Los refugios de piedra (61 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los refugios de piedra
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Hablaron de nuevo acerca de la Reunión de Verano y de cuándo se pondrían en marcha. La Zelandoni dijo que todavía les quedaba tiempo para celebrar una pequeña ceremonia de aceptación de Ayla en la Novena Caverna, para convertirla oficialmente en zelandonii.

En ese momento alguien llamó con insistencia en el panel contiguo a la entrada, pero antes de que nadie atendiese, entró una niña, muy alterada, y corrió hacia la Zelandoni. Ayla calculó que tenía unos diez años, pero le sorprendió que llevara una ropa tan rota y sucia.

–¡Zelandoni, me han dicho que estabas aquí! –exclamó la niña–. No consigo que Bologan se levante.

–¿Está enfermo? ¿Ha tenido algún accidente? –preguntó la Zelandoni.

–No lo sé.

–Ayla, ¿por qué no me acompañas? Es la hija de Tremeda, Lanoga. Bologan es su hermano mayor –explicó la Zelandoni.

–¿Tremeda no es la compañera de Laramar? –preguntó Ayla.

–Sí –contestó la Zelandoni.

Las dos mujeres salieron a toda prisa.

Capítulo 19

Cuando se aproximaban a la vivienda de Tremeda y Laramar, Ayla se dio cuenta de que había pasado varias veces por delante sin fijarse. El refugio de piedra de la gente de Jondalar era tan grande, albergaba a tal número de personas, y habían pasado tantas cosas desde su llegada, que no había podido asimilarlo todo. Quizá entre tanta gente siempre pasaba lo mismo, pero ella tardaría un tiempo en acostumbrarse.

La morada se hallaba en el extremo más alejado del área de viviendas, apartada de las de sus vecinos y más aún de la zona de trabajo de la caverna. La estructura en sí no era muy grande, pero la familia se había adueñado de una considerable porción del área circundante por el sistema de dispersar sus pertenencias, si bien resultaba difícil discernir qué eran enseres y qué desperdicios. A cierta distancia de la morada se encontraba el espacio que Laramar se había adjudicado para preparar su bebida fermentada, que cambiaba de sabor según los ingredientes que usaba.

–¿Dónde está Bologan, Lanoga? –preguntó la Zelandoni.

–Dentro –contestó la niña–. No se mueve.

–¿Dónde está tu madre? –inquirió la donier.

–No lo sé.

Al apartar la cortina de la entrada, las golpeó un hedor insoportable. Aparte del resplandor de un candil, no había más claridad que la del sol procedente del exterior del refugio, reflejada en la piedra de la cara inferior del saliente de roca. Pero dentro estaba a oscuras.

–¿Hay más candiles, Lanoga? –preguntó la Zelandoni.

–Sí, pero aceite no –respondió la niña.

–Por ahora podemos dejar la cortina abierta –dijo la donier–. El niño está aquí mismo, al lado de la entrada, en medio del paso.

Ayla encontró el lazo de la cortina y la sujetó a la estaca. Al echar un vistazo al interior, quedó atónita por la suciedad. El suelo no estaba revestido de losas, y en algunos puntos se había formado barro a causa de algún líquido derramado. A juzgar por el mal olor, Ayla pensó que podía tratarse de orina. Daba la impresión de que todo el mobiliario de la casa estuviera tirado por tierra: esteras y cestas rotas, almohadones con el relleno parcialmente salido, montones de pieles y tejidos de lana que debían de haber sido ropa…

Había huesos con restos de carne esparcidos por todas partes. Las moscas volaban sobre la comida abandonada y en estado de descomposición, que a saber cuánto tiempo hacía que estaba en aquellos platos hechos con planchas de madera tan toscas que incluso tenían astillas. Ayla vio un nido de ratas junto a la entrada que contenía unas cuantas crías recién nacidas, rojizas y sin piel, con los ojos todavía cerrados.

Justo al lado de la entrada, tirado en el suelo, había un niño desnutrido. «Debe de tener unos doce años», pensó. Por el cinturón se sabía que estaba llegando a la edad adulta, pero aún era más niño que hombre. Era evidente lo que había ocurrido. Bologan presentaba heridas y contusiones y tenía la cabeza manchada de sangre seca.

