Los ríos de color púrpura (19 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

BOOK: Los ríos de color púrpura
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Niémans se detuvo ante este último fenómeno.

—¿Esto significa que el asesino también necesitaba una tormenta para bajar a la falla?

—Sí, una tormenta. O la noche.

El comisario reflexionó: cuando había investigado sobre las nubes, se había enterado de que el sol había brillado todo el día del sábado en la región. Si el homicida había descendido realmente con su víctima a través de los hielos, significaba que había esperado a la noche. ¿Por qué acumular tantas dificultades? ¿Y por qué volver después al valle con el cuerpo?

Niémans caminó torpemente, a causa de sus crampones, hasta el borde de la falla. Se aventuró a echar una mirada: el cañón no producía vértigo. Cinco metros más abajo, las paredes se abombaban una contra otra, casi hasta el punto de tocarse. Entonces el abismo se reducía a una zanja estrecha, que se parecía a los labios de una concha infinita.

Fanny se reunió con él y comentó, mientras se colgaba de la cintura una gran cantidad de ganchos y clavos:

—El torrente se desliza en la grieta y se ensancha unos metros más abajo. Por esto el abismo es mucho mayor después de esta primera falla. Debajo, las aguas salpican las paredes y las horadan. Debemos deslizarnos en el interior, pasar entre estas mandíbulas.

Niémans contemplaba los dos bordes de hielo que parecían entreabrirse de mala gana sobre la sima.

—Si descendiéramos más abajo del glaciar, ¿podríamos encontrar las aguas de los siglos pasados?

—Desde luego. En la zona ártica se puede bajar así hasta épocas muy antiguas. A varios miles de metros de profundidad permanecen, intactas, las aguas que empujaron a Noé a construir su arca. Y también el aire que respiraba.

—¿El aire?

—Burbujas de oxígeno, aprisionadas en los hielos.

Niémans estaba estupefacto. Fanny se cargó la mochila a la espalda y se arrodilló al borde de la grieta. Atornilló el primer clavo y colgó el primer gancho de resorte por el cual pasó una cuerda. Miró una vez más el cielo de tormenta y entonces comentó en tono travieso:

—Bienvenido a la máquina del tiempo, comisario.

24

Descendieron con ayuda de una soga doble.

El policía iba suspendido de una cuerda que se deslizaba por un asa autobloqueante. Para descender, sólo había que presionar el asa, que liberaba enseguida y lentamente la cuerda. En cuanto aflojaba la presión, el mecanismo se bloqueaba de nuevo. Entonces se quedaba quieto en el vacío, como sentado sobre su talabarte.

Concentrado en este sencillo gesto, Niémans escuchaba las órdenes de Fanny que, unos metros más abajo, le indicaba el momento en que podía dejarse resbalar. Una vez llegado al clavo siguiente, el policía cambiaba de cuerda, cuidando antes de asegurarse con una correa, una soga corta fijada al talabarte. Con todas estas ramificaciones, Niémans se imaginaba una especie de pulpo cuyos tentáculos tintinearan como un trineo de Navidad.

Mientras descendían, el comisario estaba suspendido encima de la mujer sin verla, pero sentía una confianza espontánea en su experiencia. A medida que bajaba frente a la pared, la oía atarearse a varios metros por debajo de él. En este instante no pensaba en nada. A través de su propia concentración, experimentaba simplemente sensaciones mezcladas, vivas, inéditas. El aliento frío de la muralla. El sostén del talabarte, que mantenía su cuerpo en suspenso sobre el vacío. La belleza del hielo que brillaba en un tono azul oscuro, como un bloque de noche arrancado al firmamento.

Pronto abandonaron la luz del cielo. Pasaron bajo los bordes hinchados de la falla, penetrando en el corazón mismo de la sima. Niémans tenía la sensación de zambullirse en la panza cristalizada de un animal monstruoso. Bajo esta campana de hielo, constituida por el cien por cien de humedad, sus sensaciones se agudizaban, se intensificaban todavía más. Admiraba, subrepticiamente, las paredes oscuras y traslúcidas que lanzaban ásperos fulgores, como ecos de luz. En la oscuridad, cada uno de sus gestos provocaba una resonancia de caverna.

Fanny posó por fin el pie sobre una especie de crujía, casi horizontal, que se extendía por todo lo largo de la pared. Niémans llegó a su vez a este escalón natural. Las dos paredes de la grieta habían vuelto a juntarse y sólo los separaba una distancia de varios metros.

—Acérquese —ordenó ella.

El policía obedeció. Fanny le apretó un botón que tenía en la coronilla del casco —Niémans habría jurado que había encendido un mechero— y surgió un fuerte resplandor. En el reflector del casco de la mujer, el policía vislumbró una vez más su silueta. Vislumbró sobre todo la llama de acetileno, una especie de cono invertido que difundía por refracción esa potente luz. Fanny encendió a tientas su propia linterna y musitó:

—Si su asesino vino a esta sima, tuvo que pasar por aquí.

Niémans la miró sin comprender. El fulgor amarillento de su lámpara, al caer en línea horizontal, deformaba el rostro de la mujer transformándola en sombras acentuadas, inquietantes.

