Los ríos de color púrpura (14 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

BOOK: Los ríos de color púrpura
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Niémans apuntó a Joisneau con el índice.

—Eres tú quien irá.

El rostro del joven policía se iluminó.

—¿Confía en mí?

—Confío en ti. Ponte en marcha.

Joisneau dio media vuelta pero cambió de opinión y frunció el ceño.

—Comisario… discúlpeme, pero… ¿por qué no va usted mismo a interrogar a ese director? Podría ser una pista interesante. ¿Ha encontrado algo mejor por su lado? ¿Cree que mis preguntas serán mejores porque soy de la región? No lo entiendo.

Niémans se apoyó en el marco de la puerta.

—Es verdad, sigo otra pista. Pero te daré además una pequeña lección complementaria, Joisneau. A veces hay motivaciones exteriores a la investigación.

—¿Qué motivaciones?

—Motivaciones personales. No iré a ese instituto porque sufro una fobia.

—¿A qué? ¿A los ciegos?

—No. A los perros.

Las facciones del teniente expresaron incredulidad.

—No lo comprendo.

—Reflexiona. Quien dice ciegos, dice perros. —Niémans imitó la silueta encorvada de un ciego, guiado por un can imaginario—. Perros para invidentes, ¿entiendes? De modo que no pienso poner los pies allí.

El comisario plantó sin más al teniente estupefacto.

Llamó a la puerta de la oficina del capitán Barnes y la abrió en el acto. El coloso ordenaba montones diferentes de faxes: respuestas de hoteles, de restaurantes, de garajes, que aún seguían cayendo. Parecía un tendero distribuyendo sus existencias.

—Oh, comisario. —Barnes arqueó una ceja—. Tome. Acabo de recibir…

—Ya lo sé.

Niémans cogió el fax de Costes y lo hojeó brevemente. Era una lista de cifras y nombres complejos, la composición química del agua de las órbitas.

—Capitán —preguntó el policía—, ¿conoce una central térmica en la región? Una central que queme lignito.

Barnes esbozó una mueca de incertidumbre.

—No, no me dice nada. Quizá más al oeste. Las zonas industriales se multiplican en dirección a Grenoble…

—¿Dónde podría informarme?

—Está la Federación de Actividades Industriales de Isère —contestó Barnes—, pero… aguarde. Hay algo mucho mejor. Esa central que busca debe de contaminar al máximo, ¿no?

Niémans sonrió y levantó el fax constelado de cifras.

—Acidez en cantidad.

Barnes ya tomaba notas.

—Entonces vaya a hablar con este tipo. Alain Derteaux. Un horticultor que posee invernaderos tropicales a la salida de Guernon. Es nuestro especialista en contaminaciones. Un ecologista militante. No hay en la región un gas o una emanación cuyo origen, composición y consecuencias para el medio ambiente le sean desconocidos.

Niémans ya se iba cuando el gendarme le llamó. Levantó las dos manos, con las palmas tendidas hacia el comisario. Manazas enormes, de hombre del saco.

—De hecho, me he informado sobre el problema de las huellas… Ya sabe, las manos de Caillois. Fue un accidente ocurrido cuando era un niño. Ayudaba a su padre a apañar el pequeño velero familiar, en el lago de Annecy. Se quemó las dos manos con una cubeta de detergente muy corrosivo. Me he puesto en contacto con capitanía y se acordaban del accidente. Urgencias, hospital y todo el jaleo… Se puede verificar pero, en mi opinión, no hay nada más que averiguar al respecto.

Niémans dio media vuelta y le estrechó la mano.

—Gracias, capitán. —Señaló los faxes—. ¡Ánimo!

—Ánimo a usted —replicó Barnes—. Ese ecologista, Derteaux, es un puñetero.

15

—¡Toda nuestra región está moribunda, envenenada, condenada! Las zonas industriales han aparecido en todos los valles, en las faldas de las montañas, en los bosques, contaminando las capas freáticas, infectando las tierras, intoxicando el aire que respiramos… El Isère: ¡gas y veneno por todas partes!

Alain Derteaux era un hombre seco, de rostro enjuto y surcado de arrugas. Llevaba un collar de barba y unas gafas metálicas que le prestaban un aire de mormón fugitivo. Encerrado en uno de sus invernaderos, manipulaba pequeños tarros que contenían algodón y tierra blanda. Niémans interrumpió el discurso del hombre, iniciado en cuanto terminaron las presentaciones.

—Discúlpeme. Necesito una información… urgente.

—¿Cómo? Ah, sí, claro. —Adoptó un tono condescendiente—. Usted es de la policía…

—¿Conoce en la región una central térmica que consuma lignito?

—¿Lignito? Un carbón natural… Un veneno en estado puro…

—¿Conoce una central de esa clase?

Derteaux negó con la cabeza mientras introducía ramas minúsculas en uno de los tarros.

—No. No hay lignito en la región, a Dios gracias. Desde los años setenta, estas industrias sufren un claro retroceso en Francia y en los países limítrofes. Demasiado contaminantes. Emanaciones acidas que suben directamente al cielo, transformando cada nube en una bomba química…

Niémans rebuscó en su bolsillo y alargó el fax de Marc Costes.

