Read Los Reyes Sacerdotes de Gor Online
Authors: John Norman
Y ella, que estaba acostumbrada a vivir en el lujo, y a aprovechar el saqueo de las caravanas y los buques de otras ciudades, se había convertido en propiedad ajena. Mi propiedad.
Sus ojos me miraron con furia. En una actitud insolente se me acercó, con movimientos lentos y elegantes, sinuosos como los de un larl hembra, y después me asombró porque se arrodilló, las manos sobre los muslos, las rodillas en la posición de la esclava de placer, la cabeza inclinada en desdeñosa sumisión.
Alzó la cabeza, y sus ojos azules me miraron audazmente.
—Aquí, amo —dijo—, está tu esclava de placer.
—Levántate —dije.
Se incorporó con movimientos gráciles, y rodeó mi cuello con sus brazos y acercó sus labios a los míos. —Antes me besaste —dijo—. Ahora yo te besaré.
Sus labios magníficos rozaron los míos.
—Aquí —dijo con voz suave pero imperiosa— recibiste el beso de tu esclava de placer.
Desprendí sus brazos de mi cuello.
Me miró, desconcertada.
Pasé de la habitación al corredor mal iluminado. Desde allí extendí la mano hacia Vika, indicándole que se acercara.
—¿No te agrado? —preguntó.
—Vika —dije—, ven aquí y estrecha la mano de un tonto.
Cuando vio lo que yo deseaba meneó lentamente la cabeza, con humildad. —No —dijo—. No puedo salir de esta cámara.
—Por favor —dije—. Ven, estrecha mi mano.
Temblando, como en un sueño, la joven se aproximó al portal, y esta vez los sensores no se encendieron.
Ella fijó los ojos en los sensores, y parecían ojos muertos y vacíos.
—Ya no pueden herirte —dije.
Vika dio otro paso, y pareció que se le doblaban las rodillas. Extendió la mano hacia mí. Tenía los ojos agrandados por el miedo.
—Las mujeres de Treve —dije—, son valerosas además de bellas y altivas.
Cruzó el portal y cayó desmayada en mis brazos.
La alcé y la llevé al diván de piedra. Miré los sensores destrozados y los restos del artefacto de vigilancia disimulado en el bulbo de energía. Probablemente no tendría que esperar mucho a los Reyes Sacerdotes de Gor.
Vika había dicho que cuando quisieran verme, vendrían a buscarme. Sonreí.
Quizá ahora se diesen más prisa.
Con movimientos suaves deposité a Vika sobre el gran diván de piedra.
Estaba dispuesto a permitir a Vika que compartiese el gran diván de piedra, con sus pieles y sus sábanas de seda.
Era una actitud desacostumbrada, pues normalmente la esclava goreana duerme a los pies del diván de su amo, sobre una estera de paja, cubierta apenas por una fina manta de algodón que no la protege del frío.
Si no complace a su amo, es posible que como medida disciplinaria se la encadene desnuda al anillo de hierro empotrado al costado del diván, sin mantas ni ropas. Las noches goreanas son frías, y pocas son las jóvenes que cuando han sido encadenadas, después no se esfuercen por complacer debidamente a su amo.
Cuando un amo desea usar a una muchacha esclava le ordena que encienda la lámpara del amor, y ella obedece y deposita la lámpara en la ventana de la cámara, de modo que nadie los moleste. Después, él se acuesta sobre las pieles extendidas sobre el piso de piedra de la cámara, y ordena a la joven que se acerque.
Yo había depositado a Vika sobre el gran diván de piedra. La besé suavemente en la frente. Abrió los ojos.
—¿Salí de la cámara? —preguntó.
—Sí —contesté.
Me miró largo rato. —¿Cómo puedo conquistarte? —preguntó—. Te amo, Tarl Cabot.
—Sólo estás agradecida —dije.
—No —dijo—. Te amo.
—No debes hacerlo —dije.
