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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

Los ríos de color púrpura (31 page)

BOOK: Los ríos de color púrpura
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—¿Quién?

—Sí… —hipó—. La… la mujer de Rémy Caillois. Viene cada semana. En ocasiones, incluso varias veces. Cuando me enteré del asesinato por la radio, quise ir a comunicarlo a los gendarmes… Se lo juro… Quería informarles… Es posible que esto tenga alguna relación con el crimen… Yo…

Karim dejó al viejo con sus rejas y sus aves. Empujó el portal de hierro y corrió hacia su coche. El corazón le latía como un gong.

42

Karim condujo hasta el edificio central de la universidad. Vio enseguida al policía que vigilaba la entrada principal. Sin duda el oficial encargado de vigilar a Sophie Caillois. Prosiguió su ruta, impasible, dio la vuelta al edificio y descubrió una entrada lateral: dos puertas de cristal oscuro bajo un tejadillo de cemento agrietado, más o menos adornado con un toldo de plástico. El poli detuvo el coche a cien metros de allí y consultó el plano de la universidad que había ido a buscar al CG de Niémans, un plano rotulado que indicaba el apartamento de los Caillois: el número 34.

Salió bajo la lluvia y caminó hacia las puertas. Se puso las manos en las sienes y se aplastó contra el cristal para mirar el interior. Las puertas estaban cerradas y unidas con un antirrobo de moto, un viejo modelo en forma de arco. La lluvia arreciaba y golpeaba el toldo con un ritmo atronador. Un ruido semejante hacía olvidar todo miramiento relativo a la entrada ilegal. Karim retrocedió y rompió el cristal de un patadón.

Se precipitó hacia un pasillo estrecho y luego descubrió un vestíbulo inmenso y sombrío. Echó una ojeada a través de los cristales y vio todavía al vigilante, que tiritaba fuera. Se deslizó por el hueco de la escalera, a la derecha, y subió los peldaños de cuatro en cuatro. Las luces de emergencia le permitían orientarse sin encender las luces de neón. Karim se esforzaba en no hacer resonar ni los peldaños suspendidos ni las láminas de metal verticales que se levantaban en el hueco de la escalera.

En el octavo piso, ocupado por los cuartos de los internos, reinaba el silencio. Karim enfiló el pasillo, siempre guiado por el plano anotado de Niémans. Siguió avanzando mientras intentaba distinguir los nombres garabateados encima de los timbres. Percibía bajo sus pasos la insensibilidad de las planchas de linóleo.

Incluso a esa hora de la mañana habría sido de esperar oír música, una radio, cualquier cosa que evocara las soledades confinadas de los internos. Pero no, nada. Quizá los estudiantes se encerraban en sus cuartos aterrados ante la idea de que el asesino fuera a arrancarles los ojos. Karim siguió caminando y por fin encontró la puerta que buscaba. Dudó en llamar al timbre y finalmente llamó a la puerta de madera con un golpe ligero.

Ninguna respuesta.

Llamó de nuevo, siempre con suavidad. Nadie contestó. Ningún ruido en el interior. Ninguna agitación. Era extraño: la presencia del vigilante, abajo, inducía a pensar que Sophie Caillois estaba en su casa.

Movido por un reflejo, Karim desenfundó su Glock y escudriñó las cerraduras. El cerrojo no estaba echado. El poli se puso los guantes de látex y sacó un abanico de varillas de polímero. Deslizó una de ellas bajo el pestillo de la cerradura principal, ejerciendo al mismo tiempo presión contra la puerta mientras la empujaba hacia arriba. Se abrió a los pocos segundos. Karim entró, sin hacer más ruido que un soplo.

Inspeccionó cada habitación del apartamento. Nadie. Un sexto sentido le decía que la mujer se había largado. Sin retorno. Prosiguió el registro de una forma más meticulosa. Se fijó en las imágenes extrañas de las paredes: atletas con cabezas rapadas, en blanco y negro, suspendidos de anillas o corriendo en un estadio. Buscó en los muebles, en los cajones. Nada. Sophie Caillois no había dejado ningún mensaje, ningún detalle que revelara su marcha, pero Karim intuía que había hecho las maletas. Y él no podía abandonar aquel apartamento. Un detalle, cuya naturaleza aún no percibía, le impedía irse. El policía se volvió, dio vueltas y más vueltas para descubrir el pequeño grano de arena que obstaculizaba la lógica del instante.

Por fin lo encontró.

Flotaba un fuerte olor a cola. Cola de empapelado, apenas seca. Karim se precipitó a lo largo de las paredes a fin de observarlas una por una. ¿Habrían cambiado los Caillois simplemente de decoración unos días antes de que irrumpiera en sus vidas la violencia? ¿Sería una simple casualidad? Karim rechazó la idea: en este caso no había casualidades ni el menor elemento que no perteneciera a la pesadilla general.

