—¿Sí? ¿Aprendería ahora? —replicó ella con amargura—. No conoce usted la fuerza de la indiferencia en un hombre como el doctor Fastolfe. Si hubiera tenido que sacrificar mi vida para aumentar sus conocimientos, lo habría hecho sin la menor vacilación.
—Eso es ridículo, doctora Vasilia. El trato que le dio a usted fue tan agradable y considerado que hizo surgir en usted el amor. Estoy enterado. Usted... usted se ofreció a él.
—Se lo ha dicho él, ¿verdad? Sí, ha sido él. Todavía hoy, ni por un instante se habrá parado a preguntarse si me avergüenza esa revelación. Sí, es cierto, me ofrecí a él. ¿Por qué no iba a hacerlo? Él era el único ser humano al que realmente conocí. Era superficialmente amable conmigo y yo no comprendía sus auténticos propósitos. Para mí, era un objetivo lógico. También entonces él se cuidó de introducirme en la estimulación sexual bajo condiciones controladas. Controladas por él. Era inevitable que tarde o temprano yo me acercara a él. Tenía que ser así, ya que no había nadie más. Y él me rechazó.
—¿Y usted le odió por ello?
—No. Al principio, no. Durante años no lo hice. Aunque mi desarrollo sexual quedó traumatizado y deformado con unos efectos que siento todavía en la actualidad, no le eché la culpa a él. No sabía lo suficiente y encontraba excusas para su comportamiento. Estaba ocupado, tenía a otras, necesitaba mujeres maduras. Se asombraría usted de la ingenuidad con que encontraba excusas para su negativa. Hasta años más tarde no me di cuenta de que algo iba mal y entonces me las arreglé para plantear el tema abiertamente ante él. «¿Por qué me rechazaste?», le pregunté. «Si me hubieras complacido, me habrías puesto en el buen camino, y lo hubieras resuelto todo,»
Vasilia hizo una pausa, tragó saliva y se tapó los ojos un instante. Los robots seguían con sus rostros inexpresivos (incapaces por lo que Baley sabía, de experimentar equilibrios o desequilibrios en las conexiones positrónicas que pudieran producir sensaciones de algún modo análogas a la turbación humana). Baley aguardó, helado de desconcierto. La doctora prosiguió, más tranquila:
—El doctor Fastolfe hizo caso omiso a mi pregunta todo el tiempo que pudo, pero yo le insistí una y otra vez. «¿Por qué no me aceptaste?» «¿Por qué no me aceptaste?» Él no dudaba nunca en acostarse con mujeres. Recuerdo que en cierta época me llegué a preguntar si no sería, simplemente, que prefería a los hombres. Cuando no hay hijos por medio, las preferencias personales en cuanto a la sexualidad no tienen importancia, y hay hombres que encuentran desagradables a las mujeres, y viceversa. Pero no era éste el caso de ese hombre a quien usted llama mi padre. Le gustaban las mujeres, y a veces se ofrecía a mujeres jóvenes, tan jóvenes como era yo cuando me ofrecí a él. «¿Por qué no me aceptaste?» Finalmente, se dignó responderme y... Le desafío a que intente adivinar su contestación.
Vasilia hizo una pausa y aguardó con aire sardónico. Baley se agitó en su asiento, incómodo, y musitó en voz muy baja:
—¿No quería hacer el amor con su hija?
—¡Oh, no sea estúpido! ¿Qué importaría eso? Considerando que casi ningún hombre de Aurora sabe quién es hijo o hija suyos, eso podría suceder cada vez que un hombre maduro se acuesta con una mujer que tenga unas décadas menos. Es algo tan evidente que no merece la pena profundizar en ello. Lo que el doctor respondió, recuerdo perfectamente sus palabras, fue: «¡No seas estúpida! Si me comprometo así contigo, ¿cómo podría mantener mi objetividad... y de qué serviría mi estudio continuado de tí?».