—Aun así, es cierto —me respondió.
Me pregunté cómo debía hablarle, porque en todo caso tenía que disipar la ilusión de que podía haber amor entre nosotros. En la casa de los Reyes Sacerdotes no podía haber amor, y tampoco ella estaba en condiciones de definir sus sentimientos. Además, tenía que pensar en Talena, cuya imagen nunca se apartaría de mi corazón.
—Pero eres una mujer de Treve —dije, sonriendo.
—Creíste que yo era una esclava de pasión —se burló—. Y en cierto sentido tenías razón.
—¿Por qué lo dices? —pregunté.
Me miró en los ojos. —Mi madre —dijo con amargura— fue una esclava de pasión... criada en los corrales de Ar.
—Sin duda, fue muy hermosa —observé.
Vika me miró, extrañada. —Sí —confirmó—. Imagino que lo fue.
—¿No la recuerdas? —pregunté.
—No —dijo—, porque murió cuando yo era muy joven.
—Lo siento —dije.
—Poco importa —agregó Vika—, porque no era más que un animal criado en los corrales de Ar.
—¿Tanto la desprecias? —pregunté.
—Había nacido esclava —explicó Vika—. Pero mi padre, que era su amo, y que pertenecía a la Casta de Médicos de Treve, la amaba mucho, y le pidió que fuese su Compañera Libre —Vika se rió por lo bajo—: Durante tres años ella se negó.
—¿Por qué?
—Porque lo amaba —dijo Vika—, y no quería que la Compañera Libre de mi padre fuese una esclava de pasión, un ser inferior.
—Era una mujer muy profunda y muy noble —observé.
—Era una estúpida —replicó Vika con disgusto—. ¿Acaso a menudo se ofrece a una esclava esa oportunidad de liberarse?
—Pocas veces —reconocí.
—Pero finalmente —continuó Vika—, como temía que él se suicidase, aceptó ser su Compañera Libre. Y yo nací libre. Es mejor que lo comprendas bien. No nací esclava.
—¿Qué me dices de tu padre? —pregunté.
—En cierto sentido —contestó Vika—, también él ha muerto.
—¿Por qué dices en cierto sentido? —pregunté.
—Por nada —contestó la joven.
Contemplé la habitación, los armarios dispuestos contra la pared, apenas iluminados por los bulbos de energía, y el artefacto destruido en el techo, y los sensores destrozados, y el gran portal que conducía al corredor.
—Seguramente él te quiso mucho —observé—, después de la muerte de tu madre.
—Sí —contestó Vika—. Tal vez sí... pero era estúpido.
—¿Por qué lo dices? —pregunté.
—Me siguió a las Montañas Sardar, tratando de salvarme —dijo.
—Ciertamente, un hombre muy valeroso —comenté.
Hablaba con palabras crueles y despectivas.
—Un hombrecito tonto y pomposo —dijo—, que incluso tenía miedo del rugido de un larl.
De pronto, se volvió hacia mí:
—¿Cómo es posible —preguntó— que mi madre lo amase? No era más que un tonto pomposo.
—Quizá fue bueno con ella —sugerí—, y otros hombres nunca lo fueron.
—¿Por qué nadie tiene que ser bueno con una esclava de pasión? —preguntó Vika.
—Quizá fue bueno con ella —repetí—, cuando otros no lo fueron.
—Me gustaría saberlo —dijo—. Muchas veces me lo he preguntado.
—¿Qué fue de él —pregunté— cuando entró en las Montañas Sardar? ¿Lo sabes?
—Sí —dijo ella.
—¿No me lo dirás? —insistí.
Meneó la cabeza. —No me preguntes —pidió.
—¿Cómo es posible que te permitiera venir a las Montañas Sardar?