Por un impulso, apartó algunos muebles y despegó un primer panel. Nada. Karim se detuvo: estaba fuera de su jurisdicción, no tenía ninguna orden y causaba daños en el apartamento de una mujer que iba a convertirse en sospechosa principal. Dudó un segundo, tragó saliva y luego despegó otra tira de papel. Nada. Karim dio media vuelta y deslizó los dedos bajo otra zona de papel pintado. Tiró de él y descubrió una gran superficie de la capa precedente.

Escrito en la pared, pudo leer el final de una inscripción de color pardo. La única palabra que descifró fue:
púrpura
. Arrancó enseguida el papel contiguo a la palabra en la parte izquierda. El mensaje apareció entero, bajo los regueros de cola.

Subiré a la fuente

de los ríos de color púrpura

Judith

La caligrafía era la de un niño y la tinta utilizada era sangre. La inscripción estaba grabada en el yeso, como tallada con un cuchillo. El asesinato de Rémy Caillois. Los «ríos de púrpura». Judith. Ya no se trataba de vínculos, de relaciones, de ecos. A partir de ahora, los dos casos eran uno solo.

De improviso, un ligero temblor resonó a sus espaldas. Con un gesto reflejo, Karim se volvió. Ya agarraba su Glock con los dos puños. Sólo tuvo tiempo de percibir una sombra que desaparecía por la puerta entornada. Gritó y se precipitó afuera.

La silueta acababa de desvanecerse en el recodo del pasillo. Los ruidos de pasos apresurados ya habían hecho cundir el pánico en el largo corredor que parecía al acecho de la menor señal de peligro para animarse. Las puertas se abrían subrepticiamente para dar paso a miradas de pasmo.

El poli alcanzó corriendo el primer recodo y rebotó con un golpe de hombros. Enfiló la nueva línea recta. Ya oía las resonancias graves de la escalera suspendida.

Saltó el hueco. Las láminas de metal vibraban en toda su longitud a medida que la sombra bajaba los peldaños de granito. Karim le seguía los talones. Sus suelas de crampones sólo se posaban una vez por tramo.

Los pisos se sucedían. Karim ganaba terreno. Se hallaba ya a sólo un suspiro de su presa. Ahora descendían el mismo piso, por los dos lados de la pared de lamas verticales. El poli divisó al trasluz a su izquierda la espalda negra y brillante de un impermeable. Alargó la mano a través de la simetría metálica y agarró la manga de la sombra por el hombro. Pero no lo bastante fuerte. El brazo se dobló en ángulo recto, pillado por el torno de láminas. La silueta se escapó. Karim reanudó la carrera. Había perdido unos segundos.

Llegó al inmenso vestíbulo. Totalmente desierto. Totalmente silencioso. Karim vio fuera al vigilante, que no se había movido. Se abalanzó hacia la puerta lateral por la cual había entrado. Nadie. Una cortina de lluvia le bloqueaba todo el horizonte hacia el exterior.

Karim profirió un juramento. Pasó por delante del cristal roto y escrutó el campus, enturbiado por el gris tornasolado de la llovizna. Ni una presencia, ni un coche. Sólo el ruido del toldo, que chapoteaba con furor. Karim bajó el arma y giró los talones, crispado en una última esperanza: tal vez la sombra estaba aún en el interior.

De repente, una fuerte oleada le catapultó contra los batientes acristalados. Por un breve instante, no supo qué le ocurría y soltó el arma. Un flujo helado lo sumergió. Acurrucado en el suelo, Karim proyectó una mirada hacia arriba y comprendió que el toldo del tejadillo acababa de ceder, sobrecargado por el peso del temporal.

Creyó que era un accidente.

No obstante, detrás de la tela de plástico, todavía suspendida del tejado por dos hilos delgados, apareció la sombra, negra y reflectante. Impermeable negro, piernas enfundadas en unos leotardos, el rostro tapado por un pasamontañas y cubierto éste por un casco de ciclista, reluciente como la cabeza de un abejorro vitrificado, sostenía con ambas manos la Glock de Karim, apuntando directamente a su rostro.

El poli, ante la amenaza, abrió la boca pero no emitió ninguna palabra.

De improviso, la sombra apretó el gatillo y vació el cargador con un multiplicado estruendo de cristales. Karim se encogió, protegiéndose la cara con las manos. Gritó con voz crispada mientras el estrépito de las detonaciones se mezclaba al del cristal hecho añicos y de la lluvia circundante.

Maquinalmente, Karim contó las dieciséis balas y encontró la fuerza suficiente para levantar los ojos cuando los últimos casquillos rebotaban contra el suelo. Tuvo el tiempo justo de ver una mano desnuda soltar el arma y desaparecer tras la cortina de lluvia. Era una mano mate, nudosa como una liana, con arañazos, tiritas y uñas muy cortas.

Una mano de mujer.

El poli miró unos instantes su Glock que humeaba todavía por la cámara de la culata. Después fijó la vista en la culata cuadriculada por rombos minúsculos. Aún le resonaba la cabeza por las múltiples detonaciones. Las ventanas de su nariz respiraban el olor violento de la cordita. Unos segundos más tarde, el policía que vigilaba la entrada principal llegó por fin, con el arma en la mano.

Pero Karim no oyó sus requerimientos ni sus gritos de pánico. En aquel apocalipsis asimilaba ahora dos verdades.

