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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

Los ríos de color púrpura (24 page)

BOOK: Los ríos de color púrpura
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El policía pensó en los diablos que perseguían a la madre de Jude. Todo, en esta larga pesadilla, mantenía una paridad de atmósferas, una misma inquietud venenosa. «Cada crimen es un núcleo atómico», decía el poli de cabellos a cepillo.

Karim se sentó en las graderías de madera y observó unos instantes a los aprendices de dragones. Sintió que debía quedarse allí, interrogar a esos hombres. ¿Por qué?, no lo sabía. Al final, uno de los Braseros se dignó fijarse en él. Dejó de trabajar y se le acercó, sosteniendo todavía su espetón negruzco que aún vomitaba algunas pavesas. No debía de llegar a los treinta años, pero sus facciones parecían haber sido surcadas por años de doble longitud. Años de cárcel, sin duda alguna. Greñas morenas, piel morena, pupilas oscuras. Y el aire lancinante del individuo siempre anticipado a un mal golpe.

—¿Eres de los nuestros? —preguntó.

—¿De los vuestros?

—Sí. ¿Eres extranjero? ¿Buscas trabajo?

Karim juntó las manos, palma contra palma.

—No, soy poli.

—¿Poli?

El comefuegos se acercó y plantó un tacón en la grada inferior justo debajo de Karim.

—Tío, no tienes cara de poli.

El poli árabe podía oler el torso candente del hombre. Dijo:

—Todo depende de la idea que uno tenga de ser poli.

—¿Qué quieres? Al menos no eres de la territorial, ¿verdad?

Karim no contestó. Echó una mirada a la carpa de lona remendada, a los saltimbanquis en el centro de la pista, y luego se hizo la reflexión de que en 1982 ese tipo debía de tener unos quince años. ¿Habría una mínima posibilidad de que se hubiese cruzado con Jude? Ninguna. Pero un impulso le empujó.

—¿Hace catorce años estabas ya en este rincón?

—Es posible, sí. El circo es de mis viejos.

Karim pronunció de un tirón:

—Sigo la pista de un niño pequeño que quizá vino por aquí en aquella época. En julio del 82, para ser exactos. Varios domingos seguidos. Busco a gente que se acuerde de él.

El comefuegos escudriñó la verdad en los ojos de Karim.

—Tío, no hablarás en serio, ¿verdad?

—¿No lo parece?

—¿Cómo se llamaba tu niño?

—Jude. Jude Itero.

—¿Crees de veras que alguien puede acordarse de un chaval que tal vez estuvo en nuestro circo hace catorce años?

Karim se levantó y se fue de las gradas.

—Olvídalo.

El hombre le tiró bruscamente de la chaqueta.

—Jude vino varias veces. Se quedaba plantado delante de nosotros mientras ensayábamos. Estaba como hipnotizado. Un verdadero chaval de piedra.

—¿Qué?

El hombre subió una grada y se colocó al nivel de Karim. El poli olió su aliento cargado de gasolina. El comefuegos continuó:

—Tío, era un verano tórrido. Como para fundir los raíles. Jude apareció cuatro domingos seguidos. Teníamos casi la misma edad. Jugábamos juntos. Le enseñé a vomitar el fuego. Historias de críos. Sin más.

Karim miró fijamente al joven Brasero.

—¿Y te acuerdas de ese chico, catorce años después?

—Es justo lo que esperabas, ¿no?

El poli levantó el tono:

—Te pregunto cómo puedes acordarte de eso.

El tipo saltó al suelo de tierra batida, juntó los tacones y luego se llevó el espetón muy cerca de los labios. Salpicó la antorcha con unas gotas de saliva mezclada con fuel. Brotó una lluvia de chispas.

—Tío, es que Jude tenía algo especial.

Karim se estremeció:

—¿En la cara? ¿Tenía algo en la cara?

—No, en la cara no.

—Entonces, ¿qué?

El joven escupió otra vez unas pavesas y se echó a reír:

—Tío, Jude era una niña.

33

Lentamente, la verdad adquiría consistencia.

Según el comefuegos, el niño que había visto varias veces era una niña disfrazada con todo cuidado de chico. Los cabellos muy cortos, la ropa apropiada, los modales de un muchachito. El hombre fue categórico: «No me dijo nunca que era una niña… Era su secreto, ¿entiendes? Sinceramente, yo pensé enseguida que había gato encerrado. En primer lugar era muy bonita. Una preciosidad. Y lo mismo podía decirse de la voz. Y de las formas. Debía de tener diez o doce años. Eso ya empezaba a verse. Y había más. Llevaba algo en los ojos que le cambiaba el color del iris. Tenía los ojos negros, pero era un negro de tinta, un negro artificial. Aun siendo un niño, me di cuenta. Y siempre se quejaba de que le dolían los ojos. Unos dolores, decía, que le llegaban hasta el fondo de la cabeza…».