–Se ha peleado –dijo la Zelandoni–. Y alguien lo ha arrastrado hasta casa y lo ha dejado aquí.

Ayla se inclinó para examinarlo. Le palpó el cuello para tomarle el pulso y notó más sangre; luego acercó la mejilla a su boca. No sólo notó su aliento sino que también lo olió.

–Aún respira –dijo a la Zelandoni–, pero está malherido y su pulso es débil. Tiene una herida en la cabeza y ha perdido mucha sangre, pero no se advierte ninguna fractura de cráneo. Alguien debe de haberle pegado, o él se ha golpeado contra algo duro. Por eso no puede despertar, pero, además, huele a barma.

–No sé si conviene moverlo –comentó la Zelandoni–, pero aquí no lo puedo atender.

La niña se dirigió hacia la entrada con un bebé aletargado de unos seis meses en brazos, que parecía que no lo hubiesen lavado desde el día en que nació. Agarrado a su pierna, llevaba a otro niño de muy corta edad con mocos cayéndole de la nariz. A Ayla le pareció ver a otro niño detrás, pero no estaba segura. «Se diría que ella es la madre en lugar de la hermana», pensó.

–¿Está bien Bologan? –preguntó Lanoga, preocupada.

–Aún vive, pero está herido. Has hecho bien en venir a avisarme –dijo la donier. Movió la cabeza en un gesto de exasperación y rabia por el comportamiento de Tremeda y Laramar–. He de atenderlo en mi casa.

Normalmente sólo las enfermedades muy graves se atendían en la morada de la donier. En una caverna tan grande como la Novena no había sitio suficiente para que todos los enfermos pudieran trasladarse allí al mismo tiempo. Una persona con las heridas de Bologan, por graves que fuesen, generalmente tendría que haber sido atendida en su propia casa, y la Zelandoni habría pasado a aplicarle el tratamiento. Pero en aquella vivienda no había nadie para ocuparse del niño, y ella no podía tolerar la idea de tener que volver a entrar allí y menos aún quedarse un rato.

–¿Sabes dónde está tu madre, Lanoga?

–No.

La Zelandoni pensó que debía plantear la cuestión de otra forma:

–¿Adónde ha ido?

–Ha ido al entierro –contestó Lanoga.

–¿Y quién cuida de los niños?

–Yo.

–Pero tú no puedes alimentar a este bebé –dijo Ayla, atónita–. No puedes amamantarlo.

–Sí puedo alimentarlo –corrigió Lanoga a la defensiva–. Ya come. Mi madre perdió la leche.

–Eso quiere decir que Tremeda volverá a tener un hijo en menos de un año –comentó la Zelandoni en voz baja.

–Sé que los bebés pueden comer si es necesario –dijo Ayla, comprensiva, recordando un momento doloroso–. ¿Qué le das, Lanoga?

–Raíces hervidas y chafadas –contestó la niña.

–Ayla, ¿quieres ir a explicar a Joharran lo ocurrido y pedirle que venga con algo para trasladar a Bologan a mi morada? Y con alguien para ayudar a moverlo –preguntó la Zelandoni.

–Enseguida. No tardaré –respondió Ayla apresurándose a salir.

Era ya tarde cuando Ayla dejó la morada de la Zelandoni y corrió hacia la vivienda del jefe. Había estado ayudando a la curandera de la Novena Caverna, e iba a comunicarle a Joharran que Bologan había despertado y parecía hablar con coherencia.

Jondalar estaba esperando. Antes de salir, Proleva le dijo:

–¿Quieres comer algo? Te has pasado toda la tarde con la Zelandoni.

Ayla movió la cabeza en un gesto de negación y se dispuso a marcharse. Abrió la boca para disculparse, pero Proleva añadió al instante:

–¿O una infusión? Ya la tengo preparada. Es de manzanilla, espliego y flores de tilo.

–De acuerdo, un vaso; pero he de irme pronto –respondió. Mientras cogía la infusión se preguntó si la Zelandoni le habría sugerido esa mezcla de hierbas o si la propia Proleva sabía que era una buena bebida para mujeres embarazadas. Era inocua, pero tenía un suave efecto calmante.

