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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

Los ríos de color púrpura (26 page)

BOOK: Los ríos de color púrpura
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—Yo… Está bien. De acuerdo. ¿Cuándo piensa llamarme?

—No lo sé. Pronto. Entonces se lo explicaré todo.

Karim colgó y examinó de nuevo los coches del aparcamiento. Había Audis, BMW, Mercedes, brillantes, rápidos… y rebosantes de alarmas. Miró el reloj: eran más de las ocho, hora ya de afrontar a la vieja fiera. El teniente marcó el número directo de Henri Crozier. Al instante se oyó vociferar:

—Cabronazo de mierda,
¿Dónde estás?

—Prosigo mi investigación.

—Espero que ya estés en camino de la comisaría.

—No. Tengo que hacer un último rodeo. A la montaña.

—¿A la montaña?

—Sí, a una pequeña ciudad universitaria, cerca de Grenoble. A Guernon.

Hubo un silencio y luego Crozier continuó:

—Espero que tengas una buena razón para…

—La mejor, comisario. Mi pista se remonta a esa ciudad. En ella pienso descubrir las huellas de los profanadores.

Crozier no añadió nada. El aplomo de Karim parecía dejarle sin aliento. Aprovechando la ventaja, el teniente atacó:

—¿Hay novedades sobre el vehículo?

El comisario vaciló. Karim elevó el tono:

—¿Tenéis novedades, sí o no?

—Hemos localizado el vehículo y a su propietario.

—¿Cómo?

—Un testigo, en la D143. Un campesino que iba a su casa con el tractor. Ha visto pasar un Lada blanco hacia las dos de la madrugada. Ha tenido el tiempo justo de aprender de memoria el número del departamento. Lo hemos verificado: un Lada acaba de matricularse allí. En el control técnico, aún llevaba sus neumáticos eslavos. Es nuestro automóvil. Una certidumbre digamos del ochenta por ciento.

Karim reflexionó. Esta información le parecía sospechosa, aparecía en un momento demasiado preciso.

—¿Por qué ha hablado el testigo?

Crozier soltó una risa burlona.

—Porque Sarzac está que arde. Los muchachos del SRPJ han llegado con su discreción habitual. Actúan estilo Carpentras, como si se tratase de una profanación en toda regla. —Crozier echó pestes de ellos—. Los medios de comunicación también están allí. Es una mierda.

Karim apretó las mandíbulas.

—Demeel nombre del pueblo, rápido.

—A mí no se me habla de este modo, Karim. Yo…

—El nombre, comisario. ¿No comprende que es
mi
investigación? ¿Que soy el único que conoce las raíces de este follón?

Crozier trató de guardar silencio, sin duda para recuperar el dominio de sí mismo. Cuando habló, su voz era impasible:

—Karim, nadie me ha hablado así durante toda mi carrera. O sea que quiero aclarar esto de «tu» investigación. Y ahora mismo. Si no, te pego al culo un aviso de búsqueda.

El timbre de la voz indicaba que ya no se podía negociar. Karim resumió en pocas palabras los resultados de sus indagaciones. Contó la historia de Fabienne y de Judith Hérault, las simuladoras fugitivas. Describió su absurda carrera, su cambio de identidad, el accidente de coche que había costado la vida de la niña. Crozier concluyó, perplejo:

—Tu caso es una novela.

—La muerte es una novela, comisario.

—Sí… Con todo, no veo la relación entre tu historia y nuestro asunto…

—Le diré lo que pienso, comisario. Fabienne Hérault no estaba loca. Unos hombres la perseguían realmente. Y creo que son los mismos hombres que han vuelto esta noche a Sarzac.

—¿Cómo?

Karim inspiró en profundidad.

—Creo que han vuelto a comprobar algo. Algo que ya sabían, pero que un suceso repentino ha puesto de nuevo sobre el tapete, en otra parte.

—¿Dónde vas a buscar todo esto? Y en primer lugar, ¿quiénes serían estos hombres?

—Ni idea. Pero en mi opinión, los diablos han vuelto, comisario.

—Esto es pura conjetura.

—Tal vez, pero los hechos están aquí: hay un robo con escalo en la escuela Jean-Jaurès y violan la sepultura de Jude Itero. Así que, por favor,demeel nombre del profanador y de su pueblo, comisario. Quiero saber si se trata de Guernon. Para mí, la clave de la pesadilla esta allí y…

—Toma nota. El nombre es: Philippe Sertys, calle Maurice-Blasch, 7.

La voz de Karim vibró:

—¿Qué pueblo, comisario? ¿Guernon?

Crozier hizo una pausa.

—Guernon, sí. No sé por qué milagro has llegado hasta allí, pero, es increíble, eres tú quien tiene la pista más caliente.

VII
36

Las imágenes de la fotógrafa alemana habían tomado cuerpo.

Los atletas de sienes afeitadas corrían en el estadio del Berlín de la preguerra. Ligeros. Poderosos. Hieráticos. Su carrera había adoptado la cadencia de una vieja película parpadeante, de grano mineral, pigmentada como la superficie de una tumba. Veía correr a los hombres. Oía sus talones sobre la pista. Presentía su aliento, ronco, latiendo a destiempo de cada uno de sus pasos.