Karim iba juntando los elementos. La madre de Jude temía más que a nada a los diablos que querían destruir a su hija. Sin duda por esa razón abandonó un primer pueblo para ir a Sarzac. Allí (y Karim habría debido pensarlo), había adoptado una nueva identidad, cambiado el nombre e incluso transformado a la niña, cambiando su sexo. De este modo no habría ninguna posibilidad de que alguien la encontrara o la reconociera. Sin embargo, dos años después, los diablos habían reaparecido en el segundo pueblo, en Sarzac. Todavía buscaban a la niña y estaban a punto de descubrirla.

De descubrir
la
.

El pánico dominó a la madre. Destruyó todos los documentos, todos los registros, todas las fichas que llevaban el nombre, incluso falso, de su hija. Y sobre todo las fotos, porque una cosa era segura: los diablos, aunque no poseyeran su nuevo nombre, conocían su rostro. Era precisamente ese rostro lo que buscaban: la prueba, el cuerpo del delito. Por esa razón se concentrarían, en primer lugar, en las fotos de la clase, a fin de descubrir este rostro acosado. Pero, ¿de dónde venían esos perseguidores? ¿Y quiénes eran?

Karim interrogó al joven Brasero:

—¿La niña no te habló nunca de diablos?

El joven feriante seguía manipulando su antorcha.

—¿De diablos? No. Los diablos… —señaló a sus colegas con una risa burlona-… éramos más bien nosotros. Y Jude no hablaba mucho. Ya lo he dicho: éramos unos críos. Sólo le enseñé a vomitar fuego…

—¿Esto le interesaba?

—Más aún: la fascinaba. Decía que quería aprender… para defenderse. Y también defender a su mamá… Era una niña… realmente extraña.

—¿No dijo nada acerca de su madre?

—No. Ni siquiera llegué a verla nunca… Jude se quedaba una o dos horas conmigo y más de una vez desapareció… a lo Cenicienta. Se eclipsó así, varias veces, y un día no volvió más…

—¿No recuerdas nada? ¿Un detalle que pudiera ayudarme, un hecho singular?

—No.

—Su nombre de pila, por ejemplo… ¿Nunca te dijo cómo se llamaba… de verdad?

—No. Pero ahora que lo pienso, había una cosa que la fastidiaba…

—¿Qué?

—Al principio yo la llamé «Jioude», con acento inglés, como en la canción de los Beatles. Pero eso la enfurecía. Quería que la llamara Ju-de, con acento francés. Aún me parece estar viendo su boquita: «Ju-de».

El feriante esbozó una sonrisa que venía de lejos; algo pareció cristalizar en sus pupilas. Karim presintió que el dragón debió de querer locamente a la niña. El hombre preguntó a su vez:

—¿Llevas una investigación? ¿Por qué? ¿Qué pasa con ella? No sé qué edad debe de tener ahora…

Karim ya no escuchaba. Pensaba en la pequeña Jude, que había seguido dos años de escolaridad bajo una identidad falsa. ¿Cómo pudo la madre falsificar los documentos de identidad de su hija cuando la matriculó en la escuela? ¿Cómo pudo haberla hecho pasar por un muchachito a la vista de todos, en especial de una profesora que trataba a la niña todos los días?

De pronto, el poli tuvo una idea: Alzó los ojos y preguntó al hombre antorcha:

—¿Hay un teléfono aquí?

—¿Por quién nos tomas? ¿Por mendigos? Sígueme.

Abdouf fue tras él.

El feriante abandonó a Karim en una pequeña chabola de madera pintada, al final de la pista de arena. Había un teléfono sobre una mesita. El poli marcó el número de la directora de la escuela Jean-Jaurès. El viento soplaba con furia bajo la carpa. Veía a los comefuegos a lo lejos. Sonaron tres timbrazos y entonces contestó una voz masculina.

—Querría hablar con la señora directora —explicó Karim, dominando su excitación.

—¿De parte de quién?

—Del teniente Karim Abdouf.

Unos segundos después, la voz sin aliento de la mujer resonó en el auricular. El policía empezó sin preámbulo:

—¿Se acuerda de la profesora de quien me habló usted, que abandonó Sarzac a fines del año 82?

—Claro que sí.

—Me dijo que ella tuteló la CM1 en el 81 y la CM2 en el 82.

—Exactamente.

—De hecho, siguió a Jude Itero de una clase a otra, ¿no?

—Sí. Podría ser así, pero ya se lo dije: es frecuente que una profesora…

—¿Cómo se llamaba?

—Espere, consultaré mis notas…

La directora revolvió sus papeles.

—Fabienne Pascaud.

Evidentemente, este nombre no dijo nada a Karim. Y no tenía ningún punto en común, ninguna resonancia con el seudónimo de la niña. El poli se rompía la cabeza con cada información. Preguntó:

—¿Tiene usted su nombre de soltera?

—Ése es su nombre de soltera.

—¿No estaba casada?

—Era viuda. En todo caso, es lo que veo en su ficha. Es extraño. Al parecer recuperó su primer apellido.

—¿Cuál era su nombre de casada?

—Espere… Aquí está: Hérault.
H.é.r.a.u.l.t.

Otro callejón sin salida. Karim se equivocaba de pista.