—Estamos a la profundidad justa —continuó ella, indicando la superficie lisa de la muralla—. A menos de treinta metros bajo la bóveda, o sea, en las nieves cristalizadas de los años sesenta y más allá…

Fanny cogió otro saco de cuerdas y fijó un gancho en la pared. Después de haberlo clavado con varios golpes de martillo, lo aseguró deslizando por la curva un gancho de resorte y retorciendo el tubo aterrajado como lo habría hecho con un sacacorchos. La fuerza de la mujer dejó estupefacto a Niémans. Miraba el hielo extirpado, que salía salpicando del clavo por un orificio lateral, y pensaba que conocía a pocos hombres capaces de semejante esfuerzo.

Salieron de nuevo para una nueva cordada, pero esta vez en sentido horizontal, a lo largo del pasillo centelleante. Caminaban al borde del precipicio, atados el uno al otro. Sus reflejos se dibujaban con vaguedad en la pared de enfrente. Cada veinte metros, Fanny fraccionaba la soga, es decir, plantaba un nuevo clavo en la muralla y aislaba el tramo siguiente. Repitió varias veces la maniobra y así cubrieron cien metros.

—¿Continuamos? —preguntó ella.

El policía la miró. Su rostro, endurecido por la luz abrupta de la lámpara, revestía ahora un carácter maléfico. Asintió, señalando el pasillo de hielos que se perdía en la infinitud de los reflejos. La mujer extrajo un nuevo saco y repitió su trabajo. Clavo, cuerda, veinte metros y después, otra vez, clavo, cuerda, veinte metros…

Recorrieron así cuatrocientos metros. Ni un signo, ni una marca indicaba que el asesino hubiera pasado por allí antes que ellos. Pronto Niémans tuvo la impresión de que las paredes vacilaban ante sus ojos. Oía también tintineos ligeros, risas lejanas y sarcásticas. Todo se volvía luminoso, resonante, incierto. ¿Existía un vértigo de los hielos? Lanzó una ojeada a Fanny, que extraía otro saco de cuerdas. Parecía no haber notado nada.

Una angustia le oprimió. Tal vez había empezado a delirar. Bajo el golpe de la fatiga, su cuerpo, su cerebro manifestaban quizá señales de abandono. Niémans se puso a temblar. El frío sacudía sus huesos. Cerró las manos sobre la última escarpia. Sus pies avanzaban con torpeza. Con lágrimas en los ojos, intentó acercarse a Fanny. Sintió de improviso que estaba a punto de caer, que las piernas ya no le sostenían. Y su delirio se intensificó. Las paredes azuladas le dieron otra vez la sensación de ondularse y, al hilo de su lámpara, las risitas rebotar en ecos. Iba a caer. En el vacío. En su propia locura. Sofocado, consiguió llamar:

—Fanny…

La joven se volvió, y Niémans comprendió de repente que no deliraba.

La cara de la alpinista ya no estaba marcada por las sombras de la lámpara. Un brillante resplandor, tan intenso que su origen no podía definirse, inundaba sus facciones. Fanny había recuperado su belleza radiante y soberana. Niémans lanzó una mirada en derredor. La muralla resplandecía ahora con todos sus fuegos. Y los arroyos verticales corrían a lo largo de la pared, en una precipitación fantástica.

No, no deliraba. Al contrario: había captado un fenómeno que Fanny, demasiado ocupada en fijar sus cuerdas, había pasado por alto. El sol. En la superficie, las nubes de tormenta se habían disipado, sin duda, y el sol había reaparecido. De ahí la luz difusa, insinuada en los intersticios del hielo. De ahí los reflejos incesantes y la risa burlona de los nichos.

Subía la temperatura. El glaciar se fundía.

—Mierda —murmuró Fanny, que acababa de comprenderlo a su vez.

Observó enseguida la escarpia más próxima. Las tuercas brillaban fuera de la muralla, que se fundía rezumando largas lágrimas. Los dos compañeros iban a soltarse de los clavos. Bajar en caída libre hasta el fondo del abismo. Fanny ordenó:

—Apártese.

Niémans inició un paso hacia atrás, intentó desviarse a la izquierda. Resbaló, se enderezó con la espalda en el vacío, tiró violentamente de la cuerda para recobrar el equilibrio. Lo oyó todo a la vez: el ruido del clavo que se arrancaba, sus crampones que rascaban la pared, el impacto del puño de Fanny, que le atrapaba por la nuca en el último segundo y lo aplastaba contra la pared.

El agua helada le mordió el rostro. Fanny le susurró al oído:

—No se mueva más.

Niémans se inmovilizó, encorvado, jadeante. Fanny le rodeó y él olió su aliento, su sudor, la dulzura de sus bucles. La mujer volvió a encordarle y hundió otros dos ganchos a una velocidad increíble.

Mientras realizaba esta maniobra, los crujidos del precipicio se habían convertido en fragor y el gorgoteo en cascadas. Los saltos de agua azotaban por doquier las paredes, retumbaban, golpeaban. Se desprendían bloques enteros de hielo, rompiéndose después contra el escollo de la crujía. Niémans cerró los ojos. Se sintió desvanecer, resbalar, desmayarse, en este palacio reflectante en que los ángulos, las distancias, las perspectivas desaparecían.