—¿Podría usted echar una ojeada a estos componentes químicos? Es el análisis de una muestra de agua descubierta muy cerca de aquí.

Derteaux leyó con atención la hoja de papel mientras el policía miraba distraídamente el lugar donde se hallaban: un gran invernadero cuyas superficies acristaladas estaban empañadas, rayadas y manchadas por largos regueros negruzcos. Hojas grandes como ventanas, brotes balbucientes, minúsculos como jeroglíficos, lánguidas lianas, enlazadas y retorcidas, todo parecía una lucha para ganar la menor parcela de terreno. Derteaux levantó la cabeza, perplejo.

—¿Y dice que esta muestra procede de la región?

—Con toda seguridad.

Derteaux se ajustó las gafas.

—¿Puedo preguntarle de dónde? Quiero decir, exactamente.

—La hemos encontrado en un cadáver. Un hombre asesinado.

—Oh, claro… Tendría que haberlo pensado… puesto que es usted de la policía. —Reflexionó de nuevo, cada vez más dudoso—. ¿Un cadáver aquí, en Guernon?

El comisario hizo caso omiso de la pregunta.

—¿Confirma usted que esta composición tiene que ver con una contaminación relacionada con la combustión del lignito?

—En cualquier caso, una contaminación sumamente ácida, sí. He seguido seminarios sobre este tema. —Volvió a leer el informe—. Los porcentajes de H
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SO
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y de HNO
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son… excepcionales. Pero se lo repito: ya no existe una central de este tipo en la región. Ni aquí, ni en Europa occidental.

—¿Podría este envenenamiento provenir de otra actividad industrial?

—No, no lo creo.

—¿Dónde podríamos encontrar entonces una actividad industrial que genere una contaminación semejante?

—A más de ochocientos kilómetros de aquí, en los países del Este.

Niémans apretó las mandíbulas: no podía admitir que su primera pista se desvaneciera tan rápidamente.

—Hay tal vez otra solución… —murmuró Derteaux.

—¿Cuál?

—Quizás esta agua provenga en efecto de otra parte. Habría viajado hasta aquí desde la República Checa, Eslovaquia, Rumania, Bulgaria… —y susurró en tono confidencial—: Auténticos bárbaros en cuestiones medioambientales.

—¿Quiere decir en contenedores? ¿En un camión cisterna…?

Derteaux se echó a reír sin la menor chispa de alegría.

—Pienso en un transporte mucho más sencillo. Esta agua ha podido llegar hasta nosotros por las nubes.

—Por favor —instó Niémans—, explíquese.

Alain Derteaux abrió los brazos y los levantó despacio hacia el techo.

—Imagínese una central térmica situada en alguna parte de Europa del Este. Imagínese grandes chimeneas que escupen dióxido de azufre y dióxido de nitrógeno durante todo el santo día… Esas chimeneas se elevan a veces hasta trescientos metros de altura. Los espesos vapores de humo van subiendo, subiendo y luego se mezclan con las nubes…

»Si no sopla el viento, los venenos permanecen sobre el territorio. Pero si hay viento, y sopla, por ejemplo, hacia el oeste, entonces los dióxidos viajan, impulsados por las nubes que pronto vienen a desgarrarse sobre nuestras montañas y se transforman en lluvias. Es lo que llamamos las lluvias ácidas, que destruyen nuestros bosques. ¡Como si no produjéramos ya suficientes venenos, nuestros árboles revientan también con los venenos ajenos! Pero le aseguro que nosotros mismos producimos bastantes productos tóxicos a través de nuestras propias nubes…

Una escena, neta y precisa, se grabó en la mente de Niémans como con un bisturí. El asesino sacrificaba a su víctima a cielo abierto en alguna parte de las montañas. Torturaba, mataba, mutilaba mientras un chaparrón se abatía sobre el campo de la matanza. Las órbitas vacías, abiertas al cielo, se llenaban entonces de agua de lluvia. De esta lluvia envenenada. El asesino volvía a cerrar los párpados ocultando su macabra operación bajo estos pequeños depósitos de agua acida. Era la única explicación.

Llovía mientras el monstruo perpetraba su horrendo crimen.

—¿Qué tiempo hacía aquí el sábado? —preguntó de improviso Niémans.

—¿Cómo dice?

—¿Recuerda si llovió en la región el sábado por la tarde o por la noche?

—No lo creo, no. Hacía un tiempo radiante. Un verdadero sol de mes de agosto y…

Una posibilidad entre mil. Si el cielo había permanecido seco durante el supuesto período del crimen, tal vez Niémans podría descubrir una zona —una sola— donde hubiera caído un chaparrón. Un chaparrón ácido que delimitaría con precisión la zona del asesinato, con tanta claridad como un círculo de tiza. El policía comprendió esta verdad singular: para encontrar el lugar del crimen, sólo había que seguir el curso de las nubes.

—¿Dónde está la estación meteorológica más próxima? —inquirió con voz apremiante.