»Para entonces, sabe usted, yo ya conocía su interés por el cerebro humano. Estaba siguiendo sus pasos y ya me estaba convirtiendo en una roboticista por méritos propios. Trabajaba con Giskard en esa dirección y experimentaba con su programación. Y lo hice muy bien ¿verdad, Giskard?
—Es cierto, Señorita —asintió Giskard.
—Pero entonces comprendí que ese hombre a quien usted llama mi padre no me consideraba un ser humano. Prefería verme traumatizada para toda la vida antes que arriesgar su objetividad. Sus observaciones científicas significaban más para él que mi normalidad como persona. A partir de entonces, supe dónde estábamos cada uno de los dos... y le dejé.
El silencio se hizo pesado en la sala.
A Baley le dolía ligeramente la cabeza. Deseó preguntarle a la mujer por qué no había tenido en cuenta el egocentrismo de un gran científico, o la importancia que éste podía otorgar a un gran problema. ¿No podía hacerse cargo de que quizá había contestado en un momento de irritación por verse obligado a hablar de algo que no deseaba? ¿No era lo mismo que la furia que ahora manifestaba ella? ¿Acaso la preocupación de Vasilia por su propia «normalidad» (cualquiera que fuese el significado exacto de esa palabra) no representaba un mismo grado de egocentrismo, y mucho más difícil de excusar ya que no tenía en cuenta los dos problemas más importantes con que se enfrentaba la humanidad: la naturaleza del cerebro humano y la colonización de la galaxia?
Pero Baley no pudo formular ninguna de aquellas preguntas. No sabía cómo exponerlas de modo que tuvieran auténtico sentido para Vasilia, y tampoco estaba seguro de poder entender las respuestas de ésta.
¿Qué estaba haciendo él en aquel mundo? No alcanzaba a comprender sus costumbres, por mucho que se las explicaran. Y los auroranos tampoco podían comprender las de él. Por fin dijo, cabizbajo:
—Lo lamento, doctora Vasilia. Entiendo que esté enfadada, pero olvídese por un instante de su cólera y considere el asunto del doctor Fastolfe y el robot asesinado. ¿No comprende que se trata de dos cosas distintas? El doctor Fastolfe puede haber querido observarla de una manera científica y objetiva, sin sentimientos, incluso a costa de su infelicidad, doctora, pero aun así, eso queda a años luz del deseo de destruir un robot humaniforme avanzado.
Vasilia enrojeció y se puso a gritar:
—¿No entiende lo que le estoy diciendo, terrícola? ¿Cree usted que le he contado todo eso sólo porque pienso que le puede interesar a alguien la triste historia de mi vida? ¿De verdad cree que me gusta sincerarme de esta manera?
»Sólo le he contado todo eso para demostrarle que el doctor Han Fastolfe, mi padre biológico, como no se cansa usted de repetir, fue el autor de la destrucción de Jander. Naturalmente que lo hizo él. He evitado decirlo porque nadie, hasta que ha llegado usted, ha sido lo bastante estúpido como para preguntarme, y por algún tonto residuo de consideración que siento todavía hacia ese hombre. Pero ahora que usted me ha preguntado lo afirmo y, ¡por Aurora!, lo seguiré diciendo y proclamando a los cuatro vientos. Sí, lo proclamaré en público, si es preciso.
»El doctor Fastolfe fue quien destruyó a Jander Panell. Estoy segura de ello. ¿Se siente satisfecho, terrícola?
Baley contempló horrorizado a la turbada mujer. Tartamudeó un instante y volvió a empezar.
—No lo entiendo, doctora Vasilia. Por favor, tranquilícese y piénselo bien. ¿Por qué iba a destruir el robot el doctor Fastolfe? ¿Qué tiene que ver eso con la forma en que la trató a usted? ¿Considera que se trata de una especie de represalia contra usted?