El grito de Fanny lo devolvió a la realidad. Movió la cabeza y vio a la joven a su izquierda, agachada sobre su cuerda, intentando alejarse de la pared. Niémans hizo un esfuerzo sobrehumano para erguirse y acercarse bajo los chorros de agua que caían con una fuerza de catarata. Con los dedos agarrados a la cuerda, se dejó oscilar como un ahorcado y atravesó un verdadero torrente vertical. ¿Por qué se empeñaba en alejarse de la muralla cuando la grieta estaba a punto de atraparlos? Fanny alargó el índice hacia el hielo:

—Aquí. Está aquí —musitó.

Niémans se colocó en el eje visual de la joven alpinista.

Entonces comprendió lo imposible.

En la muralla transparente, verdadero espejo de aguas vivas, acababa de surgir la silueta de un cuerpo prisionero del hielo. En posición fetal. Con la boca abierta en un grito silencioso. Las finas e incesantes capas de agua pasaban sobre esta imagen y retorcían la visión del cuerpo azulado y cuajado de heridas.

A pesar de su estupor, a pesar del frío que los estaba matando a ambos, el comisario comprendió enseguida que lo que contemplaban era sólo el reflejo de la verdad. Aseguró su equilibrio sobre la crujía y luego se volvió en redondo, realizando un arco de círculo perfecto para descubrir la otra pared, justo enfrente. Murmuró:

—No. Allí.

Sus ojos ya no podían desviarse del verdadero cuerpo, incrustado en la muralla opuesta, y cuyos contornos ensangrentados se mezclaban con su propio reflejo.

25

Niémans colocó el expediente sobre la mesa y se dirigió al capitán Barnés:

—¿Cómo puede estar seguro de que ese hombre es nuestra víctima?

El gendarme, de pie, confirmó la evidencia con un gesto.

—Su madre ha venido hace un momento. Dice que su hijo ha desaparecido esta noche…

El comisario se encontraba de nuevo en una oficina de la gendarmería, en el primer piso. Hasta ahora no había empezado a calentarse, vestido con un jersey de lana gruesa con cuello de cisne. Una hora antes, Fanny Ferreira había conseguido sacarlos a ambos del abismo, casi intactos. En ese aspecto la suerte había jugado en su favor: el helicóptero, de regreso, sobrevolaba el lugar en aquel mismo instante.

Desde entonces, equipos de socorro de montaña luchaban para extraer el cuerpo de su santuario de hielo, mientras el comisario Niémans y Fanny Ferreira regresaban a la ciudad y se sometían a una visita médica en toda regla.

En la brigada, Barnes había mencionado enseguida a un nuevo desaparecido cuya identidad podía coincidir con el cuerpo descubierto: Philippe Sertys, veintiséis años, soltero, auxiliar de enfermería en el hospital de Guernon. Niémans repitió su pregunta mientras bebía un café hirviendo:

—Puesto que no se ha verificado la identidad exacta de la víctima, ¿cómo puede tener la seguridad de que se trata de este hombre?

Barnes rebuscó en una camisa acartonada y balbució:

—Es… a causa del parecido.

—¿El parecido?

El capitán puso delante de Niémans la fotografía de un hombre joven de facciones enjutas, peinado a cepillo. El rostro sonreía animadamente y la mirada oscura estaba impregnada de dulzura. Emanaba de esa cara una expresión juvenil, casi infantil, pero también nerviosa. El comisario comprendió lo que Barnes quería expresar: este hombre se parecía a Rémy Caillois, la primera víctima. La misma edad. El mismo rostro alargado. El mismo corte a cepillo. Dos hombres jóvenes, apuestos y delgados, pero cuya expresión parecía ocultar una agitación interior.

—Es una serie, comisario.

Pierre Niémans bebió un pequeño sorbo de café. Tenía la sensación de que su garganta todavía helada podía estallar al contacto con un calor tan violento. Alzó la mirada.

—¿Cómo?

Barnes se apoyaba ya en un pie ya en el otro. Se podía oír crujir sus zapatos, como el puente de un navío.

—Carezco de su experiencia, claro, pero… En fin, si la segunda víctima es Philippe Sertys, resulta evidente que se trata de una serie. De un asesino en serie, quiero decir. Elige sus víctimas en función de su físico. Este… este rostro le debe de recordar algo traumático y…

El capitán se detuvo en seco ante la mirada furibunda de Niémans. El comisario intentó disimular su vehemencia manteniendo una sonrisa.

—Capitán, no saquemos de quicio este parecido. Y menos ahora, cuando ni siquiera estamos seguros de la identidad de la víctima.

—Yo… Tiene razón, comisario.

El gendarme manipulaba nerviosamente su carpeta, que parecía contener toda la vida del pueblo. Parecía confuso y exasperado al mismo tiempo. Niémans podía leer sus pensamientos, en letras parpadeantes: «Un asesino en serie en Guernon». El gendarme seguiría traumatizado hasta su retiro, e incluso más allá. El policía continuó:

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