Los refugios de piedra (87 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los refugios de piedra
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el oscuro vacío era para la Gran Madre una herida
.

La Madre sola se sentía. A nadie tenía
.

Su voz resonó en el lugar y de pronto alguien empezó a tocar la flauta. Ayla buscó con la mirada al intérprete. La música procedía de un joven a quien no conocía. Le sonaba vagamente su cara, pero sabía que no pertenecía a la Novena Caverna. Por su atuendo dedujo que era de la Tercera, y en el acto cayó en la cuenta de lo mucho que se parecía a Manvelar, el jefe de la Tercera Caverna. Intentó recordar si se lo habían presentado y acudió a su mente el nombre de Morizan. Estaba al lado de Ramila, la muchacha regordeta y bonita amiga de Folara. Debía de estar de visita en el campamento de la Novena y se había unido a la expedición.

Todos se habían sumado al Canto a la Madre y habían llegado a una parte especialmente profunda:

Cuando llegó la hora, manaron de Ella las aguas del parto
,

devolviendo la verde vida a un mundo seco como el esparto.

Y las lágrimas por su pérdida, profusamente derramadas
,

tornáronse arco iris y gotas de rocío, maravillas inusitadas
.

La Tierra recobró su verde encanto, pero no sin llanto
.

Partió en dos las rocas con un atronador rugido
,

y en sus profundidades, en el lugar más escondido
,

nuevamente se abrió la honda y gran cicatriz
,

y los Hijos de la Tierra surgieron de su matriz
.

La Madre sufría, pero más hijos nacían
.

Todos los hijos eran distintos, unos terrestres y otros voladores
,

unos grandes y otros pequeños, unos reptantes y otros nadadores.

Pero cada forma era perfecta, cada espíritu acabado
,

cada uno era un modelo digno de ser copiado
.

La Madre era afanosa. La Tierra cada vez más populosa
.

De pronto asaltó a Ayla una sensación que había tenido antes, pero no por mucho tiempo: una sensación de presagio. Desde la Reunión del Clan, cuando Creb descubrió de manera inexplicable que ella era distinta, había sentido ocasionalmente ese temor, esa extraña desorientación, como si él la hubiera cambiado. Sintió un hormigueo, un escozor, una náusea que le puso carne de gallina, y también una extrema debilidad. Se estremeció, y cobró realidad el recuerdo de una oscuridad más profunda que la de cualquier cueva. En el fondo de la garganta notó el sabor de la marga fría y de las setas de los antiguos bosques primitivos.

Un furioso rugido rompió el silencio, y las personas que observaban retrocedieron asustadas. El enorme oso cavernario embistió la puerta de la jaula y la echó abajo estrepitosamente. ¡El oso enloquecido andaba suelto! Broud estaba de pie sobre sus hombros; los otros se le colgaban de la piel. De pronto, uno cayó en las garras del monstruoso animal, pero su grito agónico se interrumpió cuando el oso, con su fuerte abrazo, le rompió la columna. Los mog-ures recogieron el cuerpo y, con solemne dignidad, lo llevaron al interior de una cueva. Creb, con la capa de piel de oso, iba al frente
.

Ayla miró los restos de un líquido blanco en un cuenco agrietado de madera. La invadió una repentina angustia; había hecho algo mal. No debería haber sobrado ni una sola gota de aquel líquido del cuenco. Se lo llevó a los labios y apuró el contenido. Su perspectiva cambió; se encendió una luz blanca en su interior, y fue como si creciera y mirara desde arriba las estrellas que iluminaban el camino. Las estrellas se convirtieron en puntos de luz trémulos y diminutos que alumbraban el pasadizo de una cueva larga e interminable. Entonces una luz roja al final se hizo más grande, llenando su visión, y con una sensación lúgubre y escalofriante vio a los mog-ures sentados en círculo, medio ocultos tras las columnas de estalagmitas
.

