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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

Los ríos de color púrpura (23 page)

BOOK: Los ríos de color púrpura
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—Usted podrá hablarle, pero no podrá verla. Podrá escucharla, pero no acercarse a ella.

Karim examinó los bordes del velo, arqueados como una bóveda de sombra. Pensó en una nave, en una cúpula iluminada de azul, en campanas rasgando el cielo de Roma, esa clase de clisés que cruzan la mente cuando se quiere dar un rostro al Dios de los católicos.

—Las tinieblas —murmuró la mujer—. La hermana Andrée ha hecho voto de tinieblas. Hace catorce años que no la hemos visto. A estas alturas, ya debe de ser ciega.

Fuera, los últimos rayos del sol desaparecían tras los macizos edificios. Fríos colores se abatían sobre el patio desierto. Se encaminaron hacia la iglesia de altas torres. En el flanco derecho del edificio descubrieron otra pequeña puerta de madera. La religiosa rebuscó entre los pliegues de su hábito. Karim oyó un tintineo de llaves, raspaduras contra la piedra.

La hermana le abandonó ante la puerta entornada.

La oscuridad parecía habitada, poblada de olores húmedos, de cirios vacilantes, de piedras usadas. Karim dio algunos pasos y levantó la mirada. No distinguía las alturas de la bóveda. Los raros reflejos de los vitrales ya estaban roídos por el crepúsculo, las llamas de los cirios parecían prisioneras del frío, de la aplastante inmensidad de la iglesia.

Pasó junto a una pila de agua bendita en forma de concha, junto a los confesonarios y anduvo a lo largo de las alcobas que parecían ocultar objetos secretos del culto. Se fijó en otro candelabro negruzco con una gran cantidad de cirios que ardían en charcos de cera.

Estos lugares despertaban en él sordas reminiscencias. A pesar de sus orígenes, a pesar del color de su piel, su subconsciente estaba impregnado del credo católico. Recordaba fríos miércoles en el hogar donde las sesiones de tarde de la tele eran siempre precedidas por los cursos de catecismo. El martirio del Camino de la Cruz. La benevolencia de Cristo. La multiplicación de los panes. Todas aquellas tonterías… Karim sintió surgir en su interior una oleada de nostalgia y una extraña ternura hacia sus educadores; se reprochó tener aquellos sentimientos. El
beur
no quería tener recuerdos ni debilidades respecto a su pasado. Era un hijo del presente. Un ser del instante. Era así, al menos, como le gustaba considerarse.

Pasó de largo más bóvedas. Detrás de los entramados de madera, en el fondo de los nichos, discernía tapices oscuros, grabados blancuzcos, cuadros tejidos con oro. Un olor a polvo envolvía cada uno de sus pasos. De repente, un ruido grave le hizo volver la cabeza. Necesitó varios segundos para distinguir una sombra en la sombra… y soltar la culata de su Glock, que había agarrado instintivamente.

En el hueco de una alcoba, la hermana Andrée permanecía completamente inmóvil.

31

Inclinaba el rostro y su velo disimulaba por completo sus rasgos. Karim comprendió que no vería esa cara y tuvo una iluminación. La hermana y el muchachito compartían tal vez un signo, una marca en su rostro, que revelaría un vínculo de parentesco. La hermana y el niño quizá fueran madre e hijo. Este pensamiento le atenazó el espíritu como un torno, hasta el punto de no oír las primeras palabras de la mujer.

—¿Qué ha dicho? —susurró.

—Le he preguntado qué quería.

La voz era grave, pero dulce. Las cuerdas de un arco velando el timbre de un violín.

—Hermana, pertenezco a la policía. He venido a hablar de Jude.

El velo oscuro no se movió.

—Hace catorce años —prosiguió Karim—, en un pueblo llamado Sarzac, usted robó o destruyó todas las fotografías de un niño, Jude Itero. En Cahors, sobornó a un fotógrafo. Engañó a unos niños. Provocó incendios, cometió robos. Todo esto para borrar un rostro de varias fotos. ¿Por qué?

