con los corruptos. Deshacerse sin vacilaciones de las manzanas podridas y encabezar, desde los propios partidos, las acciones judiciales a que hubiere lugar, de forma que la responsabilidad política y la penal caminen a la par, y no reducir aquella a esta en una maniobra para retrasar la toma de decisiones, lo que resulta demoledor para la salud del sistema democrático.
Otros problemas pendientes de resolver por la constante falta de consenso son los relacionados con una eventual reforma de la Constitución, que afectaría a la sucesión de la Corona, la denominación de las diecisiete Comunidades Autónomas, una reforma del Senado que profundice en su carácter de cámara territorial y una eventual y clara referencia a la Constitución europea.
El cambio que tiene que ver con la supresión de la prevalencia del varón en la sucesión al trono, medida que por supuesto no afectaría a los actuales derechos del príncipe Felipe, y el apartado que define nuestra relación con Europa, no presentan mayores problemas. Las dificultades aparecen en cuanto se mencionan asuntos relacionados con el articulado del espinoso Título VIII de nuestra Carta Magna, que regula la organización territorial de España y cuya sola mención es condición suficiente para que se levanten en alto las espadas.
No es quizá el momento de buscar, en este sentido, otras fórmulas de convivencia que nos permitan mirar de una vez por todas hacia un horizonte más amplio, encontrar un modelo más moderno y acertado para disipar tensiones y eliminar para siempre la autodeterminación como recurrente espada de Damocles de nacionalismos exacerbados. Pero lo que es cierto, sin discusión, es que nuestro modelo autonómico data de 1978, cuando España era un país completamente diferente al de hoy, que se debatía entre lo militar y lo espiritual y la revolución tecnológica estaba por llegar. ¿Por qué da tanto miedo la reflexión? A lo mejor, la España que diseñaron aquellos ya no es adecuada para nosotros.
Si dirigimos la mirada hacia el exterior, tal vez no nos guste demasiado lo que vemos. El fin de la guerra fría y la caída del Telón de Acero alejaron el peligro de una conflagración mundial y extendieron la democracia, pero trajeron la proliferación de conflictos bélicos localizados en muchos puntos del globo, incluida la propia Europa. Además, la superación del concepto mismo de frontera no ha eliminado los nacionalismos, las limpiezas étnicas y los movimientos xenófobos frente a los flujos migratorios masivos. El resultado es un mundo más abierto, más interdependiente, pero también más inestable y necesitado de continuos esfuerzos para mantener la paz.
Las diferencias que separan el primer mundo del tercero no se estrechan, sino que se agudizan hasta el límite de la hambruna, las pandemias y la extinción del planeta de poblaciones enteras. ¿Hasta cuándo podrá soportar la humanidad la cifra de un niño muerto cada tres segundos por falta de alimentos? No es posible la respuesta mientras nos consumimos en una crisis económica, resultado de la falta de acuerdo global sobre una ética social y laboral que nos permita convivir con equilibrio y sin que el nivel de confort y progreso de unos se sustente sobre el sacrificio agónico de otros.
Está claro, el modelo no sirve. El capitalismo voraz y el liberalismo feroz han destapado su ineficacia como en su día pasó con el comunismo. Ahora se habla de un tiempo nuevo, de «refundar el capitalismo» y del multilateralismo como nueva fórmula para afrontar el nuevo milenio. Ignoro cuál es la solución y si esta vendrá de la mano del liberalismo, del capitalismo, de la izquierda, de la derecha o de la religión. Lo que sí sé con certeza es que el mundo se encuentra en una difícil encrucijada y ha de decidir qué camino escoger para recuperar el sentido social, democrático y justo que ha de regir el nuevo orden mundial.
En esta disyuntiva, España no puede perder la oportunidad de redefinir el papel que ha de jugar en el futuro y posicionarse inequívocamente al lado de la justicia universal y los derechos humanos.