Se hundía en un negro abismo, paralizada de miedo. De repente Creb estaba allí, con la luz surgiendo de su interior, ayudándola, dándole apoyo, aplacando sus temores. La guio en un extraño viaje hacia sus mutuos orígenes, a través de aguas saladas y dolorosas bocanadas de aire, tierra margosa y altos árboles. De pronto estaban en tierra, caminando erguidos sobre sus piernas, recorriendo una gran distancia, hacia el este y hacia el gran mar de agua salada. Llegaron a una pared escarpada que daba a un río y a una llanura, con una profunda abertura bajo un largo saliente; era la caverna de un antiguo antepasado suyo. Pero cuando se acercaban a la caverna, Creb empezó a desvanecerse, dejándola sola
.

La escena se volvía brumosa. Creb desaparecía rápidamente, ya casi no estaba. Ella escrutó el paisaje, desesperada, buscándolo. Lo vio entonces en lo alto del precipicio, sobre la caverna de su antepasado, cerca de un gran peñasco, una columna de roca ligeramente aplanada que se inclinaba por encima del borde, como si estuviera inmovilizada y a la vez a punto de caer. Lo llamó, pero él ya se había fundido con la roca. Ayla se sintió desolada; Creb se había ido y estaba sola. Entonces apareció Jondalar
.

Sintió que se movía a gran velocidad por mundos desconocidos y la asaltó de nuevo el pavor al negro vacío, pero esta vez era distinto. Estaba con Mamut, y los dos se hallaban aterrorizados. De pronto, débilmente, a lo lejos, oyó la voz de Jondalar, llena de amor y miedo, llamándolos, haciéndolos volver, a los dos, con la fuerza pura de su amor. Al cabo de un instante ella había vuelto, notando un frío glacial en los huesos.

–Ayla, ¿te encuentras bien? –preguntó la Zelandoni–. Estás temblando.

Capítulo 27

–Estoy bien –contestó Ayla–. Es sólo que aquí dentro hace frío. Debería haber traído ropa de abrigo.

Lobo, que había estado explorando la cueva, había aparecido de pronto a su lado y se apretaba contra su pierna. Ayla bajó una mano y le tocó la cabeza. Luego se arrodilló y lo abrazó.

–Aquí hace frío, y como estás embarazada estás más sensible –dijo la Zelandoni, pero intuía que había algo más–. Te acuerdas de la reunión de mañana, ¿verdad?

–Sí, Marthona me lo ha dicho. Ella me acompañará, porque yo no puedo llevar a mi madre.

–¿Te parece bien que vaya ella? –preguntó la Zelandoni.

–¡Por supuesto! Me hizo mucha ilusión que se ofreciera. No quería ser la única mujer que fuese sin madre –contestó Ayla–. Al menos así iré con alguien que es como una madre.

La Primera asintió con la cabeza.

–Muy bien.

Los demás estaban recuperándose del impacto que suponía contemplar aquella cueva por primera vez y empezaban a explorarla. Ayla vio que Jondalar recorría toda la cámara con grandes zancadas y sonrió. Sabía que utilizaba algunas partes del cuerpo para medir, porque ya se lo había visto hacer otras veces. La anchura del puño era una medida; el largo de la mano, otra. Jondalar usaba la mano abierta para medir espacios, y a menudo medía las distancias con pasos empleando las palabras de contar. Por eso también ella había empezado a hacerlo. Jondalar levantó la antorcha para mirar en el interior de la galería del fondo, pero no entró.

Un grupo de personas lo observaba. Tormaden, jefe de la Decimonovena Caverna hablaba con Morizan, el joven de la Tercera. Eran los únicos que no pertenecían a la Novena Caverna. Willamar, Marthona y Folara estaban con Proleva y Joharran, y con los dos consejeros de éste y sus respectivas compañeras. Solaban, el del cabello oscuro, y su rubia compañera, Ramara, hablaban con Rushemar y Salova, que llevaba a la pequeña Marsola apoyada en la cadera. Ayla notó que no estaban ni Jaradal, hijo de Proleva, ni Robenan, hijo de Ramara, e imaginó que los dos niños, que jugaban juntos con frecuencia, habrían ido a hacer alguna actividad al campamento principal. Jonokol sonrió a Ayla cuando ella se le acercó con la Zelandoni y el lobo. Jondalar retrocedió y se unió a ellos.

–Diría que esta cámara tiene la altura de tres hombres hasta el techo –comentó–, y poco más o menos la misma anchura, unos seis pasos míos. De largo debe ser casi el triple, o un poco menos, quizá unos dieciséis pasos, pero yo tengo una zancada larga. La piedra más oscura de la parte baja de las paredes me llega por aquí –se llevó la mano a la altura de medio pecho–, que viene a equivaler a cinco pies como el mío uno tras otro.

Jondalar había calculado las distancias con bastante exactitud. Él medía dos metros, y el nacimiento de las paredes blancas, más o menos a la altura de medio pecho suyo, estaba a metro y medio aproximadamente del suelo. El techo tenía una altura de unos seis metros. La cámara debía de tener casi siete metros de ancho y más de dieciséis de largo. Vieron un poco de agua estancada en el centro. No era un espacio suficientemente grande para dar cabida a toda una Reunión de Verano, pero sí podría celebrarse en él la reunión de cualquier caverna, salvo de la Novena, y desde luego, sin duda, cabía toda la zelandonia.

Jonokol se situó en el centro de la sala y contempló las paredes y el techo con una sonrisa de fascinación. Estaba en su elemento, perdido en su imaginación. Sabía que aquellas preciosas paredes blancas escondían algo espectacular que ansiaba salir a la superficie. No tenía ninguna prisa. Lo que allí se hiciera debía ser perfecto. Tenía ya algunas ideas, pero primero era necesario consultarlas con la Primera, meditar con la zelandonia sobre el mejor modo de penetrar en aquellos espacios y encontrar la huella del otro mundo que había dejado la Madre. Era Ella quien debía comunicarle qué había allí.

–¿Exploramos ahora aquellos dos pasadizos o volvemos más tarde, Tormaden? –preguntó Joharran. Él deseaba continuar, pero sabía que debía acatar la voluntad del jefe en cuyo territorio se hallaba situada la cueva.

–Estoy seguro de que a algunos miembros de la Novena Caverna les gustaría ver la cueva, explorarla más a fondo. Nuestro Zelandoni no puede llevar a cabo tareas demasiado agotadoras, pero creo que su primera acólito debería participar. La marca de linaje de nuestro donier es una señal de lobo, y considerando que un lobo ha encontrado la cueva, ésta le interesará mucho –contestó Tormaden.

–Sí, la ha encontrado el lobo –dijo Joharran–, pero si Ayla no hubiera sentido la curiosidad de ver dónde se había metido el animal, aún no conoceríamos la existencia de esta cueva.

–Estoy segura de que el Zelandoni de la Decimonovena Caverna estaría interesado de todos modos, aunque Lobo no hubiera tenido que ver en el descubrimiento –dijo la Zelandoni–. Todos lo estamos, y toda la zelandonia lo estará. Ésta es una cueva única y sagrada. El otro mundo está muy cerca, seguro que todos lo percibís. La Decimonovena Caverna es muy afortunada de tenerla en su territorio, pero sospecho que eso quiere decir que tendréis que acoger a más zelandonia, y a otras personas que naturalmente querrán venir en peregrinación a este lugar espiritual –declaró la Primera. Estaba dejando claro que ninguna caverna podía reivindicar un sitio tan especial como propio por más que estuviera situado en su territorio. Aquella cueva pertenecía a todos los Hijos de la Tierra. La Decimonovena Caverna de los zelandonii simplemente la tenía en custodia para todos los demás.