La hermana permaneció inmóvil. Su velo formaba un arco sobre la nada.

—Obedecía órdenes —pronunció ella por fin.

—¿Órdenes? ¿De quién?

—De la madre del niño.

Karim sintió un hormigueo por todo el cuerpo. Sabía que la mujer decía la verdad. En un segundo, el poli renunció a su hipótesis hermana/madre/hijo.

La religiosa abrió la barrera de madera que la separaba de Karim. Pasó por delante de él y fue con paso firme hacia las sillas de enea. Se arrodilló al lado de una columna, en un reclinatorio, e inclinó la nuca. Karim fue a la hilera superior y se sentó frente a ella. Le asaltaron olores de paja trenzada, ceniza e incienso.

—La escucho —dijo, escrutando la mancha de sombra en el lugar del rostro.

—Vino a verme una tarde de domingo, en el mes de junio del 82.

—¿Usted la conocía?

—No. Nos conocimos aquí mismo. No vi sus facciones. No me dio su nombre ni ningún otro dato. Sólo me dijo que me necesitaba. Para una misión particular… Quería que destruyera las fotografías escolares de su hijo. Quería borrar toda huella de su rostro.

—¿Por qué quería anularlo?

—Estaba loca.

—Se lo ruego. Encuentre otra explicación.

—Decía que a su hijo lo perseguían los diablos.

—¿Diablos?

—Así fue como se expresó. Dijo que buscaban su cara…

—¿No le dio otra explicación?

—No. Dijo que su hijo estaba maldito. Que su cara era una prueba, un cuerpo del delito, que reflejaba el maleficio de los diablos. Dijo también que ella y su hijo habían ganado dos años a la maldición, pero que la desgracia acababa de atraparlos, que los diablos merodeaban de nuevo. Sus palabras no tenían ningún sentido. Una loca. Era una loca.

Karim captaba cada palabra de la hermana Andrée. No comprendía el significado de esta historia, pero estaba clara una verdad: los dos años de tregua eran los pasados en Sarzac, en el más estricto anonimato. ¿De dónde venían, pues, esta madre y su hijo?

—Si seres amenazadores perseguían realmente al pequeño Jude, ¿por qué confiar una misión secreta a una religiosa de la cual se acordaría todo el mundo?

La mujer no contestó.

—Se lo ruego, hermana —murmuró Karim.

—Dijo que lo había intentado todo para esconder a su hijo, pero que los diablos eran mucho más fuertes. Dijo que sólo le quedaba el remedio de exorcizar el rostro.

—¿Qué?

—Según ella, tenía que ser yo quien obtuviera esas fotos y después las quemara. Esta misión tendría valor de exorcismo. De este modo yo liberaría el rostro de su hijo.

—Hermana, no comprendo nada.

—Ya le he dicho que esa mujer estaba loca.

—Pero, ¿por qué usted? ¡Es increíble, su convento está a más de doscientos kilómetros de Sarzac!

La hermana guardó silencio y después:

—Me había buscado. Me escogió.

—¿Qué quiere decir?

—No siempre he sido carmelita. Antes de que la vocación naciera en mí, era una madre de familia. Tuve que abandonar a mi marido y a mi hijo. La mujer pensaba que, por este motivo, yo sería sensible a su petición. Y estaba en lo cierto.

Karim seguía escudriñando el refugio de sombra. Insistió:

—No me lo dice todo. Si pensaba que esa mujer estaba loca, ¿por qué obedecerla? ¿Por qué recorrer centenares de kilómetros por unas fotografías? ¿Por qué mentir, robar, destruir?

—Por el niño. Pese a la demencia de esa mujer, pese a sus palabras absurdas, yo… yo sentía que el niño estaba en peligro. Y que la única manera de ayudarle era obedecer las órdenes de su madre. Aunque sólo fuera para calmar su furia.

Abdouf tragó saliva. El hormigueo le volvió con fuerza. Se acercó y habló con la voz más calmada:

—Hábleme de la madre. ¿Qué aspecto tenía, físicamente?