De puertas para adentro, parece estar de moda la «italianización» de la vida política, pero no conviene olvidar que la crispación suele ser precursora de la decadencia futura. Asombra que, pasados treinta años de democracia, los acuerdos sean imposibles en materias fundamentales que deberían permanecer al margen de cualquier debate partidista y babeliano, cuando en sus líneas básicas coinciden votantes del PSOE y del PP. La falta de diálogo y la intolerancia previa impiden el debate necesario para consensuar asuntos que, por su importancia para el futuro de España, deberían trascender los cuatrienios de las legislaturas.
Tal vez en este punto radican la desconfianza de los ciudadanos y la inercia electoral que hace que ningún proyecto o programa despierte nuestras dormidas conciencias y nos devuelva el entusiasmo que un día los españoles enarbolamos y que nos alzó con el triunfo de una Transición política ejemplar.
Nuestra decidida apuesta, dirigida con acierto y altura de miras por una clase política para la que España era su prioridad indiscutible, nos puso en el lugar que hoy ocupamos. Estoy segura de que la misma estrategia funcionaría para afrontar los retos de la España de hoy, comprobado como está que la mayoría de los ciudadanos coinciden, en lo fundamental, en su visión institucional, política, económica y social del país. Puede que en la raíz de este razonamiento se encuentre la clave de la perplejidad que ahora experimentamos los que hemos vivido otros tiempos, o quizá se deba, como los psicólogos sabemos, a que los acontecimientos que vivimos alrededor de los veinticinco años son los que se fijan en nuestro cerebro como los más importantes de nuestra vida. Tal vez por eso quedan tantos nostálgicos de la Transición entre nosotros.
Sin perder la perspectiva y recuperando el protagonismo que confiere este trabajo a la Presidencia del Gobierno como institución, me parece interesante reseñar algunas peculiaridades, quizá desconocidas para la mayoría de los ciudadanos y que dan idea de la preocupación de la clase política por dar un tratamiento digno a sus presidentes de Gobierno cuando dejan de serlo.
El estatuto de los ex presidentes, que se aprobó por Real Decreto en 1992, y su posterior modificación de 2008, no contó con especial oposición y establece las prerrogativas protocolarias y las condiciones presupuestarias de que gozarán los presidentes del Gobierno a partir del momento de su cese. Entre otras, se establecen los puestos de trabajo sufragados por el Estado a que tendrán derecho, la dotación presupuestaria para gastos de oficina o alquiler de inmuebles relacionados con su actividad posterior, un automóvil con conductor oficial, así como el personal de seguridad que determine el Ministerio del Interior.
Igualmente, la norma establece los términos de su pensión y la que, por motivos de fallecimiento, causaren en favor de sus familiares. En la última modificación y tras la muerte del ex presidente Calvo-Sotelo, se estableció la aplicación de todos los extremos arriba detallados en favor del cónyuge o persona unida por análoga relación de afectividad, tras el fallecimiento.
En 2005 y después de la entrada en vigor de la Ley Orgánica que regula el Consejo de Estado, el alto órgano consultivo abre sus puertas a los ex presidentes del Gobierno, de tal manera que podrán incorporarse a la institución con categoría de consejeros vitalicios, cuyo estatuto personal y económico será el correspondiente a los consejeros permanentes, sin perjuicio del que les corresponde como ex presidentes.
Estamos llegando al final del recorrido y como la Historia nunca marcha hacia atrás, doy por andado el camino que nunca volveré a pisar.
Y regreso al paseo de los plátanos y camino entre los chopos y las araucarias que he visto crecer y ellos a mí envejecer. Y contemplo con los ojos del alma este Palacio, en cuyas estancias se alojaron personajes como el dictador iraquí Sadam Hussein, el negus de Etiopía, Haile Selassie, o el rey de los persas, Mohamed Reza Pahlevi. De la belleza de estos jardines y del rumor de sus fuentes disfrutaron, entre otros, el poeta Antonio Machado o el presidente de la Segunda República, Manuel Azaña, mientras admiraban la Casa de Campo, cuya vista desde aquí es magnífica.