Vasilia respiraba rápidamente (Baley observó con aire ausente y sin ninguna intención consciente que, aunque Vasilia tenía una estructura ósea pequeña como la de Gladia, sus pechos eran más prominentes) y pareció aclararse la voz para mantenerla controlada. Por último, dijo:
—Acabo de decirle que Han Fastolfe estaba interesado en la observación del cerebro humano, ¿verdad, terrícola? El doctor nunca ha dudado en ponerlo bajo tensión para observar los resultados. Y siempre ha preferido cerebros que se salieran de lo normal, el de un bebé por ejemplo, para poder observar a fondo su desarrollo. Cualquier cerebro excepto uno normal.
—Pero ¿qué tiene eso que ver con...?
—Pregúntese entonces por qué siente el doctor ese interés por la mujer de Solaria.
—¿Gladia? Se lo he preguntado y me lo ha explicado. La mujer de Solaria le recuerda mucho a usted, y le aseguro que el parecido es notable.
—Y cuando antes me ha hablado de ello, me ha hecho gracia y le he preguntado si usted lo creía. Repito la pregunta: ¿le cree usted?
—¿Por qué no iba a hacerlo?
—Porque no es cierto. El parecido quizá le llamó la atención, pero la clave del interés que siente por la extranjera... es que es extranjera. Gladia se ha educado en Solaria, con unos conceptos y axiomas sociales diferentes de los de Aurora. Así pues, el doctor Fastolfe podía estudiar en ella un cerebro moldeado de manera distinta a la nuestra y conseguir una perspectiva interesante. ¿No comprende eso? Por cierto, ¿por qué está el doctor interesado en usted, terrícola? ¿Es tan estúpido como para imaginar que usted podrá resolver un problema de Aurora si no conoce prácticamente nada del planeta?
Dañeel volvió a intervenir de repente, y Baley dio un respingo al oír su voz.
—Doctora Vasilia —dijo Dañeel—, el compañero Elijah resolvió un problema en Solaria, aunque no conocía nada del planeta.
—Sí —asintió Vasilia en tono agrio—. Todos los mundos vieron ese famoso programa de hiperondas. Una casualidad siempre puede producirse, pero no creo que Han Fastolfe confíe en que usted acierte dos veces seguidas. No, terrícola. Fundamentalmente, se siente atraído hacia usted por su condición de habitante de la Tierra. Usted posee otro cerebro extraño que él puede estudiar y manipular.
—Estoy seguro de que no puede usted creer, doctora, que Fastolfe pondría en peligro asuntos de importancia vital para Aurora y llamaría a alguien que considerara inútil, sólo para poder estudiar un cerebro inusual.
—Naturalmente que lo haría. ¿No es ése el punto central de todo lo que le estoy diciendo? El doctor Fastolfe nunca consideraría más importante cualquier tipo de crisis que pudiera sufrir Aurora, que la resolución del problema del cerebro. Podría decirle exactamente las palabras que él pronunciaría si le preguntara al respecto. Aurora puede progresar o decaer, florecer o derrumbarse, y eso tendría poca importancia en comparación con el problema del cerebro, todo lo que se hubiera perdido en el transcurso de un milenio de negligencias y de decisiones erróneas podría recuperarse en una década de desarrollo humano guiado inteligentemente y dirigido por su soñada «psicohistoria». Y con ese mismo argumento justificaría cualquier otra cosa, mentiras, crueldades, cualquier cosa, aludiendo simplemente a que todo tiene por objeto aumentar los conocimientos sobre el cerebro.
—No puedo imaginarme que el doctor Fastolfe sea cruel. Es un hombre amabilísimo.
—¿De veras? ¿Cuánto tiempo ha pasado con él?
—Unas cuantas horas en la Tierra hace tres años. Y un día en Aurora, desde que he llegado —respondió Baley.
—Un día. Todo un día. Yo estuve con él casi constantemente durante quince años y he seguido sus trabajos a distancia con cierta atención desde entonces. ¿Y usted ha pasado todo un día a su lado, terrícola? Y en ese día completo, ¿no ha hecho nada que le haya atemorizado o humillado?
Baley guardó silencio. Pensó en el repentino ataque con el especiero del que le había rescatado Dañeel, en el Personal que tantas dificultades le había reportado gracias a su decoración simulada, y en el prolongado paseo por el Exterior programado para probar su capacidad de adaptación a los espacios abiertos.