—Era muy alta, muy robusta. Medía por lo menos un metro ochenta. Tenía los hombros anchos. No llegué a verle la cara pero recuerdo que lucía una cabellera negra y ondulada que la rodeaba como una aureola. Llevaba gafas, con grandes monturas. Iba siempre vestida de negro. Una especie de jerséis de algodón o de lana…

—¿Y el padre de Jude? ¿No le habló nunca de él?

—No, nunca.

Karim agarró la madera del reclinatorio y se inclinó aún más hacia delante. Instintivamente, la mujer retrocedió:

—¿Cuántas veces vino? —continuó.

—Cuatro o cinco. Siempre en domingo. Por la mañana. Me dio una lista de nombres y direcciones, el fotógrafo, las familias que podían poseer las fotos. Durante la semana, me las arreglaba para recuperar las imágenes. Visité a las familias. Mentí. Robé. Soborné al fotógrafo con el dinero que ella me había dado…

—¿Se quedaba después con las fotos?

—No. Ya se lo he dicho: quería que fuese yo quien las quemara… Cuando venía, tachaba sencillamente los nombres de la lista… Cuando todos estuvieron tachados, sen… sentí que se había serenado. Desapareció para siempre. Por mi parte, me sumergí en las tinieblas. Elegí la oscuridad, el aislamiento. Sólo la mirada de Dios me resulta tolerable. Desde aquella época, no pasa un día sin que ruegue por el muchachito. Yo…

Se detuvo en seco, como comprendiendo de repente una verdad implícita.

—¿Por qué ha venido aquí? ¿Por qué esta investigación? Señor, Jude no estará…

Karim se levantó. Los olores del incienso le quemaban la garganta. Se dio cuenta de que respiraba sonoramente, con la boca abierta. Tragó saliva y lanzó una mirada de soslayo a la hermana Andrée.

—Hizo lo que debía —le dijo con voz sorda—, pero no sirvió de nada. Un mes después, el niño estaba muerto. No sé cómo murió. No sé por qué. Pero la mujer estaba menos loca de lo que usted cree. Y anoche profanaron la tumba de Jude, en Sarzac. Ahora estoy casi seguro de que los culpables de este acto son los diablos a quienes temía entonces. Esa mujer vivía una pesadilla, hermana. Y esa pesadilla acaba de despertarse.

La hermana gimió, con la cabeza baja. Su velo dibujaba vertientes de seda blanca y negra. Karim continuó con voz cada vez más fuerte. Su timbre ronco se elevaba en la iglesia y ya no sabía a quién hablaba: a ella, a sí mismo o a Jude.

—Soy un poli sin experiencia, hermana. Soy un granuja y camino en solitario. Pero en cierto sentido, los cerdos de anoche no podían haber dado con nadie más adecuado. —Agarró de nuevo el reclinatorio—. Porque he hecho una promesa al niño, ¿entiende? Porque vengo de ninguna parte y nada ni nadie podrá detenerme. Tengo mi propia bandera, ¿entiende? ¡Mi propia bandera!

El policía se inclinó. Oyó crujir las articulaciones de sus dedos.

—Ahora es el momento de cavilar, hermana. Encuentre algo, lo que sea, para ponerme sobre la pista. Debo seguir las huellas de la madre de Jude.

Siempre inclinada, la religiosa negaba con la cabeza.

—Yo no sé nada.

—¡Reflexione! ¿Dónde podría encontrar a esa mujer? Después de Sarzac, ¿adonde fue? Y antes de eso, ¿de dónde vino? ¡Demeun detalle, un indicio que me permita continuar la investigación!

La hermana Andrée reprimió los sollozos.

—Yo… yo creo que venía con él.

—¿Con él?

—Con el niño.

—¿Lo vio usted?

—No. Le dejaba en el pueblo, cerca de la estación, en un parque de atracciones. La feria todavía existe, pero nunca he tenido el valor de ir a ver a los feriantes, yo… Es posible que alguno de ellos se acuerde del pequeño… Es todo lo que sé…

—Gracias, hermana.