Derteaux reflexionó y luego dijo:

—A treinta kilómetros de aquí, cerca del puerto de la Mine-de-Fer. ¿Quiere comprobar si ha llovido? Es una idea interesante. A mí también me gustaría saber si esos bárbaros siguen enviándonos esas bombas tóxicas. ¡Es una verdadera guerra química, señor comisario, que se prolonga ante la indiferencia general!

Derteaux se interrumpió. Niémans le alargaba un papel.

—El número de mi móvil. Si se le ocurre una idea, sea la que sea sobre el tema, llámeme.

Niémans giró en redondo y atravesó el invernadero, con el rostro azotado por las hojas de ébano.

16

El comisario conducía a toda velocidad. A pesar del cielo encapotado, el buen tiempo parecía a punto de hacer su aparición. Una luz argéntea no dejaba de asomar a través de las nubes. Entre negras y verdes, las frondas de los abetos se difuminaban en extremidades fugaces, brillantes, sacudidas por un viento pertinaz. Al filo de las curvas, Niémans gozaba de esa alegría secreta y profunda del bosque, como propulsada, transportada, iluminada por el viento henchido de sol.

El comisario pensaba en las nubes como vehículo de un veneno encontrado en el fondo de las órbitas huérfanas. Cuando había salido de París aquella noche, no imaginaba semejante investigación.

Cuarenta minutos después, el policía llegó al puerto de la Mine-de-Fer. No le costó nada reparar en la estación meteorológica, que elevaba su cúpula en la ladera de la montaña. Niémans siguió el camino que llevaba al edificio científico, descubriendo poco a poco un espectáculo sorprendente. A cien metros del laboratorio, unos hombres se esforzaban en hinchar un globo colosal de plástico transparente. Aparcó y bajó la pendiente, se acercó a los hombres de caras rubicundas que llevaban parka y les mostró su carné oficial. Los meteorólogos le miraron sin comprender. Los largos paneles arrugados del globo parecían un río de plata. Debajo, una llama azulada hinchaba lentamente las lonas. La escena entera tenía un carácter de encantamiento, de sortilegio.

—Comisario Niémans —gritó el policía para cubrir el fragor de la llama. Señaló la cúpula de cemento—. Necesito que uno de ustedes me acompañe a la estación.

Se enderezó un hombre, que por lo visto era el responsable.

—¿Cómo?

—Necesito saber dónde llovió el sábado pasado. Para una investigación criminal.

El meteorólogo estaba de pie, estirando la cabeza hacia fuera. La capucha del chubasquero le azotaba la cara. Indicó la inmensa campana que se hinchaba progresivamente. Niémans se inclinó e hizo un gesto.

—El globo esperará.

El científico tomó la dirección del laboratorio, refunfuñando:

—El sábado no llovió.

—Vamos a verlo.

El hombre tenía razón. Cuando consultaron, en una de las oficinas, el puesto central meteorológico, no encontraron ni la sombra de una turbulencia, de una precipitación o de una tormenta encima de Guernon durante aquellas horas de octubre. Los mapas del satélite que se dibujaban en la pantalla eran inequívocos: ni durante el día ni durante la noche del sábado al domingo había caído una gota de lluvia en la región. Otros elementos aparecían en una esquina de la pantalla: el porcentaje de humedad del aire, la presión atmosférica, la temperatura… El científico se dignó ofrecer algunas explicaciones con una sonrisa forzada: un anticiclón había impuesto cierta estabilidad a los movimientos del cielo durante cerca de cuarenta y ocho horas.

Niémans pidió al ingeniero que ampliara la búsqueda a la mañana y después a la tarde del domingo. Ninguna tormenta, ningún chubasco. Hizo ensanchar la investigación hasta un radio de cien kilómetros. Nada. Doscientos kilómetros. Tampoco. El comisario golpeó la mesa.

—No es posible —murmuró—. Ha llovido en alguna parte. Tengo la prueba. En el fondo de un valle. En la cumbre de una colina. En algún lugar de los alrededores ha habido una tormenta.

El meteorólogo se encogió de hombros, pulsando su ratón, mientras sombras irisadas, dibujos ondulados, ligeras espirales viajaban por la pantalla encima de un mapa de montañas, remontando así la génesis de un día puro y sin nubes en el corazón del Isère.

—Tiene que haber una explicación —masculló Niémans—. ¡Juraría que…!

Su teléfono móvil sonó.

—¿Señor comisario? Alain Derteaux al aparato. He reflexionado sobre su historia del lignito. También yo he realizado mi pequeña investigación. Lo lamento mucho, pero he cometido un error.

—¿Un error?

—Sí. Es imposible que una lluvia de tanta acidez haya caído aquí durante el fin de semana. Ni tampoco en cualquier otro momento.

—¿Por qué?

—Me he informado sobre las industrias de lignito. Incluso en los países del Este, las chimeneas que queman este combustible llevan hoy en día filtros especiales. O bien los minerales están desazufrados. En resumen, esta contaminación ha bajado mucho desde los años sesenta. Lluvias tan contaminantes ya no caen en ninguna parte desde hace treinta y cinco años. ¡Por suerte! Le he inducido a un error: discúlpeme.

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