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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

Los ríos de color púrpura (12 page)

BOOK: Los ríos de color púrpura
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Pasaron los minutos. Ya nadie osaba moverse. Niémans murmuró al fin, abriendo la puerta de la sala:

—Volvamos al trabajo. El tiempo apremia. No sé qué tenía que confesar Rémy Caillois. Pero espero que esto no provoque más asesinatos.

12

Niémans y Joisneau se reunieron de nuevo en la biblioteca. Antes de entrar, el comisario echó una breve ojeada al teniente: sus rasgos estaban descompuestos. El policía le dio una palmada en la espalda, resoplando como un atleta. El joven Éric respondió con una sonrisa sin convicción.

Los dos hombres entraron en la gran sala de los libros. Les esperaba un espectáculo sorprendente. Dos oficiales de la policía judicial, con cara preocupada, así como un grupo de guardias del orden público en mangas de camisa, habían invadido la biblioteca y se entregaban a un registro minucioso. Centenares de libros estaban abiertos ante ellos, en montones, en columnas. Desconcertado, Joisneau preguntó:

—¿Qué significa esto?

Uno de los oficiales contestó:

—Bueno, hacemos lo que nos han mandado… Buscamos libros que hablen del mal, de ritos religiosos y…

Joisneau lanzó una ojeada a Niémans. Parecía ofendido por los procedimientos de la operación. Gritó contra la OPJ:

—¡Pero yo les había dicho que consultaran el ordenador! ¡No que fueran a buscar libros en las estanterías!

—Hemos iniciado una búsqueda informática, por título y por tema. Ahora recorremos los libros en busca de indicios relativos al asesinato…

Niémans interrumpió:

—¿Han pedido consejo a los internos?

El oficial adoptó una expresión de despecho:

—Son filósofos. Nos han soltado discursos. El primero nos ha respondido que la noción del mal era un valor burgués, que era preciso revisar todo esto desde un ángulo social y más bien marxista. Lo hemos dejado allí plantado con su idea. El segundo nos ha hablado de «frontera» y de «transgresión». Pero ha añadido que la frontera estaba en nosotros… que nuestra conciencia no cesaba de negociar con un censor superior y… en fin, no hemos entendido nada. El tercero nos ha conectado con lo absoluto y la búsqueda de lo imposible… nos ha hablado de experiencia mística, que podía realizarse tanto en el bien como en el mal en su calidad de aspiración. Entonces… yo… en fin, la verdad es que no conseguimos gran cosa, teniente…

Niémans se echó a reír.

—Ya te lo había dicho —murmuró a Joisneau—, hay que desconfiar de los intelectuales.

Se dirigió directamente al policía pasmado:

—Continúe sus investigaciones. A las palabras «mal», «violencia», «torturas» y «ritos» añada «agua», «ojos» y «pureza». Consulte el ordenador. Busque sobre todo los nombres de los estudiantes que han consultado esos libros, que trabajaban sobre esos temas, por ejemplo en sus tesis doctorales. ¿Quién se ocupa del ordenador central?

Un muchacho bajo y corpulento que tenía buenos hombros bajo la bata, respondió:

—Yo, comisario.

—¿Qué más ha encontrado en los ficheros de Caillois?

—Hay las listas de libros dañados, encargados, etc. Las listas de los estudiantes que vienen a consultar libracos y su lugar en la sala.

—¿Su lugar?

—Sí. El trabajo de Caillois consistía en colocarlos… —con un movimiento de cabeza, designó los compartimientos acristalados-… en aquellas pequeñas cabinas. Memorizaba cada lugar en su programa.

—¿No ha encontrado los trabajos de su tesis?

—Sí. Un documento de mil páginas sobre la antigüedad y… —miró una hoja de papel en la que había garabateado algo— Olimpia. Versa sobre los primeros Juegos Olímpicos y los ritos sagrados organizados en torno a ellos… Una cosa fastuosa, por cierto.

—Imprima una copia por ordenador y léalo.

—¿Cómo?

Niémans añadió, en tono irónico:

—En diagonal, claro.

El hombre parecía desconcertado. El comisario agregó enseguida:

—¿Nada más en el ordenador? ¿Ningún juego de vídeo? ¿Ningún buzón de correo?

El OPJ negó con la cabeza. La noticia no sorprendió a Niémans. Presentía que Caillois sólo había vivido en los libros. Un bibliotecario estricto que únicamente admitía una distracción de sus funciones profesionales: la redacción de su propia tesis. ¿Qué se podía hacer confesar a semejante asceta?

Pierre Niémans se dirigió a Joisneau:

—Ven por aquí. Quiero saber en qué estado se halla tu investigación.

Se aislaron en uno de los pasillos tapizados de libros. Al final del pasillo, un agente con gorra cotejaba un libro. Al comisario le resultó difícil permanecer serio ante tal escena. El teniente abrió su agenda.

—He interrogado a varios internos y a los dos colegas de Caillois en la biblioteca. Rémy no era muy apreciado pero sí respetado.