Karim se fue a paso de carrera. En la vasta explanada, su calzado guarnecido de hierro rechinó como sobre pedernal. Se paró en seco bajo el aire gélido, tieso como un pararrayos, y escrutó el cielo. Sus labios murmuraron en un ataque de angustia:

—¡Joder!, pero ¿dónde estoy ahora…? ¿Dónde?

32

El parque de atracciones se extendía en el crepúsculo a lo largo de una vía férrea a la salida del pueblo desierto. Las barracas escupían sus fulgores y su música al vacío. No había un solo curioso ni una sola familia que fueran allí a pasar el rato una tarde de lunes. A lo lejos, el mar oscuro entreabría sus mandíbulas blanquecinas a golpes de agitadas olas.

Karim se aproximó. Una gran noria giraba lenta. Sus radios estaban adornados de pequeños farolillos, la mitad de los cuales se encendía alternativamente, como tremolando bajo el efecto de un cortocircuito. Unos coches de choque caracoleaban a ciegas, y las atracciones funcionaban bajo toldos azotados por el viento: tómbolas, puestos ambulantes, espectáculos penosos… Entre la iglesia y esta feria, Abdouf no habría sabido decir qué le deprimía más.

Sin convicción, empezó a interrogar a los feriantes. Evocó a un muchachito llamado Jude Itero, murmuró la fecha: julio del 82. La mayor parte del tiempo, las caras no parpadearon más que unas momias arrugadas. A veces sólo obtenía gruñidos negativos. Otras, observaciones incrédulas: «¿Hace catorce años? ¿Y qué más?». Karim sentía un creciente desánimo. ¿Quién habría podido acordarse? ¿Cuántos domingos habría venido Jude aquí? ¿Tres, cuatro, cinco como máximo?

Por pura perseverancia, el inmigrante magrebí dio la vuelta completa al parque, convenciéndose de que el chico se habría apasionado tal vez por una u otra atracción, o simpatizado con un feriante…

No obstante, terminó la vuelta a la pista sin ningún resultado. Escrutó la orilla del mar. Las olas seguían enroscando sus lenguas de espuma en torno a los pilotes del malecón. El poli pensó en un mar de alquitrán. Le parecía haber llegado a una tierra de nadie donde ya no quedaba nada por encontrar. Le vino a la mente un recuerdo de infancia: la isla mágica de Pinocho, donde los niños vagos caían en la trampa, captados por atracciones fabulosas, antes de ser transformados en asnos.

¿En qué se habría transformado Jude?

El poli ya se disponía a volver al coche cuando se fijó en un pequeño circo, al borde de un terreno difuso.

Se dijo que no debía dejar ningún cabo suelto en su investigación. Se puso de nuevo en marcha, con los hombros cansados, y llegó a la carpa de lona. No se trataba realmente de un circo, más bien de una tienda precaria que debía albergar un puñado de atracciones de feria. Encima del destartalado pórtico, una banderola de plástico anunciaba con letras entorchadas «Los Braseros». Todo un programa. Con dos dedos, el poli levantó la lona que hacía las veces de puerta.

Se inmovilizó ante el espectáculo cegador que le esperaba en el interior. Llamas. Unos rugidos sordos. Olores de gasolina, traídos por las corrientes de aire. Por un breve instante, el teniente pensó en una máquina acelerada, hecha de fuego y de músculos, de llamaradas y de bustos humanos. Después comprendió que contemplaba, simplemente, bajo lámparas anémicas, una especie de ballet de comefuegos. Hombres con el torso desnudo, brillantes de sudor y gasolina, expectoraban su saliva inflamable sobre antorchas irascibles. Los hombres se desplazaban en círculo, formando una ronda maléfica. Nuevo trago de gasolina. Más llamas. Algunos de los hombres se agachaban y otros saltaban por encima de su espinazo, vomitando todavía su sortilegio deslumbrante.

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