—No me lo permitió —aclaró Vika—. Trató de impedirlo, pero yo hablé con los Iniciados de Treve, y me ofrecí como ofrenda a los Reyes Sacerdotes. No les expliqué la verdadera razón de mi actitud. Naturalmente, mi padre no quiso saber nada. Me encerró en mis habitaciones, pero el Supremo Iniciado de la ciudad llegó con guerreros, entraron en mi cuarto, y golpearon a mi padre hasta que no pudo moverse siquiera, y yo los acompañé de buena gana. —Volvió a reírse—. Oh, cuánto me agradó cuando lo golpearon y él gritó —dijo—, pues yo lo odiaba... pues no era un verdadero hombre, y aunque pertenecía a la Casta de los Médicos no podía soportar el dolor. Ni siquiera era capaz de oír el grito de un larl.
—Quizá —sugerí—, precisamente porque no podía soportar el dolor era miembro de la Casta de los Médicos.
—Es posible —admitió Vika—. Siempre deseaba evitar el sufrimiento, tanto en los animales como en los esclavos.
Sonreí.
—Ya lo ves —agregó Vika—, era un hombre débil.
—Sí, veo —dije.
Vika se recostó sobre las sedas y las pieles. —Eres el primero de los hombres que estuvo en la cámara —dijo—, que habla conmigo de estas cosas.
No contesté.
—Te amo, Tarl Cabot —dijo.
—No lo creo —contesté amablemente.
—¡Es cierto! —insistió.
—Un día —dije— amarás... pero no creo que el privilegiado sea un guerrero de Ko-ro-ba.
—¿Crees que no sé amar? —me desafió.
—Creo que un día amarás —insistí—, y que amarás profundamente.
—¿Tú no puedes amar?
—No lo sé —sonreí—. Cierta vez... hace mucho... creí amar.
—¿Quién era ella? —preguntó Vika, con expresión hostil.
—Una joven esbelta y morena —dije—, llamada Talena.
—¿Era hermosa? —preguntó Vika.
—Sí —contesté.
—¿Tan hermosa como yo? —insistió Vika.
—Ambas sois hermosas —dije.
—¿Era esclava?
—No... —contesté— era hija de un Ubar.
La cólera transformó los rasgos de Vika; saltó del diván y caminó hacia el fondo de la habitación, manipulando el collar con sus dedos, como si quisiera arrancárselo del cuello.
—¡Ya entiendo! —dijo—. Y yo, Vika... ¡No soy más que una esclava!
—No te enfades.
—¿Dónde está? —preguntó Vika.
—No lo sé —reconocí.
—¿Cuánto hace que no la ves?
—Más de siete años.
Vika se rió cruelmente. —Entonces —exclamó satisfecha— ya está en las Ciudades del Polvo.
—Es posible —reconocí.
—Y yo, Vika, estoy aquí.
Me aparté de ella. Oí su voz que decía:
—Yo conseguiré que la olvides.
Me volví para mirarla; ya no estaba ante la joven esclava, sino ante una mujer de la casta superior, del reino pirata de Treve, ante una mujer insolente e imperiosa, aunque sometida.
Vika llevó la mano al broche del hombro izquierdo, lo soltó y la túnica cayó al suelo.
—Creíste que era una esclava de pasión —dijo. Miré a la mujer que estaba de pie ante mí, los ojos con expresión hostil, los labios apretados, el collar, la marca.
—¿No soy tan bella —preguntó— que pueda comparárseme con la hija de un Ubar?
—Sí —contesté—, eres tan bella.
Me miró, burlona. —¿Sabes qué es una esclava de pasión? —preguntó.
—Sí.
—Es una mujer de la especie humana, pero educada como una bestia por su belleza y su pasión.
—Lo sé —dije.
—Es un animal —insistió—, criado para el placer de los hombres, para el placer del amo. En mis venas fluye la sangre de ese animal. Por mis venas fluye la sangre de una esclava de pasión. —Se echó a reír—. Y tú, Tarl Cabot eres el amo. Tú, eres mi amo.
—No.
