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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

Los ríos de color púrpura (34 page)

BOOK: Los ríos de color púrpura
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Niémans se fijó en nuevos apliques fotoeléctricos: los invidentes, pues, se desplazaban siempre en un espacio cuadriculado. En cada pared se dibujaban en este instante las infinitas miríadas del aguacero que resbalaban por los cristales. Por el aire se paseaban los olores de masilla y cemento: el lugar, apenas seco, carecía singularmente de calor.

Dio algunos pasos. Le intrigó un detalle; una parte del espacio estaba ocupada por caballetes en los cuales se desplegaban dibujos como señales enigmáticas. De lejos, esos esbozos parecían ecuaciones de un matemático. De cerca, se reconocían unas efigies finas y primitivas, coronadas por rostros atormentados. Asombró al policía descubrir un taller de dibujo en un centro para niños invidentes. Experimentó sobre todo un alivio profundo; casi podía sentir distenderse las fibras de su piel: desde que estaba en esa casa no había oído un ladrido ni un estremecimiento animal. ¿Podía ser que no hubiese ningún perro en un centro para ciegos?

De repente, oyó unos pasos sobre el mármol. El policía comprendió la razón de la desnudez de los suelos: era una arquitectura sonora para seres que utilizaban cada ruido como punto de referencia. Se volvió y descubrió a un hombre vigoroso, con barba blanca. Una especie de patriarca, de mejillas arreboladas y ojos velados por el sueño, que llevaba un cárdigan de color arena. El oficial de policía sintió inmediatamente una intuición positiva con respecto al hombre: podía confiar en él.

—Soy el doctor Champelaz, director del instituto —declaró el corpulento anciano en voz baja—. ¿Qué diablos puede usted querer a estas horas?

Niémans le alargó su carné con las bandas tricolores.

—Comisario principal Pierre Niémans. Vengo a verle sobre el tema de los asesinatos de Guernon.

—¿Otra vez?

—Sí, otra vez. Precisamente deseo interrogarle sobre la primera visita, la del teniente Éric Joisneau. Creo que usted le dio informaciones capitales para la investigación.

Champelaz parecía inquieto. Los reflejos de la lluvia serpenteaban, en minúsculos cordajes, sobre sus cabellos inmaculados. El hombre observaba las esposas y el arma fijos al cinturón. Levantó la cabeza.

—Bueno… sencillamente, respondí a sus preguntas.

—Sus respuestas le condujeron a casa de Edmond Chernecé.

—Sí, claro. ¿Y qué?

—Pues que ahora los dos hombres están muertos.

—¿Muertos? ¿Cómo puede ser? No es posible… Este…

—Lo lamento mucho pero no tengo tiempo de explicárselo. Le propongo que repita con detalle sus palabras. Sin saberlo, usted posee informaciones muy importantes sobre nuestro caso.

—Pero, ¿qué quiere…?

El hombre calló de repente. Se frotó las manos con un gesto brusco, mezcla de frío y aprensión.

—Bueno… Mejor será que acabe de despertarme, ¿no cree?

—Creo que sí.

—¿Quiere un café?

Niémans asintió. Adaptó su paso al del patriarca en un pasillo abierto por ventanas altas. Los relámpagos proyectaban bruscos espacios de luz tras los cuales volvía a imponerse la penumbra, sólo rayada por los hilos de lluvia.

El comisario tenía la impresión de avanzar por un bosque de lianas fosforescentes. En las paredes, frente a las ventanas, observó más dibujos. Montañas de formas caóticas. Ríos trazados al pastel. Animales gigantescos, de gruesas escamas y vértebras en número excesivo, que parecían provenir de una edad de piedra, de desmesura, una edad en que el hombre se volvía pequeño.

—Creía que su centro sólo se ocupaba de niños ciegos.

El director dio media vuelta y se acercó.

—No exclusivamente. Tratamos toda clase de afecciones oculares.

—¿Por ejemplo?

—Retinitis pigmentaria. Daltonismo…

El hombre señaló con sus robustos dedos una de las imágenes.

—Estos dibujos son extraños. Nuestros niños no ven la realidad como usted y yo, ni siquiera sus propios dibujos. La verdad, su verdad, no está en el paisaje real ni sobre el papel. Está en su espíritu. Sólo ellos saben lo que han querido expresar, y nosotros sólo podemos entrever eso, a través de sus esbozos, con nuestra visión ordinaria. Es inquietante, ¿verdad?

Niémans inició un gesto vago. No podía apartar los ojos de esos bosquejos singulares. Contornos polvorientos, como aplastados por la materia. Colores vivos, tajantes, acentuados. Como un campo de batalla de trazos y tonalidades, pero que parecía desprender cierta dulzura, una melancolía de antiguas canciones infantiles.

El hombre le dio una amistosa palmada en la espalda.

—Venga. El café le sentará bien. Parece inquieto.

Entraron en una vasta cocina cuyo mobiliario y utensilios eran todos de acero inoxidable. Las paredes brillantes recordaron a Niémans las paredes de los depósitos de cadáveres o las cámaras mortuorias.

El director ya servía dos tazas procedentes de una cafetera rutilante, con un globo de cristal que siempre se mantenía caliente. El hombre alargó una taza al policía y se sentó ante una de las mesas de acero. Niémans pensó otra vez en los cadáveres a los que se había practicado la autopsia, con el rostro de Caillois, de Sertys. Órbitas vacías, parduscas, como agujeros negros.

Champelaz dijo en un tono incrédulo:

—No consigo creer lo que me dice. Esos dos hombres, ¿muertos…? Pero, ¿cómo?

Pierre Niémans eludió la pregunta.

—¿Qué le dijo usted a Joisneau?

El médico se encogió de hombros mientras removía el café de la taza.

—Me interrogó sobre las afecciones que tratamos aquí. Le expliqué que casi siempre se trataba de enfermedades hereditarias, y que la mayoría de mis pacientes provenían de familias de Guernon.

—¿Le hizo preguntas más concretas?

—Sí. Me preguntó cómo se podían contraer estas afecciones. Le expliqué brevemente el sistema de los genes recesivos.

—Le escucho.

El director suspiró y luego dijo, sin irritación:

—Es muy sencillo. Ciertos genes son portadores de enfermedades. Son genes deficientes, faltas de ortografía del organismo, que poseemos todos pero que no bastan, por suerte, para provocar la enfermedad. En cambio, si dos padres son portadores del mismo gen, las cosas se ponen feas. La afección puede declararse en sus hijos. Los genes se fusionan y transmiten la enfermedad, como dos conexiones, macho y hembra, que hicieran pasar la corriente, ¿comprende? Por esto se dice que la consanguinidad altera la sangre. Es una manera de hablar para expresar que dos progenitores de sangre afín tienen más posibilidades de transmitir a sus hijos una afección que comparten de una forma latente.

Chernecé ya le había comentado estos fenómenos. Niémans continuó:

—¿Están las enfermedades hereditarias en Guernon vinculadas a cierta consanguinidad?

—Sin duda alguna. Muchos niños tratados en mi instituto, externos o internos, vienen de esta localidad. Pertenecen sobre todo a familias de profesores e investigadores de la universidad, que constituyen una sociedad muy selecta y, por ello, muy aislada.

—Por favor, sea más preciso.

Champelaz cruzó los brazos, como tomando aliento:

—En Guernon existe una tradición universitaria muy antigua. La facultad data, según creo, del siglo XVIII. Fue creada en asociación con los suizos. A la sazón, sólo constaba de los edificios del hospital… Para resumir, desde hace más de tres siglos, los profesores e investigadores del campus viven juntos y se casan entre ellos. Han dado origen a linajes de intelectuales muy dotados, pero hoy en día empobrecidos, agotados genéticamente. Guernon era ya un pueblo solitario, como todas las comunidades perdidas en el fondo de los valles. Pero la universidad ha creado una especie de aislamiento dentro del aislamiento, ¿comprende? Un verdadero microcosmos.

—¿Es suficiente este aislamiento para explicar esta prevalencia en las enfermedades genéticas?

—Creo que sí.

Niémans no veía cómo podían integrarse estas informaciones en su investigación.

—¿Qué más le dijo usted a Joisneau?

Champelaz miró de soslayo al comisario y luego declaró, en el mismo tono grave:

—También le hablé de un hecho particular. Un detalle extraño.

—Cuénteme.

—Desde hace más o menos una generación, en el seno de estas familias de sangre empobrecida han aparecido niños muy diferentes. Niños brillantes, pero que además poseen un vigor físico inexplicable. La mayoría de ellos ganan todas las competiciones deportivas y alcanzan fácilmente en cada prueba las mejores marcas.

Niémans recordó los retratos en la antesala del rector, aquellos jóvenes campeones sonrientes que se llevaban todas las copas, todas las medallas. Evocó también las fotografías de los Juegos Olímpicos de Berlín, el pesado texto de Caillois sobre la nostalgia de Olimpia. ¿Podía ser que estos elementos tejieran una verdad específica?

El policía observó, haciéndose el cándido:

—Todos estos niños deberían estar enfermos, ¿no es eso?

—No de forma tan sistemática, pero digamos que, lógicamente, estos chicos compartirían una debilidad de constitución, ciertas taras recurrentes, como los niños del instituto, por ejemplo. Y ése no es el caso, al contrario. Parece ser que estos pequeños superdotados han acaparado bruscamente todas las cualidades físicas de la comunidad y dejado a los otros las debilidades genéticas. —Champelaz lanzó una mirada crispada a Niémans—. ¿No se bebe el café?

Niémans se acordó de la taza que tenía en la mano. Bebió un sorbo candente; pero apenas percibió la sensación. Como si su cuerpo fuera sólo una máquina atenta al menor signo, la menor parcela de luz. Preguntó:

—Usted debe de haber estudiado más de cerca este fenómeno, ¿verdad?

