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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

Los ríos de color púrpura (30 page)

BOOK: Los ríos de color púrpura
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Sus certidumbres volvían a raudales. No, los asesinatos no habían sido perpetrados por un homosexual perturbado en busca de un físico o de un rostro. No, no se trataba de un asesino en serie que sacrificaba a víctimas inocentes al azar de sus furores. Se trataba de un asesino racional, de un ladrón de identidad profunda, de marcas biológicas, que actuaba bajo la influencia de un móvil preciso: la venganza.

Dejándose resbalar, Niémans se deslizó de nuevo hacia la buhardilla. Sólo el latido de su sangre resonaba en la casa del muerto. Sabía que no había terminado su búsqueda. Conocía la última conclusión de esa pesadilla: el cuerpo de Joisneau estaba allí, en alguna parte de la casa.

Unas horas antes de que lo mataran, el propio Chernecé había matado.

Niémans inspeccionó cada habitación, cada mueble, cada hueco. Volvió a la cocina, al salón, a los dormitorios. Cavó en el jardín, vació una cabaña bajo los árboles. Después descubrió en la planta baja, en el hueco de la escalera, una puerta tapizada de papel pintado. Arrancó bruscamente la chapa de sus goznes. El sótano.

Bajó corriendo la escalera mientras reconstruía con precisión los sucesos: si él había sorprendido al médico en camiseta y calzoncillos a las once de la noche, era porque el doctor salía de su sangrienta operación: el asesinato de Joisneau. Por ese motivo había desconectado el teléfono. Por ese motivo ordenaba cuidadosamente su gabinete, donde debía de haber apuñalado al joven teniente con uno de los estiletes cromados que el comisario había visto en el portaplumas chino. Por ese mismo motivo se ponía otro traje y preparaba sus maletas.

Estúpido y ciego, Niémans había interrogado a un verdugo al final de su macabra tarea.

En el sótano, el policía descubrió unos arcos y entramados de metal cubiertos por un tejido de telarañas que sostenían centenares de botellas de vino. Culos oscuros, cera roja, etiquetas ocres. El poli registró cada recoveco del sótano, desplazó toneles, tiró de las mallas de hierro, provocando el desmoronamiento de las botellas. Los charcos de vino exhalaban efluvios embriagadores.

Bañado en sudor, gritando y escupiendo, Niémans descubrió por fin una fosa, tapada con dos chapas de hierro inclinadas. Hizo saltar el candado y abrió las puertas.

En el fondo de la trampa yacía el cuerpo de Joisneau, medio sumergido en líquidos negros y corrosivos. Las botellas de plástico verde de salfumán flotaban a su alrededor. Las miasmas químicas habían iniciado su aterradora destrucción, absorbiendo el gas del cuerpo, mordiendo su carne y metamorfoseándola en lentas fumarolas, aniquilando progresivamente la entidad física que había sido Éric Joisneau, teniente del SRPJ de Grenoble. Los ojos abiertos del muchacho, que parecían fijos en el comisario, brillaban en el fondo de esa tumba atroz.

Niémans retrocedió y profirió un grito frenético. Sintió que las costillas se le levantaban y separaban como las varillas de un paraguas. Vomitó sus tripas, su rabia, sus remordimientos, agarrándose a los portabotellas entre una cascada de tintineos y chorros de vino.

No supo con exactitud cuánto tiempo pasó así. En los efluvios del alcohol. En las lentas volutas de los ácidos. Pero pronto se elevó en el fondo de su espíritu, lentamente, como una marea negra y venenosa, una verdad última que no tenía nada que ver con la ejecución de Joisneau, pero que proyectaba una luz nueva sobre la serie de asesinatos de Guernon.

Marc Costes había puesto en evidencia el parentesco entre los tres materiales que marcaban cada uno de los tres crímenes: el agua, el hielo, el cristal. Niémans comprendió ahora que no era esto lo importante. Lo importante era el contexto del descubrimiento de los cuerpos.

Rémy Caillois había sido descubierto a través de su reflejo en el río.

Philippe Sertys a través de su reflejo en el glaciar.

Edmond Chernecé a través de su reflejo sobre el tejado de cristal.

El asesino ponía en escena sus asesinatos de modo que se descubriera
antes
el reflejo del cuerpo que el cuerpo real.

¿Qué significaba eso?

¿Por qué el asesino se tomaba tantas molestias para organizar esa multiplicación de las apariencias?

Niémans no habría sabido explicar las motivaciones de esta estrategia, pero presentía un vínculo entre estos dobles, estos reflejos, y el robo de las manos y los ojos, que privaba al cuerpo de toda identidad profunda, de todo carácter único. Presentía en ello los dos movimientos convergentes de una misma sentencia, proclamada sin apelación por un tribunal: la destrucción total del SER de los condenados.

¿Qué habían hecho, pues, estos hombres para ser reducidos al estado de reflejos, para que su carne fuese privada de toda marca distintiva?

VIII
41

El cementerio de Guernon no se parecía al de Sarzac. Las estelas de mármol blanco se elevaban como pequeños témpanos simétricos sobre el césped oscuro. Las cruces se ponían de puntillas, como siluetas curiosas. Sólo las hojas muertas dejaban allí algunas notas irregulares, toques amarillos sobre la esmeralda de la hierba. Karim Abdouf recorría cada hilera, metódica y pacientemente, leyendo los nombres, los epitafios grabados en el mármol, la piedra o el hierro.

De momento, aún no había descubierto la tumba de Sylvain Hérault.

Mientras caminaba, reflexionaba sobre su investigación y el giro brutal de estas últimas horas. Había venido a este pueblo lo más aprisa posible, sin vacilar en «secuestrar» por ello un soberbio Audi. Pensaba entonces detener a un profanador de sepulturas y se había encontrado metido de lleno en un caso de asesinatos en serie. Ahora que había leído y aprendido de memoria el expediente completo de la investigación de Niémans, se esforzaba en convencerse del carácter encadenado de su propia investigación. El robo con escalo en la escuela y la violación del panteón de Sarzac habían revelado el destino trágico de una familia. Y ese destino se abría ahora sobre una serie de crímenes en Guernon. El personaje de Sertys interpretaba el papel de eje entre los dos casos y Karim estaba decidido a seguir su propio camino hasta descubrir otros puntos de contacto, otros vínculos.

Pero aquella espiral vertiginosa no era lo que más le fascinaba, sino el hecho de encontrarse ahora al lado de Pierre Niémans, el comisario que tanto le había marcado en los seminarios de Cannes-Écluse. El poli de los reflejos de espejos y las teorías atómicas. Un hombre de acción, violento, colérico, consagrado a su trabajo. Un investigador brillante que se había reservado el papel de fiera en el mundo de los inspectores, pero que al final había sido arrinconado a causa de su carácter incontrolable y de sus accesos de violencia psicótica. Karim no dejaba de pensar en esta nueva asociación. Estaba orgulloso, desde luego. Y excitado. Pero también le turbaba haber pensado en ese individuo precisamente aquel mismo día, unas horas antes de conocerle.

Karim recorrió la última avenida del cementerio. Nada sobre Sylvain Hérault. Sólo le faltaba visitar un edificio con aires de capilla, sostenido por dos columnas ruinosas: el crematorio. Tras varios pasos rápidos, el teniente llegó al edificio. No dejar ningún cabo suelto, nunca. Un pasillo de luz tamizada se abrió ante él, perforado por pequeños nichos con nombres y fechas grabados. Se encaminó hacia la sala de las cenizas, lanzando breves miradas a izquierda y derecha. Pequeñas puertas parecidas a buzones estaban escalonadas, con diferentes escrituras y motivos. A veces, un ramillete marchito dibujaba una nota de color en el hueco de un nicho. Después continuaba la monocorde letanía. En el fondo, un muro de mármol tallado exhibía el texto de una plegaria.

Karim se acercó más. Un viento húmedo, incierto, como distraído, silbaba entre las paredes. Finas columnas de yeso se entrelazaban con las piernas del poli, mezclándose con los pétalos secos.

Fue entonces cuando la percibió.

La placa funeraria. Se aproximó y leyó: Sylvain Hérault. Nacido en febrero de 1951. Muerto en agosto de 1980. Karim no se esperaba que el padre de Judith hubiera sido incinerado. Esta técnica no cuadraba con las convicciones religiosas de Fabienne.

Pero no fue esto lo que le dejó más estupefacto. Fueron las flores, rojas, vivas, hinchadas de savia y de rocío, colocadas en el fondo del tragaluz. Karim palpó los pétalos: el ramillete era muy fresco; había sido depositado aquel mismo día. El policía dio media vuelta, detuvo su gesto y chasqueó los dedos.

Las pistas se encadenaban.

Abdouf salió del cementerio y dio la vuelta al muro del recinto en busca de una casa, de una barraca ocupada por algún guarda. Descubrió un pequeño pabellón destartalado, contiguo al santuario por el lado izquierdo. Una ventana brillaba con luz débil.

Abrió el portal sin el menor ruido y penetró en un jardín cuyas alturas estaban coronadas por una reja, como una jaula gigante. En alguna parte resonaban unos arrullos. ¿A qué se debería ahora este capricho?

Karim dio varios pasos; los arrullos se acentuaron, unos aleteos rompieron el silencio como ligeros cortapapeles. El poli entornó los ojos hacia un muro de nichos que le recordó el crematorio. Palomas. Centenares de palomas grises que dormitaban en pequeñas arcadas verdeoscuras. El policía subió los tres escalones y llamó al timbre de la puerta, que se abrió enseguida.

—¿Qué quieres, cerdo?

El hombre sostenía una escopeta de aire comprimido y le apuntaba.

—Soy de la policía —dijo Karim con voz tranquila—. Permítame enseñarle el carné y…

—¿Y qué más, moraco? Y yo el Espíritu Santo. ¡No te muevas!

El poli bajó de espaldas los escalones. El insulto le había electrizado. Con algo menos podía sentir ganas de matar.