—¿Qué le reprochaban?

—Nada de particular. Tengo la impresión de que provocaba malestar. Era un tipo reservado, retraído. No hacía ningún esfuerzo para comunicarse con los demás. En cierto sentido, esto concordaba con su trabajo. —Joisneau echó una ojeada a su alrededor, casi asustado—. Imagínese… en esta biblioteca, todo el día guardando silencio…

—¿Te han hablado de su padre?

—¿Sabía que él también había sido bibliotecario? Sí, me lo han dicho. El mismo tipo de individuo. Silencioso, impenetrable. A la larga, este ambiente de confesionario debe de modelar el carácter.

Niémans se acercó más a los libros.

—¿Te han dicho que murió en la montaña?

—Por supuesto. Pero no hay nada sospechoso en ello. El pobre hombre fue sorprendido por una avalancha y…

—Ya lo sé. Según tú, nadie podía tener nada en contra de los Caillois, ni padre ni hijo, ¿verdad?

—Comisario, la víctima iba a buscar los libros al depósito, llenaba las fichas y daba a los estudiantes un número de pupitre. ¿Qué venganza quiere que atraiga? ¿Un estudiante a quien no ha dado la buena edición?

—De acuerdo. ¿Y respecto al alpinismo?

Joisneau volvió a hojear su agenda.

—Caillois era a la vez un alpinista y un deportista fuera de serie. El sábado pasado, según los testigos que le vieron partir, realizó una excursión a pie hasta una altitud de unos dos mil metros. Sin material.

—¿Compañeros de marcha?

—Jamás. Ni siquiera le acompañaba su mujer. Caillois era un solitario. En el límite del autismo.

Niémans soltó su información:

—He vuelto a los alrededores del río. He descubierto huellas de clavos en la roca. Creo que el asesino utilizó una técnica de escalada para izar el cuerpo.

Las facciones de Joisneau se crisparon.

—Mierda, yo también subí y…

—Las cavidades están en el interior de la falla. El asesino fijó poleas en el nicho y después se deslizó para hacer contrapeso con su víctima.

—Mierda.

Su rostro expresaba una mezcla de despecho y admiración. Niémans sonrió.

—No tengo ningún mérito: me ha guiado mi testigo, Fanny Ferreira. Una verdadera profesional. —Guiñó un ojo—. Y una verdadera belleza… Quiero que sonsaques algo más en esa dirección. Haz una lista exhaustiva de los alpinistas federados y de todos aquellos que tienen acceso a esta clase de material.

—¡Pero serán miles de personas!

—Pregunta a tus colegas. Pregunta a Barnes. Nunca se sabe. De esas pesquisas puede salir algo. También quiero que te ocupes de los ojos.

—¿De los ojos?

—Has oído al forense, ¿no? El asesino los extrajo con un cuidado especial. No tengo la menor idea de qué puede significar eso. Puede ser fetichismo. Puede ser una voluntad de purificación particular. Es posible que estos ojos recuerden al asesino una escena que hubiera visto la víctima. O el peso de una mirada que el asesino hubiera vivido siempre como una obsesión. No lo sé. Es más bien oscuro y no me gusta esta clase de cháchara psicológica. Pero quiero que te recorras todo el pueblo y recojas todo lo que pueda relacionarse con los ojos.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, buscar si ha habido alguna vez en esta facultad o en el pueblo accidentes que conciernan a esa parte del cuerpo. Indaga también acerca de los procesos verbales de los últimos años en la brigada y hechos diversos en los periódicos de la zona. Riñas en las que pudiera haberse herido alguien. O mutilaciones de animales. No lo sé: tú busca. Indaga asimismo si hay problemas de ceguera, afecciones oculares en la región.

—¿Piensa realmente que puedo encontrar…?

—No pienso nada —replicó Niémans—. Hazlo.

Al extremo del pasillo, el policía de uniforme seguía lanzando miradas de soslayo. Al final dejó caer sus libros y desapareció. Niémans continuó en voz baja:

—También quiero saber exactamente qué hizo las últimas semanas Caillois. Quiero saber a quién vio, con quién habló. Quiero la lista de sus llamadas telefónicas y sus faxes. Quiero la lista de las cartas que recibió, todo. Caillois conocía tal vez a su asesino. Podría ser incluso que se hubiera citado con él allí arriba.

—¿Y su mujer no ha dicho nada útil?

Niémans no contestó. Joisneau añadió enseguida:

—Al parecer se siente incómoda.

Joisneau se guardó la agenda. Había recuperado el color.

—No sé si debería decirle esto… con este cuerpo mutilado… y este asesino desequilibrado merodeando por ahí…

—¿Qué?

—Pues que, en fin, tengo la impresión de aprender muchas cosas con usted.

Niémans hojeaba un libro de la estantería:
Topografía y relieve del departamento del Isère.
Lanzó el libro a las manos del teniente y concluyó:

—Bueno, pues reza para que aprendamos lo mismo sobre el asesino.