Una: la asesina le había dejado con vida.

Dos: él tenía sus huellas dactilares.

43

—¿Qué hacía en casa de Sophie Caillois? Está usted fuera de su jurisdicción, ha infringido las leyes más elementales, podríamos…

Karim observaba al capitán Vermont iracundo: el cráneo desnudo y el rostro escarlata. Asintió lentamente y se esforzó en mostrar una expresión contrita.

—Ya se lo he explicado todo al capitán Barnes. Los asesinatos de Guernon conciernen a un caso que estoy investigando… Un caso ocurrido en mi municipio, Sarzac, departamento del Lot.

—Primera noticia. Pero eso no explica su presencia en casa de un testigo importante ni el allanamiento de domicilio. —Había convenido con el comisario Niémans que…

—Olvídese de Niémans. Ha sido apartado del caso. —Vermont lanzó un exhorto por encima de la mesa—. Los muchachos del SRPJ acaban de llegar.

—¿De veras?

—El comisario Niémans está bajo vigilancia. La noche pasada golpeó a un
hooligan
inglés a la salida de un partido en el Parque de los Príncipes. El asunto se ha complicado. Ha sido llamado a París.

Karim comprendió ahora por qué Niémans investigaba en este pueblo. Sin duda el poli de hierro había querido poner tierra de por medio después de ese enésimo tropezón, tan propio de su estilo. Pero él no le veía volviendo a París aquella noche. No le veía abandonando el caso… y menos aún para rendir cuentas al IGS o al Palais-Bourbon. Pierre Niémans desenmascararía primero al asesino y su móvil. Y Karim estaría a su lado. No obstante, simuló seguir al gendarme en su terreno:

—¿Los muchachos del SRPJ ya han tomado las riendas de la investigación?

—Todavía no —respondió Vermont—. Debemos ponerles al corriente.

—Se diría que no van a echar de menos a Niémans.

—Se equivoca. Es un enfermo, pero al menos conoce el mundo del crimen. Lo transpira, incluso. Con los polis de Grenoble, tendremos que empezar de cero. ¿Y para llegar adónde, le pregunto?

Karim plantó los dos puños sobre la mesa y se inclinó hacia el capitán.

—Llame al comisario Henri Crozier, del puesto de policía de Sarzac. Verifique mis informaciones. Con o sin jurisdicción, mi investigación está vinculada a los crímenes de Guernon. Una de las víctimas, Philippe Sertys, profanó el cementerio de mi pueblo anoche, justo antes de morir.

Vermont hizo una mueca de escepticismo.

—Redacte un informe. Víctimas que profanan un cementerio. Polis que vienen de todas partes. Si cree que esta historia no es ya bastante complicada…

—Yo…

—El asesino ha atacado otra vez.

Karim dio media vuelta: Niémans estaba en el umbral. Tenía la cara lívida y las facciones tensas. El árabe pensó en las esculturas de los mausoleos que había cruzado estas últimas horas.

—Edmond Chernecé —continuó Niémans—, oftalmólogo de Annecy. —Se acercó a la mesa y miró fijamente a Karim y después a Vermont—. Estrangulación por cable. Sin ojos. Sin manos. La serie no se detiene.

Vermont empujó el asiento contra el muro. Al cabo de varios segundos, masculló en tono plañidero:

—Se le había dicho. Todo el mundo se lo había dicho…

—¿Qué? ¿Qué me habían dicho? —gritó Niémans.

—Es un asesino en serie. Un criminal psicópata. ¡A la americana! Hay que emplear los métodos de allí. Llamar a especialistas. Trazar un perfil psicológico… No sé… Incluso yo, un gendarme de provincias…

Niémans vociferó:

—¡Es una serie, pero no un asesino en serie! No es un demente. Lleva a cabo una venganza. Tiene un móvil racional que concierne a sus víctimas. ¡Existe un vínculo entre esos tres hombres que hoy explica su desaparición! Joder. Es eso lo que debemos descubrir.

Vermont calló y esbozó un gesto de cansancio. Karim aprovechó el silencio:

—Comisario, déjeme…

—No es el momento.

Niémans se enderezó y alisó con un ademán nervioso los faldones de su abrigo. Esta coquetería no cuadraba con su cabeza de poli cuadriculado. Karim insistió:

—Sophie Caillois ha hecho el equipaje.

Los ojos enmarcados por los círculos de cristal se volvieron hacia él.

—¿Cómo? Habíamos apostado un hombre…

—No ha visto nada. Y en mi opinión, ya está lejos.

Niémans observaba a Karim. Como a un animal inusitado, genéticamente improbable.

—¿Qué quiere decir este nuevo desastre? —inquirió—. ¿Por qué tenía que huir?

—Porque usted tenía razón desde el principio. —Karim se dirigía al comisario, pero miraba a Vermont—. Las víctimas comparten un secreto. Y ese secreto está relacionado con los asesinatos. Sophie Caillois ha huido porque conoce ese vínculo. Y porque es, tal vez, la próxima víctima del asesino.

—Cojones…

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