Sin embargo, unos detalles turbios se inmiscuían. Los rostros eran demasiado sombríos, demasiado cerrados. Las mandíbulas demasiado fuertes, demasiado prominentes. ¿Qué escondían esas miradas? Cuando un clamor grave e histérico se elevaba desde las graderías, los atletas exhibían de improviso sus órbitas arrancadas, sus ojos sin globos, que no les impedían ver, ni siquiera correr. Al revés, en el fondo de aquellas llagas vivas parecía agitarse un nuevo hormigueo… chasquidos de lengua… fulgores animales…

Niémans se despertó, cubierto de un sudor helado. La luz blanca del ordenador le deslumbró enseguida, como en un simulacro de interrogatorio. Se rehízo discretamente y escondió la cabeza entre los hombros. Echó una mirada circular a su alrededor: nadie le había visto adormilarse ni cómo el terror le había robado en un momento sus sueños, tomando la forma de las fotografías vistas en casa de Sophie Caillois. Las imágenes de aquella realizadora nazi cuyo nombre había olvidado.

Las nueve de la noche.

Sólo había dormido cuarenta y cinco minutos. Después de su visita al almacén, Niémans había enviado enseguida sus hallazgos (el pequeño cuaderno, el entramado de metal y las partículas de polvo blanquecino) al ingeniero de Grenoble Patrick Astier, a través de Marc Costes, que seguía esperando la llegada al hospital del cadáver de los hielos.

Después, Niémans había ido allí, a la biblioteca de la universidad, para iniciar, por si acaso, una indagación sobre los vocablos «ríos» y «púrpura». Primero observó los mapas, en busca de una red hidrográfica que llevara este nombre. Después consultó el índice informático, buscando un libro, un catálogo, un documento que pudiera contener estos términos. Pero no encontró nada y, durante la lectura, se durmió. Tras casi cuarenta horas sin dormir, los nervios le habían fallado, como a un títere al que hubiesen cortado los hilos.

El comisario lanzó otra ojeada hacia la gran sala de lectura. Ante las mesas y en los compartimientos acristalados, una decena de policías de paisano llevaba a cabo sus indagaciones, descifrando los libros que trataban del mal, la pureza o los ojos… Dos de ellos elaboraban la lista de los estudiantes que habían consultado con frecuencia algunos de estos libros supuestamente sospechosos. Otro seguía leyendo la tesis de Rémy Caillois.

Pero Niémans ya no creía en la pista literaria, como tampoco esos policías que ahora esperaban el relevo. Desde hacía dos horas, todo el mundo sabía que el SRPJ de Grenoble había vuelto a tomar las riendas de la investigación, habida cuenta de los pobres resultados de la asociación Niémans/Barnes/Vermont.

En efecto, la investigación no había progresado ni un ápice, pese a la multiplicación de las fuerzas en activo. Para ayudar a los equipos del capitán Vermont a dividir en zonas los terrenos de la punta del Muret y después el flanco oeste de la montaña de Belledonne, habían sido requeridos trescientos militares acantonados en la base de Romans. Habían llegado en camiones alrededor de las siete de la tarde e iniciado enseguida el trabajo de rastrillado nocturno, bajo las órdenes de Vermont. Aparte de estos soldados, el capitán había movilizado asimismo a dos compañías de CRS con base en Valence.

Ya habían sido exploradas más de trescientas hectáreas. De momento, ese registro sistemático no había dado ningún resultado… ni lo daría, Niémans estaba seguro. Si el asesino hubiera dejado otros indicios, ya habrían sido descubiertos. No obstante, el comisario permanecía en contacto radiado con Vermont y él mismo había trazado sobre un mapa del IGN los puntos cruciales de la investigación: los lugares donde descubrieron el primero y segundo cuerpo, el emplazamiento de la facultad, del almacén de Sertys, la situación de cada refugio…

La vigilancia de la red de carreteras también se había intensificado. De ocho controles había pasado a veinticuatro. Ahora cubría una superficie muy amplia alrededor de Guernon. Todos los pueblos grandes y pequeños, las entradas y salidas de la autopista, las carreteras nacionales y departamentales estaban vigiladas.

En cuanto al papeleo, la actividad también se incrementaba, bajo la responsabilidad del capitán Barnes. Las opciones de búsqueda se prolongaban. Los faxes no cesaban de caer: testimonios, respuestas a los cuestionarios, comentarios… Otros formularios partían en dirección a las estaciones de esquí de los alrededores. Se cruzaban mensajes y circulares, y la centralita de la brigada había sido equipada con varios faxes nuevos.

Se dedicaban asimismo, desde primeras horas de la tarde, a interrogar a todos aquellos que durante las últimas semanas habían estado en contacto con la primera víctima. Otro equipo seguía interrogando a los mejores alpinistas de la región, sobre todo a los que ya habían recorrido el glaciar de Vallernes. Hombres salvajes que no vivían en Guernon, sino en los pueblos de las alturas, encaramados al flanco rocoso suspendido sobre la ciudad universitaria. La brigada ya no daba más de sí.