Tomó un sorbo de la infusión caliente y lo saboreó. Tenía buen gusto y era saludable para todo el mundo, no sólo para las mujeres encintas.

–¿Cómo se encuentra Bologan? –preguntó la compañera del jefe de la caverna sentándose junto a Ayla con su propio vaso.

–Creo que se recuperará. Ha recibido un fuerte golpe en la cabeza y ha perdido mucha sangre. Me preocupaba que tuviese una fractura, pero las heridas en la cabeza siempre sangran mucho. Lo hemos lavado bien y no hemos encontrado ninguna señal de fractura, pero sí tiene un buen chichón y otras heridas. Necesita descansar y que alguien cuide de él. Por lo visto se había peleado y había bebido barma.

–De eso quería hablarle a Joharran –comentó Proleva.

–Pero ahora lo que más me preocupa es el bebé –dijo Ayla–. Necesita que lo amamanten. Creo que las otras madres en período de lactancia podrían darle un poco de leche. Las mujeres del clan lo hicieron cuando… –dudó por un instante– a una mujer se le retiró la leche. Había estado ocupándose de su madre y lloró demasiado cuando ésta murió. –Ayla decidió no mencionar que era ella la mujer que había perdido la leche; aún no había dicho a nadie que había tenido un hijo cuando vivía con el clan–. Le he preguntado a Lanoga qué le daba y me ha dicho que raíces chafadas. Sé que los bebés pueden comer, pero de todos modos necesitan leche. Si no, no crecerá bien.

–Tienes razón, los bebés necesitan leche. Me parece que nadie ha prestado la debida atención a Tremeda y a su familia. Sabemos que no atiende como debe a los niños, pero son suyos y a la gente no le gusta entrometerse en la vida de los demás. Cuesta decidir qué puede hacerse, y es más fácil ignorar la situación. Ni siquiera sabía que se le hubiese retirado la leche –dijo Proleva.

–¿Por qué no se queja Laramar? –preguntó Ayla.

–No creo que se haya dado cuenta. No hace el menor caso a los niños, salvo a Bologan de vez en cuando. No creo que sepa siquiera cuántos tiene. Sólo va allí a comer y dormir, y a veces ni eso. Cuando Laramar y Tremeda están juntos, no paran de discutir. A veces se enzarzan en grandes peleas y ella acaba recibiendo.

–¿Por qué se queda con él? –preguntó Ayla–. Podría dejarlo si quisiera, ¿no?

–¿Y adónde iría? Su madre ha muerto, y no tenía compañero, o sea que no había ningún hombre en su hogar. Tremeda tenía un hermano mayor, pero se marchó cuando ella era aún pequeña, primero a otra caverna y después más lejos. Nadie ha vuelto a saber de él desde hace años –explicó Proleva.

–¿No podría encontrar a otro hombre? –preguntó Ayla.

–¿Y quién la querría? Es cierto que siempre encuentra a un hombre que honre a Doni con ella en la Fiesta de la Madre, normalmente alguien que ha bebido demasiada barma o ha comido muchas setas o vete a saber qué, pero no es una mujer muy valorada. Y tiene seis hijos que necesitan atenciones.

–¿Seis hijos? –repitió Ayla–. Yo he visto a cuatro o quizá cinco. ¿Cuántos años tienen?

–Bologan es el mayor, y tiene doce años –contestó Proleva.

–Eso me parecía –dijo Ayla.

–Lanoga tiene diez –prosiguió la mujer del jefe de la caverna–. Luego vienen uno de ocho, uno de seis, uno de dos y la pequeña. Ésta sólo tiene unas cuantas lunas, quizá medio año. Tremeda tuvo otro que ahora contaría cuatro años, pero murió.

–Temo que ésta pueda morir también. La he examinado, y su salud no es buena. Ya sé que dijiste que la comida se compartía, pero ¿qué pasa con los bebés que necesitan leche? ¿Están dispuestas a compartir su leche las mujeres zelandonii?

–Si no se tratara de Tremeda, te diría que sí sin dudarlo –contestó Proleva.