—¡No te muevas, he dicho! —gritó el sepulturero, apuntando con la escopeta a la cara del poli.

De las comisuras de los labios le brotaba una saliva espumosa.

Karim volvió a retroceder, lentamente. El hombre temblaba. Bajó a su vez un peldaño. Blandía su arma como un campesino bravucón amenazando a un vampiro en una película de serie B. Unas palomas aleteaban detrás de ellos como si hubieran percibido la tensión en el aire.

—Voy a destrozarte la cara, voy a…

—Eso me sorprendería, abuelo. Tu arma está descargada.

El baboso rió con sarcasmo.

—¿Ah, sí? Esta noche está cargada, cara culo.

—Puede ser, pero no has corrido el cerrojo.

El hombre lanzó una breve mirada a su fusil. Karim aprovechó para saltar los dos escalones y apartar el cañón engrasado con la mano izquierda mientras desenfundaba su Glock con la derecha. Empujó al hombre contra el marco de la puerta y le aplastó la muñeca contra un mueble.

El sepulturero chilló y soltó la escopeta. Cuando levantó la vista, fue para descubrir el orificio negro de la automática apuntando a pocos centímetros de su frente.

—Escúchame, idiota —murmuró Karim—. Necesito información. Tú respondes a mis preguntas, yo me largo, y lo dejamos estar. Si haces el tonto, la cosa se complicará. Se complicará mucho. Sobre todo para ti. ¿Vale?

El guarda asintió, con los ojos fuera de las órbitas. Toda la agresividad había desaparecido de su rostro, para dar paso a un rojo subido. Era el «rojo del pánico» que Karim conocía muy bien. Apretó aún más la garganta arrugada.

—Sylvain Hérault. Agosto de 1980. Incinerado. Habla.

—¿Hérault? —balbució el sepulturero—. No lo conozco.

Karim lo atrajo hacia sí y le empujó de nuevo contra la arista de la pared. El guarda hizo una mueca. La sangre salpicó la piedra. El pánico había contagiado a los nichos. Las palomas volaban ahora en todas direcciones, prisioneras de las rejas. El poli susurró:

—Sylvain Hérault. Su mujer era muy alta. Morena. De pelo rizado. Con gafas. Y muy guapa. Como su hijita. Reflexiona.

El baboso meneó la cabeza con pequeños movimientos nerviosos.

—Está bien, me acuerdo… fue un entierro muy extraño… No había nadie.

—¿Cómo es eso: nadie?

—Tal como te digo: ni siquiera vino la buena mujer. Me pagó por anticipado, por la incineración, y después no la he visto más. Quemé el cuerpo. Estaba… Estaba yo solo.

—¿De qué murió el hombre?

—Un… un accidente… un accidente de coche.

El
beur
recordó la autopista y las atroces fotografías del cuerpo del niño. La violencia de la carretera: un nuevo
leitmotiv,
un nuevo elemento recurrente. Abdouf soltó a su presa. Las palomas se arremolinaban, rasgándose contra las mallas del tejado.

—Quiero detalles. ¿Qué sabes al respecto?

—Lo… lo atropelló un mal conductor, en la departamental que conduce al Belledonne. Iba en bicicleta… Se dirigía al trabajo… El conductor debía de llevar una buena cogorza… Yo…

—¿No hubo una investigación?

—No lo sé… En cualquier caso, nunca se supo quién fue… Encontraron el cuerpo en la carretera, despachurrado.

El desconcierto dominaba a Karim.

—Dices que iba al trabajo; ¿qué clase de trabajo?

—Trabajaba en los pueblos de las alturas. Era cristalero…

—¿Qué es eso?

—Los tipos que van a buscar cristales preciosos en las cumbres… Parece ser que era el mejor, pero corría muchos riesgos…

Karim cambió de tema:

—¿Por qué no fue nadie de Guernon al entierro?

El hombre se frotó el cuello, quemado como el de un ahorcado. Lanzaba miradas de pasmo hacia sus palomas heridas.

—Eran nuevos… Venían de otro pueblo… Taverlay… En las montañas… A nadie se le habría ocurrido ir a ese entierro. ¡No había nadie, ya te lo he dicho!

Karim formuló la última pregunta:

—Hay un ramillete de flores ante la urna: ¿quién viene a traerlas?

El guarda miró al techo con ojos acosados. Un ave moribunda cayó sobre sus hombros. Contuvo un grito y después balbució:

—Siempre hay flores…

—¿Quién viene a ponerlas? —repitió Karim—. ¿Es una mujer muy alta? ¿Una mujer con una melena negra? ¿Es la propia Fabienne Hérault?

El viejo negó enérgicamente.

—Entonces, ¿quién?

El baboso vaciló, como si temiera pronunciar las palabras que temblaban en sus labios con un hilo de saliva. Las plumas flotaban como una nieve gris. Murmuró al final:

—Es Sophie… Sophie Caillois.

El poli se quedó anonadado. De improviso, un nuevo vínculo se tendía ante él entre los dos casos. Un maldito torniquete que le apretaba hasta hacerle estallar su excitado corazón. Preguntó, a pocos milímetros del hombre:

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