Otro equipo, perteneciente esta vez a las filas de Vermont, reconstruía minuciosamente el eventual itinerario de Rémy Caillois en su última expedición, mientras otros ya se dedicaban al itinerario de la segunda víctima, así como al del homicida, hasta la cumbre del glaciar. Los trazados se numeraban, memorizaban y comparaban por ordenador.

En el centro de esta fiebre, de este rumor de guerra, Niémans se obstinaba en el aspecto íntimo. Estaba más persuadido que nunca de que encontraría al asesino al descubrir su móvil. Y su móvil era, tal vez, la venganza. Pero debía tomar precauciones extremas con esta hipótesis. Ni las autoridades ni el gran público apreciaban la paradoja en materia criminal. Oficialmente, un asesino mataba a personas inocentes. Ahora bien, Niémans intentaba demostrar ahora que estas víctimas eran también culpables.

¿Cómo avanzar por este terreno? Caillois y Sertys habían echado el cerrojo de su existencia sobre sus secretos. Sophie Caillois no diría una palabra, y seguirle los pasos no había dado hasta ahora ningún resultado. En cuanto a la madre de Sertys o a los colegas del auxiliar de enfermería, ya interrogados, sólo conocían la imagen convencional de Philippe Sertys. Su madre no estaba siquiera al corriente de la existencia del almacén, que no obstante había pertenecido a su marido, René Sertys.

¿Entonces?

Entonces Niémans sólo pensaba, en aquel instante, en otro misterio, que empezaba a desbancar a todos los demás en su conciencia. Conectó su teléfono y volvió a llamar a Barnes:

—¿Algo nuevo sobre Joisneau?

El joven teniente, el policía impecable que ardía en deseos de adquirir la sabiduría del «maestro», aún no había reaparecido.

—No —dijo guturalmente Barnes—. He enviado a uno de mis chicos al instituto de los ciegos, para saber adónde puede haber ido después.

—¿Y qué?

El capitán articuló en voz baja:

—Joisneau ha abandonado el instituto más o menos a las cinco. Al parecer ha salido hacia Annecy, para visitar a un oftalmólogo. Un profesor de la Facultad de Guernon que se ocupa de los pacientes del instituto.

—¿Le ha llamado?

—Desde luego. Hemos intentado llamar a sus números profesionales y personales. Ninguno responde.

—¿Tiene las señas?

Barnes dictó a Niémans un solo nombre de calle: el médico vivía en una casa donde también tenía su consulta.

—Iré y volveré enseguida —decidió Niémans.

—Pero… ¿por qué? Joisneau acabará por…

—Me siento responsable.

—¿Responsable?

—Si el chico ha hecho una tontería, si ha corrido un riesgo inútil, estoy seguro de que ha sido para deslumbrarme, para farolear, ¿me comprende?

El gendarme replicó, en tono tranquilizador:

—Joisneau reaparecerá. Es joven. Ha debido de montarse una película con una pista engañosa.

—Estoy de acuerdo. Pero quizás esté en peligro. Sin saberlo.

—¿En… peligro?

Niémans no respondió. Reinó el silencio durante unos segundos. Barnes no parecía comprender el sentido de las palabras del comisario. Añadió de repente:

—Ah, sí, lo olvidaba: Joisneau también ha llamado al hospital. Quería pasar por los archivos.

—¿Los archivos?

—Inmensas galerías subterráneas bajo el CHRU, que contienen toda la historia de la región a través de sus nacimientos, sus enfermedades y sus defunciones.

El policía sintió que la angustia hacía presa en él: el pequeño rubiales seguía, pues, una pista en solitario. Una pista que tenía su origen en el instituto, que le había conducido hasta el oftalmólogo y después a los archivos del centro hospitalario. Terminó:

—¿Pero no le ha visto nadie en el hospital?

Barnes respondió con una negativa. Niémans colgó. Enseguida sonó otra llamada. Ya no era cuestión de mensajes radiados, de nombre en código, de precauciones. Todos los investigadores trabajaban ahora con urgencia. La voz de Costes vibró:

—Acaban de entregarme el cuerpo.

—¿Es Sertys?

—Es él, sin duda.

El comisario respiró. Todos los elementos cosechados desde hacía tres horas sobre Philippe Sertys encajaban bien en el marco de la investigación. Y ya podía lanzar a un equipo oficial a un registro minucioso del almacén. Costes prosiguió:

—Hay una jodida diferencia con las primeras mutilaciones.

—¿Cuál?

—El asesino le ha extirpado los ojos, pero también las manos. Y ha seccionado las dos muñecas. Usted no lo vio a causa de la posición fetal del cuerpo: los muñones estaban metidos entre las rodillas.

Los ojos. Las manos. Niémans discernía un vínculo oculto entre esos elementos anatómicos. Pero no habría sabido decir en qué lógica infernal se integraban esas dos mutilaciones.

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