–Esta criatura no es Tremeda –precisó Ayla–. No es más que una niña desamparada. Si yo hubiese dado ya a luz a mi hijo, no dudaría ni un solo instante en ofrecerle mi leche, pero cuando nazca, es posible que ella ya esté muerta. Incluso cuando haya nacido el tuyo podría ser ya demasiado tarde.

Proleva inclinó la cabeza y, sorprendida, sonrió.

–¿Cómo lo has sabido? No se lo había dicho a nadie.

Esta vez fue Ayla la sorprendida. No pretendía hacer suposiciones. Era una prerrogativa de la madre anunciar que esperaba un niño.

–Soy curandera –dijo–. He ayudado a algunas mujeres a parir y conozco los síntomas del embarazo. No quería hablar hasta que lo hicieses tú. Pero sufro por la niña de Tremeda.

–Ya lo sé. No te preocupes, Ayla. Igualmente pensaba decírselo a todo el mundo –aseguró Proleva–, pero no sabía que también tú esperases un niño. Eso quiere decir que nuestros hijos nacerán con poco tiempo de diferencia. Me alegro. –Guardó silencio un momento y, después de reflexionar, añadió–: Te diré lo que podríamos hacer. Invitaré a venir a las mujeres con niños pequeños o a punto de dar a luz. Son las únicas cuya leche aún no se ha ajustado a las necesidades de sus bebés, y todavía tienen de sobra. Entre las dos podremos convencerlas para que alimenten a la niña de Tremeda.

–Si lo hacen entre varias, no supondrá una carga para ninguna –dijo Ayla, y añadió frunciendo el entrecejo–: El problema es que la niña necesita algo más que leche. Necesita que la cuiden mejor. ¿Cómo puede haber dejado Tremeda a un bebé tanto tiempo con una niña que tiene sólo diez años? –comentó Ayla–. Por no hablar ya de los otros niños. Eso es demasiado esperar de una criatura tan pequeña.

–Seguramente la cuida mejor Lanoga que Tremeda.

–Pero eso no significa que una niña de su edad deba encargarse de algo así –insistió Ayla–. ¿Y Laramar, qué? ¿Por qué no ayuda un poco? Tremeda es su compañera, ¿no? Son los hijos de su hogar.

–Muchos de nosotros nos hemos hecho la misma pregunta –dijo Proleva–. No conocemos la respuesta. Mucha gente ha hablado con Laramar, incluidos Joharran y Marthona. No ha servido de nada. A él le trae sin cuidado lo que diga la gente. Sabe que, haga lo que haga, todo el mundo quiere su bebida. Y Tremeda es aún peor, a su manera. Está enferma a causa de la barma, tan a menudo que a duras penas se da cuenta de la situación en la que se encuentra. Ninguno de los dos se preocupa de los niños. No sé por qué la Gran Madre Tierra no deja de darles uno tras otro. Nadie sabe qué hacer. –Se percibía frustración y tristeza en la voz de la mujer alta y atractiva emparejada con el jefe de la caverna.

Ayla no sabía qué decir, sólo sabía que tenía que hacer algo.

–Bueno, una cosa sí podemos hacer. Podemos hablar con esas mujeres para que amamanten a la niña. Para empezar, ya es algo. –Guardó el vaso en la bolsa que llevaba colgada y se puso en pie–. Ahora sí que debo irme.

Cuando Ayla salió de la morada de Proleva no volvió directamente a la de la Zelandoni. Estaba preocupada por Lobo, y quería pasar antes por casa de Marthona. Cuando llegó estaba allí toda la familia, incluido Lobo. El animal se abalanzó sobre ella, tan contento de verla que Ayla casi cayó a tierra cuando el gran lobo levantó las patas delanteras y las plantó en sus hombros. Pero como ella lo había visto venir, logró mantener el equilibrio. Le permitió hacer su salutación canina a ella como jefa de la manada lamiéndole el cuello y rodeando su mandíbula suavemente con los dientes. Luego ella le agarró con delicadeza la piel de la cabeza con las dos manos y le mordió también con suavidad la mandíbula. Contempló aquellos ojos que la miraban con adoración, y frotó su cara contra la piel del animal. También ella se alegraba de verle.

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