13

El perfil de la víctima acurrucada. Músculos torcidos bajo la piel como cuerdas. Llagas negras, violáceas, que rasgan en algunos puntos la carne pálida y azulada.

De vuelta a la sala donde trabajaba, Niémans observó las fotos Polaroid del cuerpo de Rémy Caillois.

El rostro de frente. Párpados entreabiertos sobre los agujeros negros de las órbitas.

Todavía con el abrigo puesto, pensó en los sufrimientos del hombre. En la violencia del terror que acababa de surgir en esta región inocente. Sin confesárselo, el policía temía lo peor. Otro asesinato, tal vez. O un crimen impune, barrido por los días y el miedo, que ayudarían a todos a olvidar. Mucho más que a recordar.

Las manos de la víctima. Fotografiadas desde arriba y desde abajo. Unas manos finas y bellas, entreabiertas sobre sus extremidades anónimas. Ni la sombra de una huella. Restos de metal en las muñecas. Granulosos. Oscuros. Minerales.

Niémans empujó su silla hacia atrás y se apoyó contra la pared. Cruzó las manos detrás de la nuca y meditó en sus propias frases: «Cada elemento de una investigación es un espejo. Y el asesino se oculta en uno de sus ángulos muertos». No conseguía alejar de su mente esta certidumbre: Caillois no había sido elegido al azar. Su muerte estaba relacionada con su pasado. A una persona que había conocido. A un acto que había cometido. O a un secreto que había desvelado.

¿Cuál?

Desde su infancia, Caillois pasaba su existencia en la biblioteca de la universidad. Y desaparecía cada fin de semana en las soledades etéreas que dominaban el valle. ¿Qué había podido hacer o descubrir para merecer su ejecución?

Niémans optó por una breve investigación sobre el pasado de la víctima. Por reflejo, o por obsesión personal, empezó por un detalle que le había llamado la atención cuando conoció a Sophie Caillois.

Después de varias comunicaciones telefónicas, contactó por fin con el 14 Regimiento de Infantería, situado en las afueras de Lyon, donde todos los jóvenes llamados a filas de la región del Isère pasaban la revisión médica. Después de haber facilitado su identidad y explicado la razón de sus llamadas, dio con el servicio de archivos e hizo exhumar el expediente informático del joven Rémy Caillois, que había sido dado de baja en los años ochenta.

Niémans percibió el sonido furtivo de las teclas de una máquina de escribir, los pasos lejanos en la sala y después el crujido de las hojas de papel. Pidió al archivero:

—Léame las conclusiones del expediente.

—No sé si… ¿Quién me demuestra que es usted comisario?

Niémans suspiró:

—Llame a la brigada de la gendarmería de Guernon. Pregunte por el capitán Barnes y…

—De acuerdo. Esto basta. Se lo leo. —Hojeó las páginas—. Paso de largo los detalles, las respuestas a las pruebas y todo eso. La conclusión es que su individuo fue dado de baja P4 por «esquizofrenia aguda». El psiquiatra añadió una nota manuscrita al margen… Escribió: «Imperativo tratamiento terapéutico», y subrayó estas palabras. Después anotó: «Contactar con el CHRU de Guernon». A mi juicio, su hombre debía de estar fatal, porque normalmente…

—¿Sabe usted el nombre del médico?

—Claro, es el comandante doctor Yvens.

—¿Sigue trabajando en su guarnición?

—Sí. Está arriba.

—Pásemelo.

—Yo… Está bien. No cuelgue.

Una música de fanfarria digital surgió del microteléfono y después sonó una voz muy grave, como en clave de
fa.
Niémans se presentó y repitió sus explicaciones. El doctor Yvens parecía escéptico. Al final preguntó:

—¿Cómo se llama el sujeto?

—Caillois, Rémy. Le dieron la baja P4 hace cinco años. Esquizofrenia aguda. ¿Existe una posibilidad de que usted lo recuerde? De ser así, querría saber si, en su opinión, fingía o no su locura.

La voz objetó:

—Esos documentos son confidenciales.

—Acaban de encontrar su cuerpo incrustado en una roca. Con la garganta abierta. Globos oculares extraídos. Torturas múltiples. El juez de instrucción Bernard Terpentes me ha hecho venir de París para investigar este asesinato. Podría ponerse en contacto con usted él mismo, pero así ganaremos tiempo. ¿Se acuerda de…?

—Me acuerdo —cortó Yvens—. Un enfermo. Un demente. No cabe la menor duda.

Sin confesárselo, era lo que Niémans esperaba, pero la respuesta le sorprendió. Repitió:

—¿No fingía?

—No. Veo farsantes todos los años. Los sanos de espíritu tienen mucha más imaginación que los verdaderos dementes. Dicen cualquier cosa, inventan delirios increíbles. Los verdaderos enfermos se reconocen con facilidad. Están presos en su locura. Obsesionados, carcomidos por ella. Incluso la demencia tiene su lógica… racional. Rémy Caillois era un enfermo. Un caso clínico.

—¿Cuáles eran los signos de su locura?

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