–Creo que sería necesario explorarla más a fondo, pero no hay prisa –dijo Jonokol–. Ahora ya sabemos dónde está. No tenemos idea de qué puede haber ni cuál es la profundidad de la cueva, así que la exploración debería planificarse con cuidado. Aunque también podemos esperar a que alguien sienta la llamada de la cueva.

La Zelandoni movió ligeramente la cabeza, absorta. Advirtió que su primer acólito, quien siempre había deseado ser artista y no concedía demasiada importancia a ser Zelandoni, acababa de encontrar la razón de su vocación: quería aquella cueva. La cueva lo reclamaba. Quería conocerla, explorarla, sentir su llamada, y por encima de todo pintarla. Buscaría la manera de trasladarse a la Decimonovena Caverna para estar más cerca de ella; aún no sabía cómo, pero se esforzaría por conseguirlo, porque en adelante sus pensamientos y sus sueños incluirían invariablemente aquella cueva.

Otra idea acudió entonces a la mente de la Zelandoni. ¡Ayla lo sabía! Desde el momento en que había visto la cueva, sabía que pertenecía a Jonokol. «Por eso ha insistido en que él tenía que venir aunque yo no pudiera hacerlo. Sabía que sería más importante para él que para nadie. Es una Zelandoni, tanto si lo sabe como si no, y tanto si quiere como si no. El viejo Mamut lo sabía. Quizá también se dio cuenta el hechicero del pueblo que la crio, el que ella llama Mog-ur. No puede evitarlo, ha nacido para ser una Zelandoni. Podría sustituir a Jonokol como acólito. Pero como bien ha dicho él, no hay prisa. Que se empareje, que tenga su hijo; después iniciaremos su formación.»

–Obviamente, para explorarla toda tendríamos que organizarnos, pero ahora me gustaría echar un vistazo a la galería del fondo –dijo Jondalar–. ¿A ti qué te parece, Tormaden? Podríamos entrar dos de nosotros y ver adónde lleva.

–Será mejor que los demás nos marchemos –propuso Marthona–. Aquí dentro hace frío y nadie ha traído ropa de abrigo. Creo que cogeré una antorcha y saldré, prefiero volver en otro momento.

–Yo también salgo –dijo la Zelandoni–. ¿Ayla, vienes? Hace un momento estabas temblando.

–Ahora ya estoy bien –afirmó Ayla–. Me gustaría ver qué hay al fondo.

Finalmente, Jondalar, Joharran, Tormaden, Jonokol, Morizan, Ayla y el lobo se quedaron un rato más para adentrarse en la nueva y maravillosa cueva.

El pasadizo del fondo de la cámara principal se hallaba prácticamente frente al pasillo de la entrada, y siguiendo el mismo eje. La entrada a la galería axial era casi simétrica, ancha y redondeada por arriba y más estrecha por abajo. Para Ayla, que había asistido en partos y había examinado a muchas mujeres, la abertura era una evocación, femenina, maternal y misteriosa, del órgano femenino. Aunque fueran lo mismo, no pensó en la vagina, sino que la parte superior redondeada le recordaba el canal del nacimiento, que se estrechaba hacia la extensión más baja de la región anal. Entendía perfectamente lo que había querido decir la Zelandoni al comentar que aquello era la matriz de la madre, por más que todas las cuevas se consideraran una entrada a su matriz.

Una vez dentro, el pasadizo serpenteaba, pero se hacía cada vez más estrecho y resultaba difícil pasar, pese a que las partes altas de las paredes blancas se extendían conformando un arco inmenso. No era muy largo, más o menos de la misma longitud que la galería de la entrada. Cuando llegaron al final, las paredes se ensancharon en torno a una columna de piedra que daba la falsa impresión de que sostenía alguna cosa, pero de hecho le faltaban diecisiete centímetros para llegar al suelo. El pasadizo sorteaba el gran eje de piedra por la derecha, doblándose en un pronunciado recodo a la izquierda, y continuaba un par de metros más hasta acabar.

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