—Hace unos dos años desarrollé mi pequeña investigación. Primero comprobé si esos campeones habían salido en efecto de las mismas familias, de las mismas comunidades. Acudí al registro civil, al ayuntamiento. Todos esos niños pertenecen a los mismos linajes.

»A continuación me remonté de modo más concreto a su árbol genealógico. Verifiqué su historial médico, fui a la maternidad. Consulté incluso los historiales de sus padres, de sus abuelos, en busca de signos, indicios particulares. No encontré nada determinante. Al contrario, algunos de sus antepasados eran portadores de taras hereditarias, como en las otras familias a quienes trato… Era decididamente extraño.

Niémans anotó estas informaciones casi al detalle: presentía otra vez, sin explicárselo aún, que estos datos le aproximaban a un aspecto esencial del caso.

Ahora Champelaz daba vueltas por la habitación, provocando frías ondulaciones en el acero inoxidable de la cocina. Prosiguió:

—Interrogué asimismo a los médicos, los especialistas de obstetricia del CHRU, y entonces me enteré de otro hecho que acabó de asombrarme. Parece ser que desde hace unos cincuenta años, las familias de los aldeanos que viven en las alturas, alrededor del valle, tienen una tasa de mortalidad infantil anormal. Una mortalidad súbita, al poco del nacimiento. Ahora bien, estos niños son precisamente, por tradición, muy vigorosos. Asistimos a una especie de inversión, ¿comprende? Niños depauperados de la universidad se han convertido, como por arte de magia, en muy robustos, mientras que la progenie de los campesinos se está debilitando…

»He estudiado también los historiales de estos niños de criadores o de cristaleros, víctimas de muerte súbita. No he obtenido ningún resultado. He hablado de ello con el personal del hospital y con ciertos investigadores del CHRU, especialistas en genética. Nadie puede explicar estos fenómenos. Por mi parte, he acabado abandonando, con una impresión de malestar. ¿Cómo decirlo? Ocurre como si estos niños de la universidad hubiesen robado la energía vital de sus pequeños vecinos de la maternidad.

—Por Dios, ¿qué quiere decir?

Champelaz retrocedió inmediatamente sobre este terreno para él inconcebible.

—Olvide lo que acabo de decirle: no es muy científico. Y totalmente irracional.

Quizá sería irracional, pero Niémans ya tenía una certeza: el misterio de los niños superdotados no podía ser una casualidad. Se trataba de uno de los hilos de la pesadilla. Preguntó con voz átona:

—¿Esto es todo?

El médico titubeó. El comisario repitió, en un tono más fuerte:

—¿Es realmente todo?

—No —se sobresaltó Champelaz—. Hay otra cosa. Este verano, la historia ha conocido un extraño progreso, anodino e inquietante a la vez… En el pasado mes de julio, el hospital de Guernon fue objeto de una renovación general, que implicó la informatización de sus archivos.

«Vinieron especialistas a visitar los sótanos, que rebosan de viejos expedientes polvorientos, a fin de evaluar el trabajo de recogida de datos. Derivado de ello, se realizaron indagaciones en otros subterráneos del hospital: los sótanos de la antigua universidad, sobre todo de la biblioteca, antes de los años setenta.

Niémans se puso rígido. Champelaz continuó su exposición:

—Durante estas actuaciones, los expertos hicieron un curioso descubrimiento. Encontraron fichas de nacimiento, las primeras páginas de los historiales internos de los lactantes a lo largo de unos cincuenta años. Estas páginas estaban separadas, sin el resto de los historiales, como si… como si las hubieran arrancado.

—¿Dónde fueron descubiertos esos papeles? Quiero decir: ¿dónde exactamente?

Champelaz cruzó de nuevo la cocina. Se esforzaba por conservar una actitud indiferente, pero la angustia le traspasaba la voz:

—Es esto lo verdaderamente extraño… Estas fichas estaban guardadas en los casilleros personales de un solo hombre, un empleado de la biblioteca.

Niémans sintió acelerarse la sangre por sus venas.

—¿El nombre del empleado?

Champelaz lanzó al comisario una mirada temerosa. Sus labios temblaron.

—Caillois. Étienne Caillois.

—¿El padre de Rémy?

—Exactamente.

El policía se enderezó.

—¿Y es ahora cuando lo dice? ¿Con el cuerpo que han descubierto ayer?

El director le hizo frente.

—No me gusta su tono, comisario. No me confunda con sus sospechosos, por favor. Y además, le he hablado de un detalle administrativo, de una nadería. ¿Cómo quiere ver en esto una relación con los asesinatos de Guernon?

—Soy yo quien decide la relación entre los elementos.

—Está bien. Pero, de todos modos, ya le había dicho todo esto a su teniente. Así que cálmese. Además, no le revelo nada secreto. Cualquier persona del pueblo podría contarle esta historia. Es de conocimiento público. Incluso se ha hablado de ello en la prensa regional.

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