Se acercó, insinuante y tentadora. —Seré tu esclava de pasión —dijo.
—No.
—Sí —dijo Vika—, para ti seré una obediente esclava de pasión.
Acercó sus labios a los míos pero la aparté de mí.
—Pruébame —dijo.
—No.
—No permitiré que me rechaces —insistió—. Mira, Tarl Cabot, he decidido que serás mi esclavo.
Me alejé un paso.
—Muy bien —gritó, los ojos llameantes— Muy bien, Cabot. ¡Entonces te conquistaré!
Y sostuvo mi cabeza con sus manos y apretó sus labios contra los míos.
En ese instante percibí de nuevo el aroma ligeramente acre que había olido en los corredores, y apreté fuertemente mi boca contra la de Vika, hasta que le herí los labios; pero de pronto la aparté bruscamente, y la arrojé sobre la estera de paja que estaba a los pies del diván de piedra.
Ahora me pareció entender; pero en realidad se habían apresurado demasiado. Vika no había podido hacer su trabajo. Las consecuencias serían graves para ella, pero eso no me preocupaba.
Aun así, no me volví hacia el gran portal. Ahora, el aroma era muy intenso.
Vika se agazapaba aterrorizada sobre la estera de paja, al pie del diván, a pocos centímetros del anillo de hierro destinado a las esclavas.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Qué ocurre?
—De modo que tenías que conquistarme para ellos, ¿verdad? —pregunté.
—No entiendo —balbuceó.
—Eres una cómplice de los Reyes Sacerdotes —dije.
—No —negó—. ¡No!
—¿A cuántos hombres has conquistado para los Reyes Sacerdotes? —pregunté. La aferré por los cabellos y la obligué a mirarme. —¿A cuántos? —grité.
—¡Por favor! —gimió.
Sentí deseos de romperle la cabeza contra la base del diván de piedra, porque era una mujer indigna, traicionera y seductora, cruel y maligna, digna únicamente del collar, los hierros y el látigo.
Meneó la cabeza sin hablar, como negando las acusaciones que yo le formulaba.
—No me comprendes —dijo—. ¡Te amo!
Pero ni siquiera ahora me volví para mirar el portal. El aroma era intenso. Comprendí que estaba cerca. ¿Por qué la joven no lo percibía? ¿Cómo era posible que no lo supiera? ¿No era parte de su plan?
—Por favor —dijo, y me miró alzando una mano. Tenía el rostro surcado de lágrimas, y su voz era un sollozo. —Te amo —dijo.
—Silencio, esclava —ordené.
Sabía que “eso” estaba allí. El aroma era abrumador, inequívoco.
Miré a Vika, y de pronto pareció que también ella lo sabía, y los ojos se le abrieron horrorizados, y se puso de rodillas, cubriéndose el rostro con las manos como para protegerse, y se estremeció y de pronto emitió un grito salvaje y terrible de miedo abyecto.
Desenfundé la espada y me volví.
Estaba allí, de pie en el umbral.
A su modo era muy hermoso, dorado y alto, más alto que yo, enmarcado por el portal macizo. No tenía más de una yarda de ancho, pero la cabeza tocaba casi el borde superior del portal y yo calculaba que debía medir casi seis metros de altura.
Tenía seis piernas y una cabeza como un globo dorado, con ojos que parecían grandes discos luminosos. Las dos patas delanteras, equilibradas y alertas, se elevaban delicadamente frente al cuerpo. Las mandíbulas se abrieron y cerraron una vez. Se movía lateralmente.
De la cabeza salían dos apéndices frágiles y articulados, largos y cubiertos con temblorosos hilos dorados. Esos dos apéndices, como ojos, barrieron una vez la habitación y después parecieron concentrarse en mí.
Se curvaron en mi dirección como delicadas pinzas doradas, y cada uno de los innumerables hilos de oro de los apéndices se enderezaban y apuntaban hacia mí como una aguja estremecida.