—Bueno. Muchas gracias…

Fue un relámpago. Un fulgor. Si estaba en lo cierto, si esa mujer era realmente la madre de Jude, el apellido de la niña debía de ser inicialmente Hérault. Y su nombre de pila…

Karim oyó de nuevo la observación del feriante acerca de la pronunciación del nombre de pila de la niña. Ésta tenía un gran empeño en que se pronunciara tal como se escribía, a la francesa. ¿Por qué? ¿No sería porque le recordaba su verdadero nombre de pila? ¿Su nombre de niña?

Karim susurró al auricular:

—Espere un minuto.

Se arrodilló y escribió en la arena, con mano nerviosa, los dos nombres en letras mayúsculas, uno debajo del otro:

Fabienne Hérault

Jude Itero

Había la misma consonancia, la misma tonalidad en las dos últimas sílabas. Reflexionó unos instantes y luego borró con la mano lo que acababa de escribir en el polvo. Entonces escribió, separando las sílabas:

Ju-dI-te-ro

Y después:

Judith Hérault

Le faltó poco para exhalar un rugido de triunfo. Jude Itero se llamaba en realidad Judith Hérault. El muchachito era una niña. Y la madre era sin duda la profesora. Había recuperado su nombre de soltera para confundir mejor las pistas, y adaptado el nombre de pila de su hija al género masculino, sin duda para no desorientar más a la niña o evitar que cometiera errores con su nueva identidad.

Karim cerró los puños. Estaba seguro de que las cosas eran así. La mujer había podido trapichear con la identidad de su hija en la escuela porque ella estaba en el mismo lugar. Esta hipótesis lo explicaba todo: la facilidad con que la mujer había engañado a todo el mundo en Sarzac, la discreción con que había manipulado los documentos oficiales. Con voz temblorosa, preguntó a la directora:

—¿Me podría conseguir en la delegación informaciones más precisas sobre esta profesora?

—¿Esta tarde?

—Esta tarde, sí.

—Bueno… Sí, conozco a algunas personas. Es posible. ¿Qué quiere saber?

—Quiero saber dónde se instaló Fabienne Hérault
después
de su marcha de Sarzac. También quiero saber dónde enseñó
antes
de su llegada a su pueblo. Procure encontrar asimismo a personas que la hayan conocido. ¿Tiene usted un teléfono móvil?

La mujer asintió y dio su número. Parecía ligeramente extrañada. Karim inquirió:

—¿Cuánto tiempo necesita para ir usted misma a la delegación y obtener la información?

—Alrededor de dos horas.

—Llévese su móvil. La llamaré dentro de dos horas.

Karim salió de la chabola y saludó con la mano a los Braseros, que habían reanudado su danza del fuego.

34

Tenía que matar dos horas.

Karim se ajustó la gorra y se dirigió a su
break.
Barría la sombra un viento cargado de miasmas marinos que parecían agrietar la tierra y el asfalto. Tenía que matar dos horas. Se dijo que tal vez esta región no se lo había dado todo.

Intentó imaginar a Fabienne y Judith Hérault, los dos seres solitarios que iban allí cada domingo de verano. Imaginó la escena con precisión, repasando cada aspecto, cada detalle que tal vez pudiera indicarle un camino. Distinguía a la madre y su hija, a la luz de la mañana, caminando con toda discreción en una región donde nadie las conocía. La mujer, decidida, obsesionada por el rostro de la hija. Y ella, la niña andrógina, encerrada con doble llave dentro de su miedo.

Abdouf no habría sabido decir por qué, pero imaginaba a esa extraña pareja sumida en la misma angustia. Las veía cogidas de la mano, andando en silencio… ¿Cómo venían aquí? ¿En tren? ¿Por carretera?

El teniente decidió visitar todas las estaciones ferroviarias de los alrededores, las gasolineras de la autopista, las gendarmerías, en busca de una huella, un indicio, un recuerdo…

Tenía que matar dos horas: eso o nada.

Arrancó bajo el cielo que ya enrojecía con las últimas brasas del sol poniente. Las noches de octubre ya se acurrucaban en su oscuridad precoz.

Karim encontró una cabina telefónica y llamó primero al SRPJ de Rodez, en busca de un coche matriculado a nombre de Fabienne Pascaud o de Fabienne Hérault en el departamento de Lot en 1982. En vano. No había matrícula con ese nombre. Subió de nuevo al coche y dirigió sus indagaciones hacia las estaciones cercanas, sin abandonar totalmente la posibilidad de que tuviera un coche.

Visitó cuatro estaciones de tren. Para obtener cuatro resultados nulos. Abdouf tragaba kilómetros, en círculos concéntricos, en torno al convento y el parque de atracciones. En el halo de sus faros sólo percibía altas figuras fantasmagóricas: árboles, rocas, túneles… Se sentía bien. La adrenalina le calentaba los miembros y la excitación mantenía despiertas todas sus facultades. El
beur
reconocía las sensaciones que amaba, las de la noche, del miedo. Estas sensaciones descubiertas en el centro de los aparcamientos, cuando limaba sus primeras llaves detrás de los postes. Karim no temía las tinieblas: eran su mundo, su abrigo, sus aguas profundas. En ellas se sentía sereno, tenso como un arma, poderoso como un depredador.

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