—Veo que sí —prosiguió Vasilia—. Su rostro, terrícola, no es la máscara impenetrable que usted cree. ¿Le ha amenazado quizá con un sondeo psíquico?
—Lo ha mencionado, en efecto —dijo Baley.
—Un solo día, y ya lo ha mencionado. Supongo que eso le haría sentirse inquieto, ¿verdad?
—En efecto.
—¿Y había alguna razón para que lo mencionara?
—Oh, sí la había —respondió rápidamente Baley—. Yo había dicho que, durante un instante, había tenido una idea que luego se me había borrado de la mente. En estas circunstancias, era perfectamente legítima la sugerencia de que un sondeo psíquico podía ayudarme a localizar de nuevo esa idea.
—No, no era nada legitimo. El sondeo psíquico no puede utilizarse con tanta precisión y sutileza. Además, en caso de intentarlo, habría muchas probabilidades de que le produjera daños permanentes en el cerebro.
—No creo que fuera así si lo realizase un experto. El doctor Fastolfe, por ejemplo.
—¿Él? Fastolfe no sabe distinguir un extremo de la sonda del otro. Es un teórico, no un técnico.
—En tal caso, otro experto. En realidad, el doctor no especificó que pensara hacer el sondeo él mismo.
—No, terrícola. Ni él ni nadie. ¡Piense en ello! Si el sondeo psíquico pudiera ser utilizado de forma segura en los seres humanos, y si tan preocupado estaba Han Fastolfe por el problema de la desactivación del robot, ¿por qué no sugirió que se le hiciera a él el sondeo psíquico?
—¿A él mismo?
—No me diga que no se le había pasado por la cabeza. Cualquier persona con dos dedos de frente llegarla a la conclusión de que Fastolfe es culpable. El único punto en favor de su inocencia es que él mismo se proclama inocente. En tal caso, ¿por qué no se ofrece a demostrar lo que afirma sometiéndose a un sondeo psíquico y probando así que no puede encontrarse rastro alguno de culpabilidad en lo más recóndito de su cerebro? ¿Ha sugerido alguna vez algo parecido, terrícola?
—No, nunca. Al menos, delante de mí.
—Porque sabe muy bien que es mortalmente peligroso. En cambio, no duda en sugerirlo en el caso de usted, simplemente para observar cómo actúa su cerebro bajo presión y cómo reacciona ante el miedo. O quizá se le ha ocurrido que, por peligroso que sea el sondeo para usted, puede proporcionarle a él datos interesantes, como pueden ser los detalles de su cerebro moldeado en la Tierra. Dígame, pues, ¿no es eso crueldad?
Batey apartó el tema haciendo un tenso gesto con la mano derecha.
—¿Qué aplicación tiene todo eso al caso que nos ocupa, al roboticidio?
—Gladia, la mujer de Solaria, cautivó a mi en otro tiempo padre. La extranjera tenía un cerebro interesante para los propósitos de éste. Por lo tanto, Fastolfe le dejó su robot, Jander, para ver qué sucedía si una mujer no educada en Aurora se enfrentaba con un robot que parecía humano en todos sus detalles. El doctor sabía que una aurorana, con bastante probabilidad, utilizaría al robot con fines sexuales, inmediatamente y sin problemas. Yo tendría algunos problemas, debo reconocerlo, porque no fui educada de modo normal. En cambio, las auroranas corrientes no tendrían ninguno. La mujer de Solaria, por el contrario, tendría muchas dificultades por haber sido educada en un mundo extremadamente robotizado, donde las actitudes mentales hacia los robots son desusadamente rígidas. La diferencia, como puede comprender, resultaba muy instructiva para mi padre, que intentaba consolidar su teoría del funcionamiento cerebral por medio de esas variaciones. Han Fastolfe esperó medio año a que la mujer de Solaria llegara al punto en que quizás iniciase las primeras aproximaciones experimentales... Batey interrumpió a Vasilia para decir: