Read Los Reyes Sacerdotes de Gor Online
Authors: John Norman
En la Cordillera Voltai las bandas de cazadores, generalmente originarias de Ar, persiguen al larl con la poderosa lanza goreana. Naturalmente lo hacen puestos en fila india, y el que va delante recibe el título de Primera Lanza, porque la suya será la primera arrojada al enemigo. Apenas dispara el arma, se echa al suelo y se cubre el cuerpo con el escudo, y lo mismo va haciendo, sucesivamente, cada uno de los hombres que está detrás. De ese modo, cada individuo cumple su parte en la lucha contra la bestia, y también obtiene cierta protección una vez que se desprendió del arma.
Pero la razón más importante del sistema se percibe claramente cuando se comprende cuál es el papel del último guerrero de la fila, aquél a quien se denomina Última Lanza. Cuando el Última Lanza arroja su arma no se echa al suelo. Si lo hiciera y alguno de sus compañeros sobreviviese, éste lo mataría. Pero eso ocurre rara vez, porque los cazadores goreanos temen a la cobardía más que a las garras y a los colmillos de los larls.
El Última Lanza debe permanecer de pie, y si la bestia vive todavía, soportará su ataque sólo con la espada. No se arroja al suelo porque es necesario que ocupe el campo de visión del larl, y que sea el blanco de su reacción enloquecida. De ese modo, si las lanzas yerran el blanco, el guerrero sacrifica su vida por los compañeros, pues mientras el larl ataca consiguen huir. Este sistema puede parecer cruel, pero a la larga tiende a preservar vidas humanas; como dice un goreano, es mejor que muera un hombre y no que perezcan muchos.
El más diestro de los guerreros, normalmente, es el Primera Lanza, pues si el larl no muere o no sufre heridas después del primer lanzazo, la vida de todos, y no sólo la del Última Lanza, corre considerable peligro. De ahí que el Última Lanza sea normalmente el menos eficaz de los guerreros. No sé si esta práctica obedece al hecho de que la tradición cazadora de los goreanos favorece a los débiles, y los protege con las lanzas de los más fuertes; o si se trata de que la costumbre menosprecia a los débiles, y los considera elementos más prescindibles. El origen de esta práctica cazadora se pierde en la antigüedad, y quizá sea tan vieja como los hombres, las armas y los larls.
Cierta vez pregunté a un cazador goreano, a quien conocí en Ar, por qué cazaban al larl. Jamás olvidaré su respuesta:
—Porque es hermoso —dijo—, y peligroso, y porque somos goreanos.
Aún no había visto a la bestia cuyos gruñidos habían llegado a mis oídos. El sendero que yo seguía, pocos metros más adelante formaba un recodo. Tenía aproximadamente un metro de ancho, y bordeaba el costado de un peñasco; a la izquierda, se abría un precipicio a pico. La caída hasta el suelo era por lo menos de un pasang entero. Recordé que los peñascos del fondo eran enormes, pero desde la altura en que entonces me encontraba eran granos de arena oscura. Hubiera deseado que el peñasco estuviera a la izquierda y no a la derecha, porque de ese modo hubiera podido usar mejor la lanza.
El sendero era empinado, pero aquí y allá había peldaños; nunca me agradó tener un enemigo encima de mí, y tampoco lo deseaba, ahora; pero me dije que mi lanza encontraría más fácilmente un lugar vulnerable si el larl saltaba hacia abajo, que si yo estaba arriba y mi único blanco era la base de su cuello. Desde arriba, hubiera intentado cortarle las vértebras. El cráneo del larl es un blanco difícil, pues mantiene la cabeza casi constantemente en movimiento. Más aún, posee un reborde óseo que se extiende desde las cuatro aberturas nasales hasta el comienzo del hueso posterior. Este reborde puede ser penetrado por la lanza, pero si el tiro no es perfecto, el arma se desvía a través de la mejilla del animal, infligiéndole una herida cruel pero sin importancia. En cambio, si estuviera bajo el larl podría dirigir un tiro breve y limpio al gran corazón de ocho ventrículos que tiene en el centro del pecho.
Durante un instante me sentí profundamente preocupado, porque oí otro gruñido, originado por una segunda bestia.
Tenía una sola lanza.
Podría matar a un larl, pero después quedaría seguramente a merced de las mandíbulas de su compañero.
No sé por qué, pero lo cierto es que no temía a la muerte; sólo me irritaba que esas bestias me impidiesen llegar a la cita con los Reyes Sacerdotes de Gor.
Me pregunté cuántos hombres habrían girado en redondo al llegar a este punto, y recordé los innumerables huesos blancos y helados que había visto durante el trayecto. Pensé que podía retirarme y volver una vez que las bestias se hubiesen ido, pues quizás aún no me habían descubierto. Sonreí cuando comprendí que estaba pensando absurdos; en efecto, las bestias que me cerraban el paso debían ser los larls de los Reyes Sacerdotes, los guardianes del baluarte de los dioses de Gor.
Aflojé la espada en su vaina y continué subiendo. Finalmente llegué al recodo del sendero y me preparé para el ataque súbito que debía iniciarse con un fuerte grito que asustase a las bestias; al mismo tiempo que arrojaba mi lanza contra el larl que estaba más próximo, y atacaba al segundo con la espada desenvainada.
Vacilé un momento, y después brotó de mis labios el fiero grito de guerra de Ko-ro-ba, en el aire límpido y frío de las Montañas Sardar. Me lancé hacia adelante; la lanza junto al cuerpo y el escudo en alto.
Se oyó un súbito movimiento de cadenas, y vi a dos enormes larls blancos, paralizados momentáneamente por mi aparición; y después de una fracción de segundo, las dos bestias se volvieron contra mí y se lanzaron hacia adelante, encolerizadas, hasta donde se lo permitía la longitud de las cadenas.
La lanza no había salido de mi mano.
Los dos animales estaban retenidos por las poderosas cadenas, unidas a collares de acero. Uno pegó un respingo, tan violento había sido su impulso; y el otro manoteó salvajemente, apoyado en las patas traseras, como un gigantesco corcel; las enormes garras batían el aire, y el animal trataba de desprenderse del collar para arrojarse sobre mí.
Después, siempre con las cadenas en tensión, se acurrucaron, gruñendo, mirándome furiosos, y dando un manotazo de vez en cuando en un último intento de alcanzarme con sus garras.
Me sentí profundamente asombrado, pero puse buen cuidado en mantenerme fuera del alcance de las dos bestias, pues jamás había visto antes larls blancos.
Eran bestias gigantescas, ejemplares soberbios, de una longitud de dos metros y medio, aproximadamente.
Los caninos superiores, como dagas engastadas en las mandíbulas, debían tener por lo menos treinta centímetros de longitud, y sobrepasaban holgadamente las quijadas, más o menos como en los antiguos tigres de dientes de sable. Las cuatro fosas nasales de cada animal se agitaban nerviosas, y los pechos ascendían y descendían a causa de la intensidad de su excitación. Las colas, largas y con un mechón de pelo más abundante en el extremo, se movían nerviosamente.
El más grande de los dos animales, inexplicablemente, pareció desinteresarse de mí. Se incorporó y olió el aire, y me mostró el costado, y pareció dispuesto a renunciar a sus intenciones de atacarme. Un instante después comprendí lo que ocurría, porque de pronto se volvió del todo, y con la cabeza orientada en dirección opuesta echó hacia mí sus patas traseras. Alcé el escudo horrorizado, porque al invertir la posición de la cadena de pronto había agregado unos siete metros al espacio que el odioso obstáculo le permitía. Dos grandes patas provistas de garras golpearon sobre mi escudo, y me arrojaron por el aire unos siete metros contra el risco. Rodé y conseguí alejarme un poco más, porque el golpe del larl me había puesto dentro del radio de acción de su compañero. Mi capa y mi traje estaban desgarrados en la espalda a causa del golpe de las garras del segundo larl.
Conseguí incorporarme.
—Bien hecho —dije al larl.
Apenas había conseguido salvar la vida.
Las dos bestias estaban poseídas por una irritación que empequeñecía la furia anterior, pues comprendían que no volvería a acercarme en la medida suficiente como para permitirles una repetición de la estratagema primitiva. Admiré a los larls, porque me parecieron bestias inteligentes. Sí, me dije, lo habían hecho bien.
Examiné el escudo, y vi que tenía diez anchos surcos en su superficie de cuero reforzada con bronce. Sentí la espalda húmeda a causa de la sangre que manaba de las heridas provocadas por el segundo larl. Hubiera tenido que experimentar la sensación de un líquido tibio al deslizarse, pero en realidad sentía frío. Comprendí que la espalda se me congelaba. Ahora no tenía más alternativa que la de continuar la marcha, si me era posible. Si no disponía de la pequeña y hogareña ayuda de una aguja y un hilo, era probable que me congelara. En las Montañas Sardar no había leña con la cual encender fuego.
Sí, me repetí, mirando a los larls, lo habían hecho bien, demasiado bien.
Después, oí de nuevo el movimiento de las cadenas, y vi que no estaban enganchadas a argollas sujetas a la piedra, sino que desaparecían en el interior de aberturas circulares. Las cadenas estaban siendo retiradas lentamente hacia el interior de la abertura, con evidente desagrado de las bestias.
El lugar donde me encontraba ahora era bastante más ancho que el sendero por donde antes había caminado, pues de pronto el camino había desembocado en un sector circular bastante amplio, y allí era donde había descubierto a los larls encadenados. Un lado de este sector estaba formado por el peñasco que había visto a mi derecha, y que ahora se curvaba para formar una especie de copa de piedra; el otro, a mi izquierda, en parte se asomaba al terrible abismo, pero en parte estaba cerrado por otro peñasco, que era parte de la ladera de una segunda montaña, más alta que la que yo había estado subiendo. Las aberturas circulares por donde entraban las cadenas de los larls correspondían a ambos peñascos. Cuando las cadenas fueron retiradas, los irritados larls se vieron arrastrados hacia lados diferentes. Así, se formó entre ellos una especie de corredor; pero por lo que yo podía ver, dicho corredor conducía únicamente a una impenetrable pared de piedra. Sin embargo, imaginé que ese muro al parecer inatacable debía albergar la entrada al palacio de los Reyes Sacerdotes.
Cuando las bestias sintieron el tirón de las cadenas, se acurrucaron contra la pared del risco, gruñendo, y se quedaron agazapadas. Pensé que la nívea blancura de su pelaje era realmente bella. De tanto en tanto me gruñían y movían una pata, sacando las garras; pero por lo demás las bestias no hacían esfuerzos para librarse de los fuertes collares que las inmovilizaban.
No tuve que esperar mucho, porque de pronto una sección de la pared de piedra se movió silenciosamente hacia atrás y hacia arriba, revelando un corredor excavado en la roca, de unos dos metros y medio de ancho, más o menos.
Vacilé, porque no sabía si las cadenas de los larls se aflojarían cuando estuviese entre ellos. ¿Y qué me esperaba en ese corredor oscuro y silencioso? Estaba vacilando, cuando percibí un movimiento en el interior del corredor, y un momento después apareció una figura redonda y bastante baja, ataviada de blanco.
Vi asombrado que un hombre emergía del pasaje, parpadeando a causa de la luz del sol. Vestía una túnica blanca, bastante parecida a la que usaban los Iniciados. Calzaba sandalias. Tenía las mejillas rojas y la cabeza calva. También tenía largas y peludas patillas, que daban un aire jovial a su rostro redondo. Bajo las cejas blancas, espesas, brillaban unos ojos pequeños y luminosos. Pero sobre todo me sorprendió ver que tenía una pipa pequeña y redonda, de la cual se desprendía un hilo de humo. En Gor no se conoce el tabaco, si bien hay ciertas costumbres o vicios que ocupan su lugar; sobre todo, el estímulo obtenido masticando las hojas de la planta kanda, cuyas raíces, por extraño que parezca, cuando se mueren y secan constituyen un veneno muy letal.
Examiné atentamente al caballero pequeño y redondo, enmarcado por el enorme portal de piedra. Creía imposible que pudiera ser peligroso, y que tuviera alguna relación con los temidos Reyes Sacerdotes de Gor. Me parecía un individuo de expresión muy alegre, muy franca y sincera, y un ser evidentemente complacido de verme y darme la bienvenida. Era difícil no sentirse atraído por él; llegué a la conclusión de que me agradaba, pese a que acababa de conocerlo; y que deseaba que simpatizara conmigo. Más aún, sentí que yo le gustaba, y eso me complació.
Si hubiera visto a ese hombre en mi propio mundo, si hubiera visto a ese caballero redondo y alegre con su rostro florido y su actitud animosa, habría pensado que sin duda era inglés, y de un estilo que uno rara vez encuentra en estos tiempos. En el siglo XVIII habría sido un caballero rural, propenso a bromear con el párroco y a pellizcar a las muchachas; en el siglo XIX habría tenido una vieja librería, y leído públicamente a Chaucer y Darwin, escandalizando a sus clientas y al clérigo local; en mi propio tiempo, un hombre así sólo podía ser un profesor universitario, pues en mi mundo, salvo la riqueza, quedan pocos refugios para hombres como él; uno podía imaginarle en una cátedra universitaria, gozando de la vida y fumando su pipa, buen conocedor de cerveza y de castillos. Sus ojillos me miraron, parpadeantes. Con cierto sobresalto advertí que sus pupilas eran rojas.
Cuando me excité, un gesto momentáneo de fastidio se manifestó en sus rasgos, pero un instante después había recuperado su actitud sonriente y bondadosa.
—Vamos, vamos —dijo—. Adelante, Cabot. Estábamos esperándote.
Conocía mi nombre. ¿Quién me esperaba?
Por supuesto, tenía que conocer mi nombre, y los que me esperaban debían de ser los Reyes Sacerdotes de Gor.
Dejé de pensar en sus ojos, porque en ese momento el asunto no me parecía importante. Imagino que creí que me había equivocado. No era el caso. Ahora había vuelto a retroceder hacia las sombras del corredor.
—Entrarás, ¿verdad? —preguntó.
—Sí —dije.
—Mi nombre es Parp —dijo, mientras retrocedía hacia el interior del corredor. Dio una chupada a su pipa—. Parp —repitió. De nuevo, la pipa.
Me ofreció la mano.
Yo lo miré, sin hablar.
Me pareció una actitud extraña en un Rey Sacerdote. No sé qué esperaba. Pareció percibir mi desconcierto.
—Sí —dijo el hombre— Parp
.
Se encogió de hombros
—No es un nombre muy apropiado para un Rey Sacerdote, pero por otra parte no puede decirse que yo sea un gran Rey Sacerdote.